Cómo las finanzas se convirtieron en el problema
Los mercados están ahora en el asiento del conductor, fijando la agenda de otros actores, incluidos los gobiernos
Las finanzas solían ser un medio para lograr un fin, no un fin en sí mismo. Desde la comida y la vivienda hasta las vacaciones familiares, todo en nuestra vida diaria debe pagarse de una forma u otra. Si no tenemos efectivo disponible, acudimos a un prestamista para obtener una línea de crédito.
Las empresas hacen lo mismo. Rutinariamente financian sus operaciones pidiendo prestado o emitiendo participaciones en acciones a diferentes inversores...
Las finanzas solían ser un medio para lograr un fin, no un fin en sí mismo. Desde la comida y la vivienda hasta las vacaciones familiares, todo en nuestra vida diaria debe pagarse de una forma u otra. Si no tenemos efectivo disponible, acudimos a un prestamista para obtener una línea de crédito.
Las empresas hacen lo mismo. Rutinariamente financian sus operaciones pidiendo prestado o emitiendo participaciones en acciones a diferentes inversores, quienes les otorgarán su confianza y su dinero con la expectativa de obtener retornos futuros. Al reunir a estas contrapartes, los mercados de capitales desempeñan un papel crucial en la economía. Hasta ahora, todo bien.
Sin embargo, las finanzas ya no son sólo un intermediario que canaliza el dinero de los ahorradores a los que piden prestado. Sus funciones ya no se limitan a poner dinero en manos de personas que se comprometerán a devolver el capital, más los intereses, en el futuro. Por el contrario, las finanzas están ahora en el asiento del conductor, fijando la agenda de otros, incluidos los gobiernos.
Hay dos grandes problemas con esto: las finanzas son tontas y peligrosas. Son tontas porque sólo pueden leer números, son incapaces de comprender, y mucho menos de evaluar, problemas sociales difíciles o estrategias comerciales o de ingeniería complejas. Y son peligrosas porque las personas que dirigen las instituciones financieras creen que son más inteligentes de lo que son, lo que los lleva a suponer que deben manejar el timón del barco.
Si solo nos fijamos en las etiquetas de precios, gobernar el mundo parece fácil. Todo se vuelve comparable y sólo se necesita comprar barato y vender caro para obtener ganancias. A menos que sea uno de los pocos inversores morales que quiere sentirse bien con el destino que elige para su dinero, la naturaleza de lo que está comprando o vendiendo importa poco. El mecanismo de precios prescinde de la necesidad de comprender las cualidades del mundo real, los atributos negativos o los posibles efectos secundarios de un activo.
De hecho, cuanto menos sepan o se preocupen los inversores por estas cuestiones, más líquido será el mercado. Por lo tanto, los activos que existen desde hace mucho tiempo —como las acciones de empresas de petróleo y gas— son más atractivos que los más nuevos. Los precios de los activos que carecen de un historial establecido son menos fiables, independientemente de los beneficios que puedan ofrecer.
De este modo, las finanzas prescinden de la necesidad de debate. Si todos pueden ver cuál es el precio, no quedará nada que discutir. Si cree que un activo está sobrevalorado, puede venderlo por menos. Los mercados no necesitan deliberación política; hacen las cosas aquí y ahora asignando y reasignando recursos al mejor postor.
Pero esta tendencia a sustituir la resolución de problemas por la fijación de precios no se limita a los actores del mercado. Muchos gobiernos —ya sea voluntaria o involuntariamente— han adoptado el mismo enfoque, aunque sólo sea para cumplir con las condiciones exigidas por sus acreedores. Como resultado, en Estados Unidos, la Oficina de Presupuesto del Congreso debe fijar el precio de los costes y beneficios de la legislación, y en ocasiones los tribunales han anulado acciones de agencias de presión que no incluían dicho análisis. Por ejemplo, por estos motivos se impugnó con éxito la designación de la compañía de seguros MetLife como institución financiera de importancia sistémica.
Sin embargo, reducir todo a un número también tiene un coste. Requiere que pretendamos que las diferencias de precios entre bienes y servicios son lo único que importa, aunque todos sepamos que no es así. Nos lleva a agrupar o equiparar las fábricas y las mercancías con la naturaleza, la salud, la felicidad, el clima y la vida misma. Y nos empuja simplemente a ignorar cuestiones a las que no se puede poner precio, como las relacionadas con la justicia.
Podemos agradecer a esta visión reduccionista del mundo las “soluciones” como el uso de la titulización para apoyar la propiedad de vivienda, un sistema de pensiones privado para desarrollar o profundizar los mercados financieros y activos verdes para abordar el cambio climático. Cree un activo con un precio y los inversores acudirán en masa a él, especialmente cuando pueden confiar en garantías gubernamentales implícitas contra posibles pérdidas (como suele ser el caso).
Pero, ahora, considere los resultados. Tuvimos un mercado hipotecario que fomentó el auge en la construcción y el encarecimiento de los precios de la vivienda, pero no logró resolver la crisis inmobiliaria; un sistema de pensiones que necesita constantemente activos seguros para cumplir con obligaciones futuras, incluso si eso significa seguir invirtiendo en petróleo y gas; y décadas de retrasos para cambiar la forma en que se obtiene, produce y distribuye la energía, porque los activos verdes simplemente no pueden hacer esas cosas. Habiendo puesto nuestra fe en la “magia del mercado”, tenemos un sistema financiero inflado y frágil que necesita constantemente la intervención de los bancos centrales, para que no implosione y se lleve a la economía consigo.
Nada de esto tiene mucho sentido. Después de todo, los precios son malas guías para el futuro, que es inherentemente desconocido e incognoscible, más aún cuando hay pruebas contundentes de que se desviará sustancialmente del pasado. En la década de 1930, John Maynard Keynes objetó que era imposible saber si estallaría otra guerra mundial y cuándo, o cuál sería la tasa de inflación en la década de 1960. En 2023, no sabemos con qué rapidez se acelerará el cambio climático, dónde se producirán los próximos incendios forestales o qué partes del mundo experimentarán sequías devastadoras o inundaciones.
Debido a que estos escenarios son inciertos, no hay manera de que los mercados puedan valorarlos con precisión. Aun así, a menos que ignoremos la evidencia científica, sabemos una cosa con seguridad: se avecinan más devastaciones relacionadas con el clima, y no podemos imaginar los efectos sociales y políticos adicionales que podría traer.
Peor aún, como las finanzas están en el asiento del conductor, hemos llegado a aceptar que la solución más obvia —reducir las emisiones de inmediato— es demasiado “costosa”. Es por eso por lo que cada vez más empresas y gobiernos están incumpliendo sus compromisos de reducir emisiones, diluyendo objetivos previamente establecidos o retrasando políticas para implementarlos.
Las finanzas han arraigado tan profundamente que parece que hemos dado la espalda a la política. Al confiar ciegamente en los precios, nos hemos privado de las habilidades para generar consenso y desarrollar estrategias efectivas que eviten imponer los mayores costes a personas cuyas vidas no están “incluidas en los precios”. Nadie se beneficia más de esta calamidad que las finanzas. Pero esos retornos no pueden durar indefinidamente.
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