CON GUANTES

Detestable

No estaba tan claro que lo fuera, pero la palabra le daba vueltas en la cabeza, iba y venía como un boxeador inagotable que sólo pareciera encontrar descanso entre los brazos de su oponente. Por más que trataba de separar esa palabra de su mente, esta volvía una y otra vez, sin descanso, a la pelea. Se hartó de dar manotazos al aire y le pidió al árbitro de su imaginación que obligase a su enemigo a respetar las reglas. ¡Clinch! Le gritó al juez invisible, denunciando la vieja maniobra falsamente defensiva. En el noble arte de las doce cuerdas, un púgil agotado utiliza el ...

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No estaba tan claro que lo fuera, pero la palabra le daba vueltas en la cabeza, iba y venía como un boxeador inagotable que sólo pareciera encontrar descanso entre los brazos de su oponente. Por más que trataba de separar esa palabra de su mente, esta volvía una y otra vez, sin descanso, a la pelea. Se hartó de dar manotazos al aire y le pidió al árbitro de su imaginación que obligase a su enemigo a respetar las reglas. ¡Clinch! Le gritó al juez invisible, denunciando la vieja maniobra falsamente defensiva. En el noble arte de las doce cuerdas, un púgil agotado utiliza el clinch, que no es otra cosa que un abrazo, para romper el momentum de su contrincante, reponer fuerzas y diseñar un nuevo ataque. Y de esa misma manera la dichosa palabra. Detestable le abrazaba a él, mientras ideaba una táctica para la victoria final. Por supuesto que lo que él pretendía era alejar ese insulto lo suficiente como para que volviera a estar al alcance de sus golpes, y tal vez por eso la palabra le abrazaba, tratando de evitarlo.

"¿Podría ser que, sin darse cuenta, su personalidad hubiese alcanzado ese grado?"

Había entrado en el bar para no pensar, precisamente, en la palabra detestable y, en cambio, no conseguía pensar ninguna otra cosa, lo que hacía el gasto inútil y el whisky estéril. Más le valdría estar bebiendo agua, así al menos no tendría nada de que arrepentirse al día siguiente, pero ya era tarde para eso, así que decidió coger el toro por los cuernos y abrazarse él también al insulto que le traía de cabeza. Detestable.

¿Podría ser que sin darse cuenta su personalidad hubiese alcanzado ese grado? Y en caso afirmativo, ¿cuándo empezó esa deriva?

Nadie en su sano juicio se propone ser detestable, por lo cual, de ser cierto que él lo fuera, no se trataba tanto de un error voluntario como de una inclinación natural, una vez queda descartado que alguien acceda al grado de lo detestable por simple descuido.

Así las cosas, suponiendo que estuviese probado que lo era, ¿cómo había llegado a serlo exactamente y por qué?

Tampoco se le escapaba que tal consideración incluye, si no obligatoriamente, sí con frecuencia, el criterio de los otros. Si bien es cierto que uno puede con todo derecho detestarse a sí mismo, no lo es menos que a menudo, en el arduo asunto de detestar, son los otros los primeros en enterarse y el sujeto a detestar, es decir, el detestable o detestado, el último en enterarse.

Cuántas veces sale alguien de una cena, o una reunión social, convencido del afecto de sus pares para enterarse después de que ha sido detestado. O, al contrario, cuántas veces despedimos a alguien con una sonrisa y hasta un abrazo o un beso, para añadir en cuanto ha salido por la puerta: qué detestable. Tal vez no dicho así, con todas su letras, pero sí escondiendo ese pegajoso insulto tras sus cortinas habituales: el rechazo, el sarcasmo, el desprecio o esa forma de humillación tan altanera que se da en llamar conmiseración.

Y no es que él no fuera tan capaz como cualquiera de dejar pasar un insulto, o de dejar rodar un golpe, como se dice en boxeo, sino que pretendía de veras saber si algo, por pequeño que fuera, había de cierto en la ofensa, si al fin y a la postre estaba más cerca de lo detestable de lo que hubiera nunca imaginado.

Ahora bien, ¿cómo demostrarse a sí mismo cuán detestable era, o si lo era?

A poco que uno no esté decididamente loco, el instinto de supervivencia nos protege de tales juicios sumarios, y quién más, quién menos, y por mucho que lo ocultemos bajo las faldas de la falsa humildad, todos nos tenemos cierta simpatía.

¿A quién preguntar entonces? No a aquel que nos insultó, claro está, pues esa opinión ya la tenemos, ni tampoco a aquellos cuyo amor y fidelidad o incluso admiración damos por segura, pues no conseguiríamos de quien nos quiere sino un juicio subjetivo, corrompido por el afecto. Los familiares, por una razón similar o por su contraria, tampoco servirían para formar el cuerpo de un jurado imparcial, ya que entre las familias hay tantos rencores como entusiasmos y tan extrañamente anudados, que lo más sensato (cuando no queda más remedio que tratar con la familia) es dirigir toda la conversación hacia asuntos culinarios o médicos y dejarse de profundizar en lo que los unos pudiéramos llegar a pensar o haber pensado en su día de los otros.

La ayuda profesional tampoco ofrecía demasiadas garantías, ya que es raro, por no decir que es imposible, que un analista profesional nos considere detestables, así sin más, y de hacerlo se guardaría muy mucho de decirlo, pues, al fin y al cabo, su propio salario estaría en el aire.

En fin, que como estaba en un bar se atrevió a preguntarle al camarero.

-¿Me considera usted detestable?, preguntó.

-No especialmente, contestó el buen hombre, antes de atender al siguiente imbécil de la barra.

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