PERDONEN QUE NO ME LEVANTE

Un encuentro con Montse

Hay días en que uno no se centra. Y eso descentra mucho a alguien que, en general, consigue mantenerse razonablemente centrada, dentro de un caos.

Mi caos personal, que más o menos controlo, esa mañana se veía alterado por un asunto secundario y banal, pero que cuando se produce resulta desconcertante: la desazón del cuerpo. Nada relacionado con la salud y nada relacionado, tampoco, con las hormonas. Tenía que ver con el tiempo y con la ropa. Era como tener la indecisión en las tetas. Mi cuerpo iba rechazando sucesivamente esa blusa, ese suéter, esa camiseta. ¡Maldición! Desde que soy m...

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Hay días en que uno no se centra. Y eso descentra mucho a alguien que, en general, consigue mantenerse razonablemente centrada, dentro de un caos.

Mi caos personal, que más o menos controlo, esa mañana se veía alterado por un asunto secundario y banal, pero que cuando se produce resulta desconcertante: la desazón del cuerpo. Nada relacionado con la salud y nada relacionado, tampoco, con las hormonas. Tenía que ver con el tiempo y con la ropa. Era como tener la indecisión en las tetas. Mi cuerpo iba rechazando sucesivamente esa blusa, ese suéter, esa camiseta. ¡Maldición! Desde que soy mayor, estar a gusto con lo que me pongo forma parte de mis pequeños placeres y es una oportunidad para combinar colores a la que suelo sacar bastante partido, considerando que no soy Renoir. Esa mañana, la paleta se desleía. Por fin encontré una prenda que parecía creada para el clima que viene y va, color naranja para los ratos de sol y mangas muy largas para las ráfagas de aire frío y los nubarrones. Más o menos satisfecha me fui a la calle. Naturalmente llevaba algo más: pantalones.

Fue la Julieta más bella. Aquel papel provocaba una ternura hipnótica"

Eso fue un error. Me apretaban en la cintura, y eso hizo que la indecisión, que ya había abandonado mis tetas, se instalara justo ahí, en donde la cinturilla se me clavaba. Ay, quién tuviera las hechuras de un Francisco Camps, me dije. Para hoy te iba mejor un vestido suelto. Pero llegaba tarde a una cita con una chica y un chico del Moviment R (son tres R: Reduce, Repara, Recicla; una iniciativa medioambiental muy interesante y paciente; están en la Red), y seguí con el descentrado a cuestas.

Al terminar la muy agradable entrevista me pasé por donde Rosa, que lleva mi óptica predilecta, y empezamos a hablar de la crisis. "Es el mes de hacer la declaración de renta", dijo ella, a modo de explicación sobre lo vacías que están las tiendas del barrio. Qué le vamos a hacer. ¿Un cavita? Rosa, que es muy sabia, siempre tiene una botella de cava Mascaró puesta a enfriar y, qué demonios, eran más de las dos.

Entonces llegó la luz. No con el cava, sino con la repentina aparición, en la acera, de una ilustre vecina. Caminaba Montserrat Carulla -tantas pelis, tantas obras de teatro, tanta tele: la madre de José Sancho en Crematorio, por nombrar algo reciente- como siempre hace ella. Luminosa. Vestida de blanco, pantalón y camisa, y debajo, una camiseta con dibujos infantiles. Divertida. A gusto consigo misma. La llamamos a gritos: "¡Te necesitamos!".

Entró. Cambió el fario. Habló del magnífico equipo de la película que acaba de hacer en Euskadi, de lo tristes que se sintieron todos cuando terminó el rodaje. Estaba preciosa. Una mujer mayor (nació en 1930), muy guapa y, lo mejor de todo, plena de energía y vitalidad. Siempre que nos encontramos le recuerdo que la vi por primera vez en el 62, en el escenario del Romea. Fue la Julieta más bella que he contemplado en mi vida, "tan alta y tan rubia". "No tan alta", me corrigió. "Pero en el escenario me crecía". Es verdad: su talento multiplicaba su belleza, que en aquel papel provocaba una ternura hipnótica.

Ahora que ya las dos somos, sin discusión, más bajitas de lo que éramos por entonces, nos tropezamos en el Eixample, nuestro barrio, de vez en cuando. Y sigo viendo en ella a Julieta y a los mil personajes más que ha encarnado desde entonces y que la han convertido en tan cercana como admirable. Veo también en ella a Vicky Peña, esa extraordinaria actriz que es su hija, y veo al actor Felipe Peña, que fue su marido y un doblador mítico: recuerden la voz española de Burt Lancaster, por nombrar sólo uno de sus trabajos.

Me gusta hablar de ella y de los suyos, y de este último encuentro. De su airosa cabeza, de sus andares, del impulso que toma al abrir la puerta y salir a la calle, como si la acabara de inaugurar.

No creo en los ángeles, pero sí en las personas que aparecen de repente y te dan el cambiazo. ¿Día tonto? ¡Ni lo sueñes! Tengo otros planes para ti.

www.marujatorres.com

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