Cómo Apple y Google dejan de pagar impuestos en el mundo
El acuerdo alcanzado en el G-20 y la OCDE busca frenar la elusión fiscal de las grandes multinacionales y la competencia a la baja entre países
Acuerdos a la carta, empresas sin trabajadores y miles de millones que cada año se esfuman en el medio del Atlántico. Gigantes tecnológicos como Google o Apple, pero también colosos de otros sectores como Starbucks o Ikea, han exprimido al máximo la ingeniería fiscal para rebajar el pago de impuestos. El resultado es sabido: el impuesto de sociedades ha perdido fuelle y la competencia fiscal entre Estados se ha exacerbado. Pero las reglas del juego empiezan a cambiar: tras casi ocho años de negociaciones, finalmente...
Acuerdos a la carta, empresas sin trabajadores y miles de millones que cada año se esfuman en el medio del Atlántico. Gigantes tecnológicos como Google o Apple, pero también colosos de otros sectores como Starbucks o Ikea, han exprimido al máximo la ingeniería fiscal para rebajar el pago de impuestos. El resultado es sabido: el impuesto de sociedades ha perdido fuelle y la competencia fiscal entre Estados se ha exacerbado. Pero las reglas del juego empiezan a cambiar: tras casi ocho años de negociaciones, finalmente se ha alcanzado un acuerdo internacional para poner freno a estas prácticas.
El G-20 ha validado este sábado el acuerdo alcanzado en la OCDE para fijar un impuesto mínimo de sociedades a las multinacionales y establecer un sistema para que paguen ahí donde operan, aunque no tengan presencia física. Susana Ruiz, responsable de Justicia Fiscal de Oxfam, considera que el acuerdo “es un avance desde un punto de vista de principios y teórica, pero es muy malo en la práctica”. Explica que los detalles técnicos, que no se conocerán por lo menos hasta octubre, incidirán en el alcance de un pacto que de partida considera poco ambicioso: el tipo mínimo es bajo, la redistribución de los derechos impositivos afectará a muy pocas empresas, los Estados tendrán que retirar las medidas unilaterales que ya tenían en marcha, como la tasa Google en España, y es injusto para los países en desarrollo.
Santiago Díaz de Sarralde, profesor de Economía Aplicada en la Universidad Rey Juan Carlos, también coincide en que hay un “avance” en términos de principios. “Se permite una tributación mínima para evitar la competencia a la baja y el reparto de ingresos ya no se va a basar en la residencia. Desde un punto de vista más práctico se obligará a compartir mucha más información sobre la actividad de las multinacionales, pero la valoración del impacto recaudatorio para cada país es todavía muy difícil de realizar”, matiza.
El interés acerca del resultado de las negociaciones no es baladí. Las multinacionales desvían cada año cerca del 40% de sus beneficios a territorios de baja o nula tributación a través de complejos entramados societarios, que han proliferado al calor de la globalización y la digitalización de la economía. Este porcentaje ascendía a casi 600.000 millones de euros en 2017, según un estudio elaborado por investigadores de las universidades de Berkeley y Copenhague. Esa cantidad supone cerca de la mitad del PIB de España y provoca pérdidas millonarias para las arcas públicas a nivel global, al reducir las bases sobre las que se pagan impuestos.
El agujero fiscal se acerca a los 170.000 millones; en el caso de España, el boquete es de unos 3.500 millones al año. Lo curioso es que el grueso de este dinero no acaba directamente en los clásicos paraísos fiscales, islas de ensueño en el medio del Caribe que durante años han copado el imaginario colectivo. Los receptores de la casi totalidad de estas cantidades son vecinos europeos, con Luxemburgo, Países Bajos e Irlanda a la cabeza.
De Irlanda a Bermudas
Irlanda pasó de ser uno de los primeros Estados en pedir el rescate durante la Gran Recesión a registrar una tasa de crecimiento espectacular pocos años después, de más del 25%. Los analistas coincidieron entonces en que el dato estaba inflado, y que buena parte de la distorsión se debía a la ingente llegada de inversión extranjera atraída por las generosas ventajas fiscales que el país ofrecía a las multinacionales.
La isla ya había abrazado décadas antes políticas fiscales laxas que la convirtieron en uno de los destinos favoritos de grandes corporaciones. En los ochenta impulsó la creación de una zona económica especial en Dublín, a lo que siguió la puesta en marcha de esquemas para rebajar la factura fiscal de las multinacionales y la reducción del tipo legal de sociedades al 12,5% ―que continúa siendo uno de los más bajos del entorno, donde la media es del 22%―. Estas medidas propiciaron un bum económico sin precedentes, al punto que el país se ganó en los noventa el apodo de tigre celta, en una analogía con la expansión vivida a finales del siglo XX por los llamados tigres asiáticos, como Corea del Sur y Singapur.
