Los misterios de la inflación
La solución a la desinflación no es levantar barreras para limitar la globalización y la desintermediación
Si el proverbial marciano bajara al planeta Tierra y le dieran un gráfico de la inflación subyacente de EE UU o de la eurozona, lo último que se le ocurriría es que la economía mundial había padecido la mayor crisis financiera desde la Gran Depresión y, unos años después, una pandemia global. Desde el 2004 hasta la primavera del 2021, la inflación subyacente en EE UU y en la eurozona ha fluctuado en una estrecha banda del 0 al 2,5%.
La estabilidad de la inflación ha sido impresionante —¿se acuerdan de los años 1970-80?—. La reacción inmediata sería aplaudir el éxito de la política monet...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Si el proverbial marciano bajara al planeta Tierra y le dieran un gráfico de la inflación subyacente de EE UU o de la eurozona, lo último que se le ocurriría es que la economía mundial había padecido la mayor crisis financiera desde la Gran Depresión y, unos años después, una pandemia global. Desde el 2004 hasta la primavera del 2021, la inflación subyacente en EE UU y en la eurozona ha fluctuado en una estrecha banda del 0 al 2,5%.
La estabilidad de la inflación ha sido impresionante —¿se acuerdan de los años 1970-80?—. La reacción inmediata sería aplaudir el éxito de la política monetaria, que habría actuado de manera eficaz para contrarrestar los shocks que han afectado a la economía. De la misma manera que un termostato regula la calefacción o el aire acondicionado para mantener la temperatura de una vivienda constante, haga frío o calor afuera, la política monetaria regula los tipos de interés y las compras de activos para que la inflación se mantenga estable.
Pero quizás no sea tan sencillo. Japón lleva desde mitad de los años 1990 con la inflación excesivamente baja, a pesar de sus repetidos intentos de aumentarla. La eurozona lleva dos décadas con la inflación encallada por debajo de su objetivo. La Fed ha cambiado su estrategia de política monetaria precisamente para evitar caer en la trampa de baja inflación de la eurozona. El termostato funciona, pero es mejorable.
La misteriosa estabilidad de la inflación es un fenómeno simétrico. Ha habido periodos en los que la inflación debería de haberse colapsado, como durante la crisis financiera. La caída de la actividad económica en 2008 fue muy superior a lo que anticiparon los modelos económicos, pero en comparación el IPC apenas se movió, rompiendo la relación entre actividad e inflación que se observaba antes de la crisis —y lo mismo se puede concluir durante la crisis de la covid—. Es lo que se ha denominado la “deflación desaparecida”. También ha habido periodos en los que la inflación ha aumentado menos de lo que se podría haber esperado —por ejemplo, cuando el desempleo en EE UU empezó a caer hasta niveles no vistos desde los años 1960 y la inflación apenas se inmutó—. Es lo que se ha denominado la “inflación desaparecida”.
Las posibles soluciones al misterio son varias. Es posible que, de verdad, la política económica se haya vuelto mucho más eficaz y creíble, y que se haya alcanzado la estabilidad de precios en el sentido que la definía Alan Greenspan: esa situación en la cual los ciudadanos ya no se preocupan de la inflación. Si el objetivo del 2% es creíble, todos los agentes económicos actúan bajo esa hipótesis y todo se ajusta de manera casi automática (la negociación salarial, la planificación empresarial, la definición de la política económica, todo asume un 2% de inflación) para que el objetivo se cumpla. Volviendo al ejemplo del termostato, la relación observada entre la temperatura externa y la interna desaparece, ya que el termostato se ajusta en cuanto varía la temperatura externa. Es un ejemplo de la llamada Ley de Goodhart, según la cual cuando una relación económica (por ejemplo, la relación entre el desempleo y la inflación) se convierte en un objetivo de política económica, la relación deja de observarse en los datos —precisamente porque la política económica actúa de manera anticipada y la neutraliza—.
La utilización de instrumentos de política monetaria que van mucho más allá de las subidas y bajadas de tipos de interés —la comunicación detallada de las intenciones de los bancos centrales, las compras de activos tanto públicos como privados, la provisión de liquidez a medio plazo, e incluso la gestión activa de los parámetros de la regulación financiera— ha contribuido de manera fundamental a la credibilidad de los objetivos de inflación. Imagínense un mundo desde 2007 sin compras de bonos ni provisión de liquidez. El desastre económico, y el colapso de la inflación, hubieran sido mayúsculos. Y ahora piensen en cuánto se criticaron estas actuaciones en su momento.
La credibilidad y la ambición de la política monetaria explicarían la estabilidad de la inflación. Pero no son suficientes para explicar el sesgo a la baja de los precios de las últimas décadas. Además de la irrupción de China en la economía mundial, una causa fundamental ha sido la globalización y la desintermediación de una parte cada vez mayor de la actividad económica, que aumenta la presión competitiva y limita la capacidad de aumentar precios. Piensen, por ejemplo, en el servicio del taxi. Hasta hace unos años era un servicio local, gestionado por un sistema de licencias que generaba barreras de entrada y cuya competencia eran el metro, los autobuses y los tranvías locales. De repente aparece una empresa en la costa oeste de EE UU que revoluciona la tecnología de la provisión del servicio de transporte local. Y de repente una aplicación del móvil ejerce una competencia feroz al servicio del taxi en todo el mundo. Trasladen el ejemplo al servicio de distribución local de bienes de consumo, la banca, las agencias de viajes, las inmobiliarias o las salas de cine. Toda actividad que sea susceptible de desintermediarse a través de una aplicación del móvil se enfrenta a una competencia efectiva potencialmente global. Y esto ha generado una potente y persistente presión desinflacionista que ha sorprendido a las autoridades económicas. A posteriori, se puede afirmar que la política económica debería de haber sido más expansiva.
La solución a esta presión desinflacionista no es levantar barreras para limitar la globalización y la desintermediación. Al fin y al cabo, este es el proceso por el cual aumenta la productividad y el crecimiento potencial, que son las claves del bienestar económico. Pero sí que se debe tener en cuenta a la hora de determinar el resto de políticas económicas. Esta presión desinflacionista conlleva unos tipos de interés más bajos y, por tanto, genera espacio fiscal para diseñar políticas, tanto de predistribución como de redistribución, que compensen a los afectados por esta globalización y desintermediación, aliviando la desigualdad económica que estas generan. Levantar barreras, como los aranceles comerciales —todavía en vigor en EE UU, no lo olvidemos— o las políticas industriales que favorecen la compra de productos nacionales —como el programa Made in America anunciado por el presidente Biden— es contraproducente, excepto en casos muy específicos de razones geoestratégicas o de seguridad nacional. La economía mundial se está reabriendo y la diferente velocidad de recuperación de la demanda y la oferta está generando dislocaciones y, en algunos sectores, un aumento transitorio de precios. Esto no es inflación; inflación es un aumento sostenido del nivel general de precios, y eso requiere aumentos de salarios nominales por encima de las expectativas del crecimiento de los precios, poco probables con tasas de desempleo todavía muy elevadas. Con las expectativas de inflación bien ancladas, el momento de controlar la inflación llegará cuando se haya recuperado el pleno empleo. O quizás persistirá el misterio y la inflación seguirá su senda de estabilidad.
En Twitter: @angelubide