CON GUANTES

Cerca del parque de Shiba

No pensé en volver a Tokio, sin duda lo deseaba, pero no entraba en mis planes. Tokio me quedaba muy lejos en más de un sentido, pero aquí estoy. Caminando por las mismas calles casi veinte años después. Regresar es ser otro distinto y el de antes, se toma conciencia del tiempo transcurrido, de las extrañas reformas que va sufriendo el negocio de uno mismo. La gente es mucho más amable de lo que recordaba, o tal vez yo he aprendido a prestar atención con los años, a escuchar, a mirar sin miedo, a vivir al fin y al cabo. Si entonces me pareció una ciudad hermética, vislumbrada apenas tras un cr...

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No pensé en volver a Tokio, sin duda lo deseaba, pero no entraba en mis planes. Tokio me quedaba muy lejos en más de un sentido, pero aquí estoy. Caminando por las mismas calles casi veinte años después. Regresar es ser otro distinto y el de antes, se toma conciencia del tiempo transcurrido, de las extrañas reformas que va sufriendo el negocio de uno mismo. La gente es mucho más amable de lo que recordaba, o tal vez yo he aprendido a prestar atención con los años, a escuchar, a mirar sin miedo, a vivir al fin y al cabo. Si entonces me pareció una ciudad hermética, vislumbrada apenas tras un cristal empañado, ahora la encuentro sensata, abierta, casi dulce. Supongo que no es la ciudad la que se ha transformado, la mayor parte de lo que recuerdo permanece igual y sin embargo hasta caminar es diferente. Es evidente que soy más otro de lo que imaginaba, o que tal vez soy ya otro del todo. La noche anterior se alargó en una pequeña taberna, donde se comía muy decentemente y se bebía aún mejor y se fumaba, entre trabajadores y pequeños negociantes del barrio que orilla el Shiba Park. Es un barrio animado, pero tranquilo, en el que no es fácil ver muchos extranjeros. A cierta hora, los camareros que parecen ser los dueños cierran las puertecitas de madera y no tienen prisa por irse a casa. Se sientan en la barra y alternan con los clientes de las tres mesas ocupadas, que son todas las mesas que tienen. Hablamos, algo de inglés, algo de español, mi japonés no da para casi nada. Pero lo poco que sé decir lo entienden, Real Madrid, Raúl, Messi, Ronaldo, Xavi, Guardiola... incluso niño Torres, aunque ellos dicen niño. Se puede cruzar el mundo y hacer amigos con tal de que uno sea capaz de recordar seis o siete alineaciones. Nos reímos sin saber bien de qué, nos reímos mucho, corre el sake, vuelvo al hotel dando tumbos como el anciano de Historia de Tokio, de Ozu, y, como él, voy cantando solo. Recuerdo aquella película de Sofía Coppola y decido que tal vez ella no había estado nunca en Tokio, la gente de por aquí puede ser cualquier cosa menos bufones. Se comportan con enorme dignidad y elegancia, hasta en la juerga. Se inclinan para establecer un sistema de respeto, no humillan ni son fácilmente humillados. En fin, cada uno va y ve la feria a su manera.

"Si me pareció una ciudad hermética, ahora la encuentro sensata, casi dulce"

Por la mañana, el novelista Haruki Murakami (el motivo de mi visita) me dice que nunca pensó que Tokio sería su casa, pero que desde hace tiempo es el lugar de su escritura. Paseamos por un delicado jardín y jugamos con las carpas del estanque.

Por la tarde me pierdo por calles que nunca antes había visto, me siento en un café y leo un libro de Jack London, uno que no pudo terminar, la muerte al parecer tenía otros planes. Se llama Asesinatos, S. L. Empieza a anochecer. Jack London es la clase de escritor que todos los escritores querríamos haber sido. Escritores que viven. Desgraciadamente no siempre puede ser uno lo que querría ser. A veces hay que conformarse mientras se considera si aún existe la posibilidad de rebelarse, o si esa oportunidad ya la hemos perdido para siempre.

Para la cena vuelvo a la pequeña taberna, en los viajes cortos me gusta imponer una rutina artificial, crear fidelidades nuevas, hacerme con un lugar propio entre lo extraño. Mis nuevos mejores amigos me facilitan enormemente esa tarea. Saludos al entrar, bromas durante la cena, de nuevo las puertas de madera se cierran y sigue la pequeña fiesta de ayer. Los clientes son los mismos. Los nombres de los futbolistas se repiten y surgen otros nuevos, de la Premier League, del Calcio... Uno de los camareros me cuenta su reciente separación matrimonial, me han encerrado fuera, me dice, ya no tengo casa, a pesar del mal trago el hombre lo lleva con sorprendente alegría, ¡empieza otra vida! Lo grita varias veces como quien intenta convencerse. Nos despedimos sin tristeza aun a sabiendas de que nunca volveremos a vernos. De nuevo vuelvo cantando como el anciano de una historia largamente recordada, que tal vez sí es, después de todo y por fin, la mía.

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