Reportaje:

Crisis europeas de 'El gran macabro'

El Liceo estrena en España la ópera de Ligeti en un montaje de la Fura dels Baus presidido por la imagen gigantesca de la cantante Claudia Schneider

Si un título operístico está ligado a las sucesivas crisis que ha padecido la vieja Europa a lo largo del siglo XX, este bien podría ser El gran macabro, única incursión lírica de György Ligeti (1923-2006), que sube a escena mañana en el Liceo de Barcelona, en el estreno español del título. Crisis en primer lugar de la pieza teatral que dio pie a la ópera, La balada del gran macabro, obra del dramaturgo belga Michel de Ghelderode (1898-1962), alias artístico de Adhémar Adolphe Louis Martens. Estrenada en 1934, esta gran farsa sobre la muerte colectiva y el fin del mundo bien podí...

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Si un título operístico está ligado a las sucesivas crisis que ha padecido la vieja Europa a lo largo del siglo XX, este bien podría ser El gran macabro, única incursión lírica de György Ligeti (1923-2006), que sube a escena mañana en el Liceo de Barcelona, en el estreno español del título. Crisis en primer lugar de la pieza teatral que dio pie a la ópera, La balada del gran macabro, obra del dramaturgo belga Michel de Ghelderode (1898-1962), alias artístico de Adhémar Adolphe Louis Martens. Estrenada en 1934, esta gran farsa sobre la muerte colectiva y el fin del mundo bien podía entenderse como inspirada premonición del horror nazi que de forma tan angustiosa marcó poco después la biografía de Ligeti: nacido en una familia de judíos húngaros, el compositor fue deportado en 1944 y perdió a toda su familia -salvo a la madre, milagrosamente- entre los campos de Bergen-Belsen, Auschwitz y Mauthausen. Más tarde le tocó huir también del totalitarismo estalinista.

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La siguiente crisis a la que es obligado referirse en el caso de esta ópera es la del petróleo, de principios de la década de los setenta, que es cuando el compositor decidió atender al encargo de escribir una pieza para la Ópera Real de Estocolmo, donde se estrenó, con el texto en sueco, el 12 de abril de 1978. Por entonces Ligeti se había consagrado ya como una de las voces independientes más singulares de la vanguardia europea, en buena medida gracias a la utilización que el director de cine Stanley Kubrick hizo de varias de sus piezas en 2001: Una odisea en el espacio (utilización, por cierto, sin autorización previa, motivo por el que los dos artistas pleitearon: ganó Ligeti, el cual sin embargo siempre se mostró satisfecho del trabajo de Kubrick).

El actual montaje, dirigido por Àlex Ollé junto con Valentina Carrasco, una de las marcas de la La Fura dels Baus para la cosa lírica -la otra la encabeza Carlus Padrissa, titular de El anillo del Nibelungo presentada en Valencia-, nace al calor de la crisis del sector inmobiliario, cuando el Liceo, consorciado con el teatro La Monnaie, le hace el encargo para estrenar en Bruselas en marzo de 2009. Recibida con los mejores elogios de la crítica internacional, llega ahora a España tras haber girado por Londres, Roma, Buenos Aires y Adelaida.

Ollé no duda en comparar el frenesí actual de La Fura con el de los rompedores inicios de la compañía: "Lo que nos está ocurriendo ahora con la ópera es lo mismo que nos pasó a mitad de la década de los ochenta con el teatro. Una locura". En los últimos siete meses apenas ha podido poner los pies en casa, entre La Scala, la Ópera de Lyon, el Bolshói de Moscú y Bruselas (donde el mes pasado se estrenó además el Oedipe de Enescu, segundo título del acuerdo Liceo-La Monnaie). Y para enero-febrero próximos atienden dos verdis mayores: Ballo in maschera para Sidney y Macbeth nada menos que en La Scala. "Estoy físicamente agotado", confiesa Ollé. Tanto, que probablemente declinará realizar para Verona el próximo verano una auténtica perita en dulce: Aída, el título estrella de las arenas romanas.

En el origen de todo este frenesí de La Fura hay una figura capital: Gerard Mortier, actual responsable del Teatro Real, quien, tras ver la Atlántida de Falla en el Festival de Granada de 1995, llamó a la compañía para estrenar en Salzburgo, cuatro años más tarde, La condenación de Fausto, de Berlioz. "Con esa obra descubrimos nuestra conexión con el mundo de la música, nos abrió el camino de la ópera". Una colaboración que continúa siendo fructífera, como ha demostrado el Mahagonny de la pasada temporada madrileña.

Centrándonos en el montaje liceísta, ¿a qué viene esa mujer imponente que señorea la escena? "El gran macabro habla de la muerte como un hecho colectivo, como una amenaza metafórica contra la que hay que reaccionar con la vida. Necesitábamos identificar físicamente esa muerte, darle un rostro reconocible. Y poco a poco tomó el aspecto de Claudia Schneider, la cantante-fetiche de las óperas de Carles Santos", explica Ollé. "Influyó también un cuadro de pintor anónimo de la época de Brueghel el Viejo que yo había visto recientemente", añade por su parte Alfons Flores, responsable de la escenografía, "y que representaba una casa que era a la vez el rostro de una mujer hundido en el paisaje. Esa imagen, junto con la antropomorfización del hotel Chelsea realizada por Andy Warhol, acabaron cuajando en la figura de esta mujer, que es como una gran falla grandguiñolesca".

La referencia a Brueghel no es baladí. El libreto sitúa la acción en el Principado de Brueghelland, el imaginario país del autor de El triunfo de la muerte (1562), conservado en el Museo del Prado. "La historia que se explica es una tragedia, pero tratada de manera bufa, en el fondo lo que se perfila es un gran cachondeo sobre el fin del mundo. Al final de la ópera incluso se da una receta para salir de la crisis", concluye Ollé. El sexteto conclusivo, en efecto, anima: "No temáis a la muerte, buena gente, llegará pero no ahora. Suena la hora y las campanas tocan a muerto, vivid hasta entonces en la alegría". La verdad es que en épocas de crisis, Europa siempre ha producido su mejor arte.

Alfons Flores, Valentina Carrasco y Àlex Ollé, ante la escultura de la cantante Claudia Schneider.CONSUELO BAUTISTA
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