Una de las estratagemas más usadas por las multinacionales extranjeras era el esquema conocido como doble irlandés, que debe mucha de su notoriedad a las grandes tecnológicas estadounidenses. Google, por ejemplo, movió en los últimos años miles de millones a las Islas Bermudas, que no grava los beneficios empresariales. ¿Cómo lo hizo? A través de una empresa domiciliada en Dublín y otra en el archipiélago del Caribe, con el cual Irlanda tiene un convenio. La primera factura todo los ingresos generados en los demás mercados, como el español, ya que las sucursales locales se consideran como comisionistas. Después, desembolsa elevadas cantidades a la empresa ubicada en Bermudas por el uso de los derechos de propiedad intelectual ―tecnologías, patentes, etcétera― de la que esta es propietaria.
Un problema adicional es que los precios de estos derechos no son públicos, y su valor de mercado es prácticamente imposible de establecer. ¿Cuánto vale la marca de Apple? ¿Y cuál es el precio que se debería pagar para usar el nombre de McDonald’s, internacionalmente conocido? “El tema de los precios de transferencia siempre está encima de la mesa y es un rompecabezas. Con las actividades digitales ya no valen las reglas de toda la vida”, reconoce José María Peláez, inspector de Hacienda.
Dublín aceptó eliminar el doble irlandés en 2015 bajo presión de Bruselas, aunque permitió que las empresas instaladas en el país antes de ese año, como Apple o Google, se acogieran a un régimen transitorio hasta 2020. En realidad, siguen existiendo beneficios fiscales y esquemas ventajosos, por lo que “las empresas terminan gozando de la tributación final que tenían hasta ahora en Irlanda”, subraya Guillermo Sánchez-Archidona, profesor de Derecho Tributario de la Universidad Complutense de Madrid. Irlanda, uno de los socios europeos más reacios a cambiar las reglas de la fiscalidad comunitaria, es también uno de los tres países europeos que ha rechazado firmar el acuerdo de la OCDE, junto con Hungría y Estonia.
Un doble con sándwich
Al doble irlandés se suele sumar un esquema de triangulación conocido como sándwich holandés. Los Países Bajos, uno de los que más pegas puso al fondo europeo de recuperación, es otro Estado que ofrece cuantiosas ventajas fiscales a los grandes grupos: se ha especializado en tratamientos privilegiados para los holdings y cuenta con varios acuerdos de doble imposición con países de baja tributación.
El sistema del sándwich holandés se suele combinar con el doble irlandés. Se crea una tercera sociedad en los Países Bajos, y otra en un territorio de baja tributación, por ejemplo las Antillas holandesas. La empresa de Irlanda paga regalías a la sociedad intermedia de Países Bajos por derechos de uso de la marca ―que son fiscalmente exentos―, que a su vez los desvía a la jurisdicción fiscalmente más favorable. “Se vacían los beneficios de los países donde están las filiales”, resume Peláez. “Quizás lo más peculiar es que son países de la UE los que están haciendo una competencia feroz, pero para cambiar las reglas se requiere unanimidad”.
Este requisito es una de las razones por las que muchas de las iniciativas implementadas por la UE para mejorar la transparencia y atajar la elusión fiscal de las multinacionales han sido frenadas en seco. Con el veto de tan solo uno de los socios, ningún cambio en materia de fiscalidad puede salir adelante. Pasó en 2019, cuando fracasó la propuesta de hacer públicos los beneficios e impuestos pagados por las multinacionales país por país. Esta medida finalmente se aprobó este año, al tratarse como un asunto de competitividad para evitar la regla del consenso. Aun así, seis países votaron en contra. Lo mismo ocurrió con la tasa digital.
Trajes a medida
Otra vía de fuga para las multinacionales son los tax ruling, acuerdos entre empresas y Estados que fijan regimenes tributarios a la carta, más ventajosos y en algunos casos extremadamente agresivos. El caso más llamativo fue la filtración conocida como LuxLeaks: en 2014, el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación sacó a la luz acuerdos secretos entre el Gobierno de Luxemburgo y más de 340 multinacionales, que habían sido sellados cuando al frente del Gran Ducado estaba el anterior presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker. Entre las sociedades involucradas se encontraban Ikea, Pepsi, Amazon, Apple o el banco HSBC, que a través de estos trajes a medida pagaron, de media, entre el 1% y el 2% de impuestos.
