Una alternativa al mercado: pisos de propiedad colectiva, ni de compra ni de alquiler
Las cooperativas de vivienda en derecho de uso se extienden desde Cataluña y suman 26 edificios terminados y 86 proyectos en toda España
El lunes pasado, tomando café en la cocina comunitaria del edificio La Chalmeta de Barcelona, Carlos Alberto Rodríguez celebraba vivir en una cooperativa de vivienda en derecho de uso: “Aparte de que en el mercado un alquiler cuesta el doble, no se tiene el vínculo con la casa que tenemos aquí, te da una estabilidad a largo plazo que no tiene precio”. A su lado, Antje Morawtze añadía: “Lo bueno es hacer comunidad, compartir, no tener sobresaltos económicos, y para los niños es fantástico”. Y...
El lunes pasado, tomando café en la cocina comunitaria del edificio La Chalmeta de Barcelona, Carlos Alberto Rodríguez celebraba vivir en una cooperativa de vivienda en derecho de uso: “Aparte de que en el mercado un alquiler cuesta el doble, no se tiene el vínculo con la casa que tenemos aquí, te da una estabilidad a largo plazo que no tiene precio”. A su lado, Antje Morawtze añadía: “Lo bueno es hacer comunidad, compartir, no tener sobresaltos económicos, y para los niños es fantástico”. Y Tomoko Sakamoto, nacida en Japón, suspiraba ante la idea de envejecer lejos de su país “y no estar sola”, aunque tiene familia aquí y allá.
En España son tan hegemónicos los modelos tradicionales de vivienda (libre o de protección, de compra o de alquiler), que explicar qué son las cooperativas de vivienda en derecho de uso es casi más fácil señalando qué no son: no son privadas ni públicas, su propiedad es colectiva; y no son ni de compra ni de alquiler. También se conoce como covivienda o cohousing y es una fórmula de acceso a la vivienda que se inspira en países como Dinamarca o Uruguay, donde la propiedad de los edificios es de una cooperativa. Los socios pagan una cuota de entrada, para construir con financiación de banca ética (de entre 20.000 y 30.000 euros, en la mayoría de los casos); y otra mensual, por el uso de las viviendas (con un abanico que oscila entre 250 y 700 euros). Si un socio se marcha, la cooperativa le devuelve la cuota inicial, que aportará quien le reemplace.
El suelo puede ser una cesión pública de un Ayuntamiento (normalmente por 75 años), de manera que los pisos sean de protección; o bien privado, propiedad de la cooperativa. Y los edificios destinan parte de su superficie a espacios comunitarios: salas de estancia o trabajo, una gran cocina, lavandería, huertos o incluso habitaciones por si tienen invitados.
Los pioneros del modelo son la cooperativa catalana Sostre Cívic, fundada hace 20 años. “La nuestra es una apuesta política, de buscar alternativas a la vivienda de compra o alquiler, tomando las ventajas de cada uno de los modelos: la compra es para siempre y el alquiler más asequible. Hacemos vivienda para siempre y a precio de coste”, explica el portavoz, José Téllez. En los últimos 20 años han promovido 12 edificios, ya habitados, y tienen otros 12 en alguna fase del proyecto (desde la constitución de la cooperativa, hasta las obras, pasando por localizar y tener el suelo). Cataluña fue precursora: hay 23 edificios habitados y 40 en distintas fases de desarrollo. Suman 1.230 viviendas. En el resto de España son tres cooperativas habitadas y 46 en proyecto. En total, 26 cooperativas ya en convivencia y 86 en desarrollo en Navarra, Madrid, Asturias, Galicia, Valencia, Murcia y también Baleares y Canarias, según los datos recogidos por Reas, la red española de cooperativas y economía solidaria.
“Son una tercera vía de acceso a la vivienda. Un cambio cultural, espacios diseñados por los socios que los habitarán y a precio de coste”, apunta Rubén Menéndez desde la secretaría técnica del grupo estatal que agrupa las cooperativas de vivienda en derecho de uso. “Te empoderas porque generas alternativas en vivienda. Y es más potente a largo plazo que políticas que son parches, como las ayudas, que hay que atender, pero no construyen un escenario sostenible a futuro”.
