CON GUANTES

Se vende

Puso a la venta sus mejores cuadros, que resultaron no ser tan valiosos como le habían dicho al comprarlos. No es que le hubiesen engañado, es que su estado de ánimo, al parecer, afectaba sin remedio al mercado. El deseo y la urgencia son los dos tiranos que marcan el precio de las cosas. Su deseo y su urgencia habían elevado, ayer, el precio de las obras de arte que decoraban su casa, y su deseo y su urgencia por venderlas, ahora, rebajaban lógicamente el precio. Era la distancia entre el entusiasmo de ese antes y el miedo de este ahora la que cercenaba su inversión. Un mercado nervioso, como...

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Puso a la venta sus mejores cuadros, que resultaron no ser tan valiosos como le habían dicho al comprarlos. No es que le hubiesen engañado, es que su estado de ánimo, al parecer, afectaba sin remedio al mercado. El deseo y la urgencia son los dos tiranos que marcan el precio de las cosas. Su deseo y su urgencia habían elevado, ayer, el precio de las obras de arte que decoraban su casa, y su deseo y su urgencia por venderlas, ahora, rebajaban lógicamente el precio. Era la distancia entre el entusiasmo de ese antes y el miedo de este ahora la que cercenaba su inversión. Un mercado nervioso, como le había recordado su asesor artístico, extorsiona al comprador y maltrata al vendedor. Él se había mostrado ansioso por comprar y ahora estaba ansioso por vender, y ambos estados de ánimo, inseguros y por tanto arbitrarios, penalizaban sus intereses. Sin ir más lejos, la joya de su pequeña colección, Las crisálidas de Radomir Payne, de pronto ya no valían casi nada, y la culpa no era de Radomir Payne, el fabuloso artista, ni de su asesor o su galerista, sino suya. Eran sus nervios los que agitaban a favor y en contra las velas del mercado. Él y otros como él eran la brisa, y su dirección, el barlovento, el sotavento y la tormenta. Él y otros como él eran los responsables de la travesía y los responsables inequívocos del naufragio.

Se encontró así enfrentado con una figura que no hubiese imaginado en tiempos mejores, la del comprador culpable. Al fin y a la postre, él le había puesto un precio desorbitado a Las crisálidas de Payne con su urgencia por adquirirlas, y él lo estaba destruyendo ahora con su urgencia por desprenderse de ellas.

Soy un comprador culpable, se dijo, mirando sus hermosas crisálidas, que de pronto le parecieron menos hermosas de lo que en un principio había imaginado.

Estudiemos el caso con más detenimiento.

Las crisálidas de Payne saltaron a la fama en la bienal del Museo Zanzíbar de 2004, y fueron destacadas de manera inmediata entre el resto de la obra emergente, gracias a una reseña de la prestigiosa revista Artreview Express firmada nada más ni nada menos que por Sergey Ravenford, lo que condujo inexorablemente a una compra por parte de la Fundación Kratzenberg con sede en Suiza que marcó de manera definitiva la obra de Radomir Payne con el marchamo de inversión urgente, "caliente" en el argot artístico-financiero, ya que su precio no podría, después de una compra de tal envergadura, sino subir en un periodo muy corto de tiempo, la clase de periodo acelerado que encarece la compra hora tras hora y que en cuestión de semanas puede transformar a un artista prometedor en un artista inaccesible.

Las Crisálidas de Payne, por su parte, no tenían culpa alguna, su descaro en el uso del color y las aventuras libertarias de sus formas, preñadas de promesas sin por ello renunciar al respeto por las más sagradas tradiciones pictóricas (cito de memoria la reseña de Ravenford), seguían intactas, y su valor intrínseco no había variado, era su precio lo que se había desmoronado. Por culpa, claro está, del comprador culpable.

El comprador, sabiéndose culpable, se quitó la ropa, se dio un baño de espuma y se puso el albornoz, después se sirvió una copa de vino y se sentó a mirar su pequeña colección de arte, apenas cinco piezas de valor aparte de las dos esplendorosas crisálidas. Se sintió un tanto decepcionado por el fruto de sus inversiones, pero a quién echarle la culpa si eran todos inocentes menos él.

Terminó su copa de vino y decidió abandonar el mercado del arte de una vez por todas y jugarse lo poco que le quedaba de fortuna en las carreras de galgos.

Enseguida fue informado por su asesor de que el último canódromo de España, el Canódromo Meridiana en Barcelona, había cerrado sus puertas en 2006 (poco después de que comprase a un precio abusivo las malditas crisálidas), por culpa de una demanda de la organización pro defensa de los animales SOS Galgos, y convertido desde el año 2009 en un centro de arte contemporáneo.

Otra siniestra broma del destino.

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