“Somos la normalidad en la vida de mucha gente”
Anna Elias, panadera, lleva grabado en el cerebro que el pan es un alimento de primera necesidad
Lo último que le pasa por la cabeza a Anna Elias es apagar el horno. Al frente de una panadería familiar que va por la cuarta generación, lleva grabado en el cerebro que el pan es un alimento de primera necesidad. Y también sabe que el Forn Elias, en la calle Rogent de Barcelona, es más que un negocio. “En el barrio somos una institución”. Detrás del mostrador saben el nombre de todos los clientes. Conocen qué compra cada familia cada día de la semana. Sirven pan a los colegios del entorno. Y en Navidad, medio barrio baja a la panadería las cazuelas o cacerolas con pollos, pavos y guisos para ...
Lo último que le pasa por la cabeza a Anna Elias es apagar el horno. Al frente de una panadería familiar que va por la cuarta generación, lleva grabado en el cerebro que el pan es un alimento de primera necesidad. Y también sabe que el Forn Elias, en la calle Rogent de Barcelona, es más que un negocio. “En el barrio somos una institución”. Detrás del mostrador saben el nombre de todos los clientes. Conocen qué compra cada familia cada día de la semana. Sirven pan a los colegios del entorno. Y en Navidad, medio barrio baja a la panadería las cazuelas o cacerolas con pollos, pavos y guisos para cocerlos en su horno giratorio, de cinco metros de diámetro. Es de aquellos comercios donde los vecinos dejan tranquilos las llaves de su casa para que alguien las recoja.
Anna y su hijo Enric, desde el obrador, han afrontado la crisis del coronavirus con el oficio y la responsabilidad de siempre. Siguen haciendo pan con las medidas higiénico-sanitarias que toca, ahora más exigentes. Han adaptado la producción a las circunstancias: “La gente ha vuelto a pedir panes grandes, de kilo, y vienen solo dos veces a la semana”. Abren solo por la mañana: “Para evitar que la gente salga de casa más de lo imprescindible”. Y acercan panes a casa de los clientes mayores. “Son mujeres que pasaron la guerra con mis padres, que se resguardaban de las bombas en el mismo refugio”. Las mascarillas que utilizan los clientes durante la crisis han introducido otra novedad tras el mostrador: “No vemos la boca de la gente, hemos aprendido a leer las expresiones y las sonrisas en los ojos”.
Para proteger a los empleados y a los clientes, en la panadería decidieron hacer dos equipos y no coincidir entre ellos. Se turnan: un día trabajan unos, y al siguiente día descansan y trabajan los otros. La facturación ha caído un 40%, pero por ahora la jefa no se plantea tomar ninguna medida drástica: “Somos una familia, entre todos lo arreglaremos, en nada estamos haciendo cocas para las verbenas de verano”, dice optimista. Miedo no tiene, asegura. Pero de la tensión se le ha puesto un ojo rojo.
¿Y qué diría de todo esto Jaume, el patriarca, que falleció hace dos años? “Él diría que no hay para tanto, que pasar una guerra fue peor… aunque ahora no vemos al enemigo”, suspira la hija. A la pregunta de cuál ha sido la peor situación que ha afrontado el Forn Elias en su siglo de historia, Anna no duda: “El apagón que provocó el incendio de una subestación eléctrica del barrio. Cocimos todo el pan que pudimos con el calor que tenía el horno y lo regalamos”. “Lo de ahora es distinto, es como una película de ciencia-ficción y de alguna manera nos sentimos como heroínas, porque somos la normalidad en la vida de mucha gente. Y creo que hablo por la mayoría de panaderos artesanos”.
Desde el Gremio de Panaderos, su presidente, Jaume Bertran, coincide con Anna Elias en el papel de los panaderos, pero alerta de compañeros que “no hacen caja ni para pagar los sueldos”. “En casos de necesidad los panaderos siempre hemos estado en primera fila. Para bien y para mal hemos aguantado, no todos los oficios tienen este talante, pero una cosa es como nos sentimos y otra como estamos a nivel empresarial o el miedo que pueden tener algunos empleados de tener que trabajar, que es comprensible”. Bertran explica que las panaderías de barrio, con clientela fija y de proximidad son las que mejor están aguantando. Peor les va a las del centro –porque está desierto y hay pocos vecinos—, las que tienen zona de cafetería, que aportaba el grueso de la facturación, o las que servían a restaurantes. También han cerrado buena parte de las panaderías industriales, que no tienen obrador y se limitan a acabar de cocer el género.