Europa debe asumir que para innovar hay que fracasar
Sin experimentación no hay innovación, y esa relación se aplica también a la política económica
Las reglas del juego geoeconómico han cambiado, y más de lo mismo no sirve: Europa debe renovarse para sobrevivir. O como dirían los ganadores del ...
Las reglas del juego geoeconómico han cambiado, y más de lo mismo no sirve: Europa debe renovarse para sobrevivir. O como dirían los ganadores del Premio Nobel de Economía de este año, Europa debe fomentar la destrucción creativa, la necesidad de evolucionar constantemente. Y esto se aplica tanto a la actividad empresarial como a la política económica.
Al hablar de destrucción creativa el debate se centra típicamente en la “destrucción” —las reformas estructurales, la reasignación de recursos, evitar mantener a flote las empresas no rentables—. Pero es un debate incompleto: la destrucción a secas no genera nada, tan solo destrucción. La parte fundamental del concepto de destrucción creativa es “creativa” —la reconducción de la destrucción hacia el siguiente paso, la creación—.
Rick Rubin, uno de los productores musicales más exitosos de la historia, afirma en su fantástico libro El acto de crear: “El fracaso es la información que necesitas para llegar a tu destino”. Pero esto requiere dos condiciones: tener el contexto necesario para poder fracasar de manera segura; y las condiciones adecuadas para sacar las conclusiones del fracaso y aprovecharlas de manera productiva.
De manera similar, la filosofía de Silicon Valley de “fracasa rápido” fomenta la puesta a prueba de ideas con rapidez, experimentando con prototipos pequeños y baratos que permitan recabar opiniones desde el principio para determinar la viabilidad de una idea. Al identificar y descartar rápidamente los conceptos fallidos, las empresas pueden ahorrar recursos y centrarse en lo que funciona, lo que en última instancia conduce a un desarrollo más eficiente y a una mayor probabilidad de éxito.
Por desgracia, este concepto del fracaso rápido como avenida hacia la productividad es anatema en la economía europea. Las 12 primeras ciudades de la clasificación de PitchBook de la industria del capital riesgo están en EE UU, el Reino Unido y Asia. La primera de la eurozona, París, está en el puesto 13, y la siguiente, Ámsterdam, en el puesto 25. ¿Qué explicaría la ausencia de la eurozona en la industria del capital riesgo? Las razones son múltiples, incluyendo la política de la competencia y las barreras al mercado interior, que limitan la escala de crecimiento de las empresas; la estrechez del mercado de capitales, que limita las posibilidades de financiación; o la regulación laboral, que interfiere con la cultura del fracaso rápido.
Sin experimentación, sin fracaso, no hay innovación. Y esta relación entre experimentación y fracaso, e innovación, se aplica también a la política económica.
El mejor ejemplo reciente es la Operation Warp Speed del Gobierno estadounidense en 2020 para encontrar la vacuna contra la covid, que salvó la vida de miles de millones de personas: en lugar de ser conservador y optar solo por la estrategia que tenía, a priori, mayor probabilidad de éxito para minimizar el coste inicial, el Gobierno americano optó por atacar el problema de manera agresiva con varias estrategias diferentes para maximizar la probabilidad de éxito, a cambio de aceptar pérdidas casi garantizadas en algunas de las iniciativas. Se aplicó uno de los principios fundamentales de la inversión: el beneficio esperado está relacionado de manera positiva con el riesgo en que se incurre. Y el resultado fue una vacuna en tiempo récord, 10 veces más rápido que el tiempo normal de desarrollo de las vacunas: la estrategia más agresiva fue más eficaz y, sin duda, más positiva económicamente.
Hay más ejemplos. En 2013, China se embarcó en la Belt and Road Initiative, también llamada la “nueva ruta de la seda”, una iniciativa de inversión en infraestructuras en el ámbito global para promocionar la conectividad comercial y la influencia china en la economía mundial. Criticada en su momento por su ambición y la alta probabilidad de fracaso, con el tiempo se ha visto que era una estrategia de acceso a recursos naturales e infraestructuras que han aumentado de manera considerable la autonomía china. Apostaron fuerte, se arriesgaron al fracaso, y han obtenido un beneficio económico y geoestratégico considerable. Y hoy siguen con la misma estrategia, invirtiendo en recursos, acumulando reservas de materiales críticos, y diversificando sus redes de suministro.
En Europa, por desgracia, el concepto de que sin experimentación y fracaso no hay innovación va contra natura: minimizar el riesgo de fracaso domina la maximización de la expectativa de éxito. La inercia europea es siempre hacia la regulación para minimizar los riesgos. La política de la competencia europea ha priorizado el interés de los consumidores —que se benefician de precios más bajos— sobre el incentivo a innovar —que requiere una expectativa de poder beneficiarse del esfuerzo innovador—. La falta de confianza entre los socios europeos lleva siempre a la inacción y a una estrategia de minimizar las posibles pérdidas —con su mejor reflejo en la negativa a mutualizar riesgos y el marasmo de reglas fiscales— y no de maximizar el posible beneficio de las decisiones de política económica. Las recomendaciones de los informes de Enrico Letta y Mario Draghi siguen sin aplicarse, los necesarios eurobonos se reducen a la mínima expresión, y la propuesta de presupuesto europeo para 2028 reduce, en lugar de aumentar, los recursos disponibles.
La reciente iniciativa del Gobierno español, el Laboratorio Europeo de la Competitividad, es un soplo de aire fresco para intentar romper esa dinámica negativa contraria a la innovación en política económica. Es una propuesta para romper la rigidez de la unanimidad de decisión europea, para que se puedan crear coaliciones de países europeos que avancen iniciativas de política económica, aprender de la experiencia —“fracasar rápido”— y poder luego extender las iniciativas mejoradas al conjunto europeo.
Es el camino a seguir. En este nuevo contexto geopolítico la resiliencia adquiere un valor cada vez mayor: el objetivo de la política económica ya no es maximizar el crecimiento, sino el crecimiento ajustado por el riesgo geopolítico. Y eso requiere invertir recursos y arriesgarse a sufrir pérdidas. Por ejemplo: reducir la dependencia de China en la provisión de tierras raras requiere una gran inversión en extracción y proceso que necesitará una combinación de inversión pública, subsidios y garantías de precio —bien diseñadas, por supuesto— que incentiven la inversión privada. Es una situación análoga a la Operation Warp Speed, donde una estrategia agresiva y multidimensional será, a largo plazo, mucho más eficaz. De manera similar, cabría reconsiderar el concepto de fondo soberano de inversión: no tiene por qué ser solo para invertir excedentes comerciales, la clave es que el retorno esperado, desde un punto de vista geoestratégico, sea superior al coste de financiación.
La guerra comercial, el control de las tierras raras, las dudas sobre la credibilidad del compromiso de defensa de la OTAN, han supuesto un abrupto despertar para Europa, y han puesto de manifiesto las nocivas consecuencias de su cultura de austeridad: no inversión, no retorno. La paradoja del riesgo en toda su dimensión: el excesivo conservadurismo europeo ha aumentado la fragilidad de su economía. Como afirmó recientemente un panelista en una conferencia en Shanghái, Europa no tiene autonomía estratégica, y no la tiene porque no quiere. Aprendamos de este fracaso para mejorar. Si Europa quiere fomentar la destrucción creativa, mejorar su crecimiento y su resiliencia, y alcanzar la autonomía estratégica, tiene que invertir, experimentar, y arriesgarse a fracasar de vez en cuando por el camino. Si quiere, puede.
En X @angelubide