En Cataluña, la otra gran impulsora del modelo es la fundación La Dinamo. Tras la cooperativa La Borda (en Barcelona, estrenada en 2018), conocida por ser la primera y porque ha recibido premios internacionales, algunos de sus socios decidieron crear la fundación para aprovechar el conocimiento acumulado y replicar el modelo. La fundación acompaña a otras cooperativas, el 95% pisos de protección oficial, en suelos cedidos por ayuntamientos o comprados, a veces a medias con entidades locales. “Somos conscientes de la dificultad de acceso a la vivienda y la precariedad residencial, de ahí la apuesta por aumentar el parque público”, explica Glòria Rubio Casas, la coordinadora de proyectos. La Dinamo, además, intenta “movilizar el máximo de patrimonio privado hacia la vía cooperativa [sean suelos o edificios para rehabilitar], para sacarlo de propiedad privada y actúe con lógicas cooperativas”.
En el caso de las viviendas cooperativas en cesión de uso calificadas como VPO (de protección oficial), los socios de los edificios deben cumplir los requisitos de solicitante de vivienda pública. Desde 2011 el Ayuntamiento de Barcelona ha cedido 17 solares (seis con 125 pisos ya construidos y habitados) y el concejal de Vivienda, Joan Ramon Riera, señala que “la necesidad de vivienda es tan grande que la intención del consistorio es contar con agentes públicos, privados y de la economía social”. “La vivienda cooperativa debe tener un papel relevante”, mantiene. En Madrid, hay dos edificios de la cooperativa Entrepatios: uno en Usera y otra en Vallecas, en suelos privados y no son VPO. La aportación inicial de los socios fue de 40.000 euros y la cuota mensual de 700, cuenta Javier Pérez, socio del grupo promotor, que explica que en la Comunidad se ha creado una coordinadora que agrupa 13 proyectos.
También hay cooperativas senior, de socios dispuestos a envejecer en comunidad (pero cada uno en su apartamento) y sin ser una carga para los hijos ni terminar sus días en una residencia. En este caso el suelo es de mercado, lo que dispara los costes. Trabensol (Trabajadores en solidaridad) fue el primero. Está en Torremocha de Jarama (a 70 kilómetros de Madrid) y tiene 54 apartamentos donde viven 80 personas de entre 64 y 91 años. La cooperativa se fundó en 2002 y entraron a vivir en 2013. Aquí la aportación inicial de los socios es de 150.000 euros y la cuota mensual de 1.300 con la comida, limpieza y lavandería incluidas, explica Juan Imedio, de la comisión de comunicación. “Decidimos nosotros cómo envejecer”, sintetiza.
Walden XXI es otro proyecto senior. Los socios, jubilados, compraron un hotel que estaba cerrado en Sant Feliu de Guíxols (Costa Brava, Girona). Confían en comerse los turrones en los nuevos apartamentos en 2026. Lo cuenta Josep Maria Ricart, de 74 años. Aportaron 60.000 euros y la cuota mensual, que incluye la cocina, servicios y cuidados médicos, oscilará entre 1.800 y 2.100 euros. “Las cantidades son elevadas, pero la mayoría tenemos pisos en propiedad, es como cambiarse de casa. Al final de la vida volveremos a una comuna como cuando teníamos 20″, se ríe Ricart, defendiendo “un modelo asambleario, privado, pero que abre camino”. “Será un equipamiento que permanecerá, en el futuro no habrá residencias para todo el mundo”, añade Aurora Moreno, otra de las socias.
De vuelta a La Chalmeta, en Barcelona, Carlos Alberto, Antje y Tomoko acaban sus cafés para ir a trabajar. Se levantan de la mesa en un espacio amplio y luminoso donde también hay sofás y cuatro lavadoras para los socios. El edificio está en La Marina del Prat Vermell, el barrio más nuevo de Barcelona, en desarrollo desde hace una década y que tendrá 30.000 vecinos. Son pioneros de una forma de acceder a la vivienda, pero también de apostar por esta zona periférica de la ciudad.
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