CON GUANTES

Sueños

En un mundo ideal, la política tal y como la conocemos no tendría sentido, pues cada hombre se ajustaría a su función y seríamos todos engranajes apropiados dentro de una maquinaria perfecta. Ni siquiera esos enigmáticos tecnócratas que al parecer amenazan con zamparse a los políticos que no son buenos serían necesarios, ya que no habría nada que corregir en la trayectoria exacta de nosotros mismos. A nadie se le escapa, sin embargo, que no ha existido nunca un mundo ideal y que, desde luego, este dista de serlo y que, por tanto, casi ninguno de nosotros se engrana bien del todo en la nada per...

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En un mundo ideal, la política tal y como la conocemos no tendría sentido, pues cada hombre se ajustaría a su función y seríamos todos engranajes apropiados dentro de una maquinaria perfecta. Ni siquiera esos enigmáticos tecnócratas que al parecer amenazan con zamparse a los políticos que no son buenos serían necesarios, ya que no habría nada que corregir en la trayectoria exacta de nosotros mismos. A nadie se le escapa, sin embargo, que no ha existido nunca un mundo ideal y que, desde luego, este dista de serlo y que, por tanto, casi ninguno de nosotros se engrana bien del todo en la nada perfecta maquinaria que a duras penas nos sujeta.

Así las cosas, la política que tanto nos estorba parece necesaria a la hora de ajustar las trayectorias nada exactas de nosotros mismos. El asunto sería entonces tratar de vislumbrar cuánta política es demasiada y cuánta resulta insuficiente. En el viejo ideario americano, la injerencia del Estado en los asuntos comunes debía ser mínima y el ciudadano tendría que disponer de los suficientes mecanismos de control para evitar la presencia abusiva del Gobierno en todos y cada uno de los asuntos que le incumben y en aquellas empresas que decida iniciar. Frente a esta utopía de libertad personal contra el monstruo de lo público, las revoluciones, que en el mundo han pretendido con frecuencia organizar el funcionamiento de lo común según patrones de pensamiento obligatorio basados en el principio del individuo-niño al que hay que cuidar por encima de sus deseos para protegerle de sí mismo y por el bien de la comunidad. De ahí que las corrientes más aparentemente rebeldes tiendan a imponer su idea de lo bueno con una batería de prohibiciones enmascaradas como ideales más altos y altruistas a las que a menudo y forzando el eufemismo se les viene a llamar sueños. No es extraño encontrar en las pancartas escritas a mano de esas encantadoras revoluciones mensajes destinados a la unificación de los sueños como si el hecho de soñar fuese de por sí suficiente como para desmontar cualquier otro principio al que este o aquel ciudadano tenga a bien agarrarse en la tarea de construir su presente y su futuro.

"Nadie va a soñar por nosotros, ni políticos, ni tecnócratas, ni rebeldes idealistas"

Cuando se ataca así el orden de las cosas, se supone la beatificación del desorden como primer paso para la construcción de un orden nuevo que por mera oposición se concibe a sí mismo y sin pruebas, mejor que cualquier organigrama establecido. Frente a la relevancia y la hermosura de estos sueños, la tarea de perfeccionar y corregir un sistema parece un trabajo arduo y falto de estatura ideológica que suele despacharse con el despectivo término de burocracia. Es, por tanto, muy lógico que sean precisamente los sueños peor concebidos los que atrapen más y mejor el entusiasmo de las masas, sobre todo de aquellos que por una u otra razón se sienten fuera del sistema, castigados o ignorados bajo el peso de la estructura del Estado. Bien es cierto que en tiempos de fracaso de lo común, cualquier soplo de aire nuevo, o presentado como tal, tiene un aroma romántico que, si bien puede no ser suficiente para agitar las velas de un proyecto firme, sí sirve al menos para aliviar la pesadumbre y la desesperanza, por más que no asegure realmente una mejora en el funcionamiento colectivo.

Bien harían aquellos a quienes toca la difícil responsabilidad de gestionar la situación tan delicada a la que nos enfrentamos en aparcar por el momento la palabra sueño para mejor cumplimiento de sus obligaciones reales y en recordar las realidades esenciales ya logradas a la hora de establecer los parámetros de acción que tras palabras como austeridad y esfuerzo no deberían esconder recortes inhumanos en aquellas parcelas que aseguran nuestra dignidad y nuestros derechos elementales.

Y bien haríamos, creo, nosotros los ciudadanos en ser a la vez vigilantes y actores efectivos de nuestro progreso. Al fin y al cabo, nadie va a soñar por nosotros, como nadie va a esforzarse por nosotros, y ni políticos, ni tecnócratas, ni rebeldes idealistas van a construir algo que sólo nuestras manos pueden construir.

Volviendo a ese mundo ideal con el que empezaba, bastaría aquí con sujetar un mundo aceptable en el que el Gobierno se ocupase de sus cosas y nos dejase a los demás encarar la dura tarea de las nuestras.

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