Hay que repensar la financiación externa para África
El gran problema es un sistema legal que permite a los prestamistas un poder desproporcionado
¿Cuánto tiempo puede Occidente ignorar la crisis de deuda soberana que está sufriendo África? Mientras que los países africanos lidian con cargas de deuda insostenibles, las negociaciones de restructuración con los gobiernos occidentales y las instituciones multilaterales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) se han estancado. Si bien una condonación es esencial, es importante tener en cuenta que un porcentaje significativo de la deuda externa de África est...
¿Cuánto tiempo puede Occidente ignorar la crisis de deuda soberana que está sufriendo África? Mientras que los países africanos lidian con cargas de deuda insostenibles, las negociaciones de restructuración con los gobiernos occidentales y las instituciones multilaterales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) se han estancado. Si bien una condonación es esencial, es importante tener en cuenta que un porcentaje significativo de la deuda externa de África está en manos de prestadores privados y de China, y ninguno de ellos ha manifestado demasiada voluntad de ofrecer un alivio.
Con cerca de 400 millones de personas que viven en condiciones de pobreza extrema, la creciente carga de pago de deuda de África se ha convertido en un obstáculo importante para la reducción de la pobreza, ya que los costes en alza se ven agravados por guerras, conflictos regionales, desastres climáticos y una economía global aletargada. Se proyecta que la población del continente, que hoy es de 1.500 millones de personas, llegue a 2.500 millones de aquí a 2050. Es poco probable que los africanos jóvenes, que basta con que miren sus teléfonos inteligentes para ver que otros países pueden ofrecer mejores oportunidades, acepten calladamente sus circunstancias por mucho tiempo más.
Frente a esta realidad, es ingenuo pensar que Occidente pueda mantenerse indefinidamente aislado de las consecuencias de los conflictos violentos y las crisis económicas de África. Ya sea por el incremento de la inmigración, el terrorismo o las guerras subsidiarias por los vastos recursos naturales del continente, las repercusiones inevitablemente se derramarán al mundo desarrollado.
¿Qué se puede hacer, entonces? A fin de cuentas, los países africanos deben crecer para pagar sus deudas, como lo ha hecho el este de Asia y como lo están empezando a hacer los países del sur de Asia —particularmente la India—. De la misma manera que las economías asiáticas alguna vez siguieron el modelo económico de Japón, África necesita que unas pocas historias de éxito marquen un ejemplo para el resto del continente.
Claro que un cambio de esa naturaleza llevará años. Mientras tanto, se deben reformular los programas de ayuda externa, que deberían centrarse más en subvenciones que en préstamos de desarrollo. La transición verde de África por sí sola requiere por lo menos 100.000 millones de dólares anuales, incluida la tarea vital de brindar electricidad a los 600 millones de africanos que todavía carecen de acceso. Si Estados Unidos puede gastar un billón de dólares en proyectos verdes que probablemente solo tengan una efectividad limitada, debería poder dirigir una porción de esa inversión a África, donde su impacto podría ser mucho mayor.
El objetivo debe de ser impedir que la deuda de los países africanos entre en una espiral fuera de control. Con este fin, los gobiernos occidentales también deberían introducir reformas legales que prohíban la ejecución de contratos de deuda soberana en las cortes de Justicia de los países desarrollados. Obligar a los prestadores privados a depender de los sistemas legales de los países deudores incentivaría a los potenciales prestamistas soberanos a fortalecer sus sistemas legales y financieros para ganarse la confianza de los prestadores. Los países con instituciones menos desarrolladas necesitarían más tiempo, lo que hace que las subvenciones se vuelvan esenciales para cerrar la brecha en el corto plazo.
Si bien esta propuesta puede parecer dura, refleja una realidad incómoda: endeudarse con prestamistas extranjeros privados muchas veces ha presentado ventajas y desventajas para los países en desarrollo, especialmente en América Latina y Asia. Esto, en parte, se debe a que la mayoría de los gobiernos de los países en desarrollo, incluso cuando no son corruptos, persiguen estrategias de endeudamiento cortoplacistas, asumiendo deuda que plantea riesgos innecesarios para sus poblaciones.
Una y otra vez, las crisis de deuda han entorpecido los esfuerzos de desarrollo. En su libro de 2002 El malestar en la globalización, el economista y premio Nobel Joseph E. Stiglitz atribuye este patrón a la conducta de las instituciones financieras internacionales. Pero el problema real es un sistema legal que les permite a los prestamistas extranjeros ejercer un poder desproporcionado al demandar a los deudores que incurren en incumplimiento de pago en Nueva York y Londres. Muchísimas veces al FMI le queda la tarea de reparar los daños.
Es por este motivo que, a comienzos de los años 1990, junto con el economista de Stanford Jeremy Bulow, argumentamos que las disputas de deuda deberían trasladarse a las cortes de los países deudores. Si bien la propuesta del FMI de un mecanismo de quiebra para la deuda soberana podría verse como un paso en la dirección correcta, se enfrenta a la resistencia de parte de los prestadores que, con razón, suponen que el Fondo sería más compasivo con los deudores que la corte de Justicia de Nueva York. Algunos gobiernos de mercados emergentes también se oponen a esta idea, por temor a que limite su capacidad de garantizar préstamos extranjeros.
Pero ese es exactamente el punto. La experiencia de América Latina con la deuda externa demuestra que las crisis recurrentes muchas veces superan los beneficios de corto plazo del endeudamiento. En los últimos años, la mayoría de los mercados emergentes de ingresos medios ha logrado mitigar las crisis de incumplimiento de pago adjudicando disputas de deuda soberana en sus propios tribunales. Argentina es una excepción notoria.
Los países africanos deben adoptar una estrategia similar y avanzar hacia una jurisdicción local para los contratos de deuda. La financiación para el desarrollo, idealmente, debería provenir de subvenciones directas, como fue el caso del plan Marshall para la Europa de posguerra. Pero el cambio de préstamos de desarrollo a subvenciones debe de ser de amplio alcance y reformular el marco del Banco Mundial para financiar proyectos en un sistema basado en subvenciones.
Sin duda, esto exigirá un compromiso financiero sustancial y cualquier solución genuina para la crisis de deuda del continente necesitaría la participación de China. Como mínimo, Occidente debe reducir las modalidades de préstamo que exacerban la situación económica ya extrema de África.