Los tax ruling fijan con antelación el tratamiento fiscal que recibirá una empresa y no son ilegales siempre y cuando no supongan una ventaja competitiva que distorsione la compentencia. O, mejor dicho, siempre y cuando se pueda probar este efecto. El Tribunal General de la UE (TJUE), por ejemplo, obligó a Fiat a devolver 20 millones a Luxemburgo en 2019 al considerar que el regimen especial del que se había beneficiado suponía una ayuda de Estado. Sin embargo, sentenció en sentido opuesto en el caso de Starbucks, que tenía un acuerdo fiscal con los Países Bajos. El pasado mayo, el TJUE también resolvió anular la decisión de la Comisión Europea de obligar a Amazon a devolver a Luxemburgo 250 millones que la empresa se había ahorrado en impuestos gracias a un acuerdo fiscal ad hoc.
Los agujeros en el Mediterráneo
Chipre y Malta también ofrecen generosas ventajas fiscales, que les han valido en más de una ocasión los reproches de Bruselas. Malta tiene en realidad un impuesto de sociedades del 35%, muy superior a la media de la UE. Pero solo sobre el papel, ya que la tasa se reduce a mínimos gracias a un generoso sistema de devoluciones. “Al final se acaba pagando cerca de un 5% en impuesto de sociedades”, resume Sánchez-Archidona.
Chipre, que hasta hace unos años permanecía en la lista de paraísos fiscales de España, cuenta al contrario con un impuesto de sociedades de tan solo el 12,5%, al igual que Irlanda. Este pequeño Estado en el sur del Mediterráneo también ha despertado recelos por otros motivos: ha sido acusado de lavar dinero negro desde que en los noventa se descubriera que el expresidente de Yugoslavia Slobodan Milošević había blanqueado centenares de millones a través de empresas pantalla y cuentas offshore en la isla para evitar el embargo durante la guerra. Tras estallar la crisis financiera, Alemania le acusó de esconder las fortunas de grandes oligarcas rusos.
En los últimos años, Chipre ha mejorado su transparencia, pero no forma parte de los países que participaron en las negociaciones de la OCDE, por lo que ni siquiera ha sellado el acuerdo.
El triunfo de la opacidad
Según el FMI, más de seis billones de euros se ocultan en paraísos fiscales de todo el mundo, gracias a sistemas turbios y reglas fiscales casi inexistentes. El organismo independiente Tax Justice Network (TJN) coloca a las islas Caimán, EE UU y Suiza en lo más alto de la lista de su Financial Secrecy Index, una clasificación que mide el grado de transparencia financiera.
Las Caimán, que pertenecen al Reino Unido, carecen de impuestos sobre la renta y las ganancias empresariales. Pese a ello, la UE ha dejado de considerarlas paraíso fiscal. En el caso de EE UU, pesan Estados como Delaware, que ha acabado teniendo domiciliados en su territorio a más empresas que ciudadanos gracias a su laxo sistema tributario. Suiza también estuvo incluida durante muchos años en la lista negra de Bruselas por su secretismo bancario. En cuarto lugar aparece Hong Kong, seguido por Singapur. Luxemburgo y los Países Bajos ocupan el sexto y el octavo puesto de la clasificación, que incluye 133 jurisdicciones.
Peláez explica que no existe una única lista de paraísos fiscales: cada Estado u organismo, como la UE o la OCDE, cuenta con la suya. “Pero las carácteristicas son las mismas: no se da información a nadie y no se pagan impuestos”, zanja. El inspector de Hacienda distingue entre tres distintos tipos de jurisdicción: países con elevados niveles de secretismo, los especializados en sociedades offshore como las Islas Vírgenes, y los casos de Países Bajos o Irlanda, que no se consideran paraísos fiscales, pero facilitan la elusión de miles de millones de euros: “No hay normas internacionales pensadas para evitar estas estructuras. Ese es el fallo”. También países cercanos a España como Andorra, o el encalve de Gibraltar, ofrecen tratamientos fiscales ventajosos tanto a empresas como a personas físicas.
Según TJN, los abusos fiscales no solo de las grandes empresas, sino de los contribuyentes más ricos, causan unos 360.000 millones en pérdidas directas para las arcas públicas nacionales. Unos 200.000 millones se deben al desvío de beneficios de las multinacionales; el resto a la ocultación de las fortunas de los más acaudalados. Según el organismo, el Reino Unido y sus territorios de ultramar, Países Bajos, Luxemburgo y Suiza participan en más de la mitad del abuso fiscal de las multinacionales a nivel mundial. Por eso, los ha apodado como el “eje de la evasión fiscal”.