Reportaje:RELOJES

Una adicción exclusiva

A Santiago le da morbo la exclusividad. Por eso compra y vende relojes para comprar otros. Es un círculo vicioso. Comprar, vender. Éste es Santiago Martínez: un joven de 31 años, bien conectado, que trabaja en el mundo de la moda, que no ve el lujo como algo extraño. Viaja, acude a ferias de antigüedades, escudriña los arsenales de los coleccionistas y busca por Internet. "Es así como compro mis Patek de segunda mano", confiesa. De momento se ha hecho con tres, pero siempre anda echándole el ojo a otros. Santiago tiene su propia filosofía: "Cada uno es especial. Son obras de arte en miniatura....

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A Santiago le da morbo la exclusividad. Por eso compra y vende relojes para comprar otros. Es un círculo vicioso. Comprar, vender. Éste es Santiago Martínez: un joven de 31 años, bien conectado, que trabaja en el mundo de la moda, que no ve el lujo como algo extraño. Viaja, acude a ferias de antigüedades, escudriña los arsenales de los coleccionistas y busca por Internet. "Es así como compro mis Patek de segunda mano", confiesa. De momento se ha hecho con tres, pero siempre anda echándole el ojo a otros. Santiago tiene su propia filosofía: "Cada uno es especial. Son obras de arte en miniatura. Los picassos de la relojería. Las tiradas de cada modelo son muy cortas y eso acrecienta el interés y el prestigio. No sé, yo soy muy curioso… Detrás de cada Patek hay años de investigación. Siempre me pregunto por qué unas cosas tan pequeñas son tan caras. Se pagan verdaderas animaladas". Santiago se dice adicto.

Los tiempos de creación de un Patek pueden ser de hasta nueve años. Y hay listas de espera de tres y cuatro
Se lijan piezas tan pequeñas que el trabajador sólo puede saber el punto exacto del acabado por el sonido

Patek es Patek Philippe. Y ya con esto se ha dicho bastante para mucha gente: la firma de relojes fetiche de Ginebra que lleva 171 años fabricando lujo para las muñecas de hombres (sobre todo hombres) y mujeres que no son cualquiera. Siete mil euros es el precio más bajo. No está al alcance de todos. (Por eso, Santiago, el aprendiz de coleccionista, los compra de segunda mano, todo un mercado alrededor de la firma). Aun así, se venden 40.000 piezas al año en España y Portugal. En todo el mundo existen 500 puntos de venta elegidos meticulosamente por su ambiente refinado. Más de 70 países. Y la lista de espera para acceder a un Patek es de tres o cuatro años. En la compañía dicen que no les gusta hacer esperar a sus clientes, pero los tiempos de creación de un reloj van desde los nueve meses hasta los nueve años. A veces están desbordados. Pero a los clientes les merece la pena esperar, pagar y lucir lo que otros no pueden.

Tiene que haber truco, pensará más de uno. ¿A cuento de qué tanta obsesión? La idiosincrasia de la marca se entiende en la fábrica de Ginebra, un edificio nuevo de tonos grises. Ni muy suntuoso ni demasiado innovador. Es la seña de la casa desde que dos inmigrantes polacos, Antoine Norbert de Patek y Françoise Czapek, unieron fuerzas en 1839. Cinco años más tarde entró en acción el relojero Adrien Philippe y Czapek se marchó para montar un negocio por su cuenta. Igual se arrepintió. Fue el inicio de una empresa de artesanía donde actualmente trabajan 1.300 empleados que fabrican diez millones de componentes al año, entre piñones, platinas y ruedas. La tradición, al parecer, sigue mandando. "Cada Patek es el fruto de una labor muy meticulosa de un gran número de artesanos. Es la expresión de su talento", enfatiza John Vergotti, director general de la marca en España, levantando los brazos teatralmente.

Al estómago de Patek se accede por varias puertas anodinas. Se cruzan y hay ruido, cables, aceite que fluye por tubos, trabajadores con camisas azules que ordenan a las máquinas. Esto parece más un laboratorio. Stephen es un ingeniero rubio, con barba, que lleva 21 años quemándose los ojos en Patek. Hace piezas pequeñas, pequeñísimas, para los relojes. "Me encanta enseñar ésta", sonríe. Toma una pinza y deposita una en la mano del visitante, donde se pierde entre dobleces. Tiene 1,5 milímetros de diámetro. Es una aguja que equilibra el eje de un cronógrafo. Stephen la ideó después de horas partiéndose la cabeza. Encontró la solución para no rayar la esfera del aparato. En Patek están orgullosos de su departamento de investigación y desarrollo. "Aumentamos, siempre que nos sea posible, nuestros criterios de fiabilidad y de calidad, lo que nos limita en las cantidades que producimos", recalca Vergotti. "De ahí resulta la percepción pública de que somos exclusivos". Y a eso se une que Patek es de las pocas casas que reparan las piezas rotas de sus clientes, incluso las más antiguas. Guardan todas las piezas. Su personal sabe resucitarlas.

Ese esmero lo conoce el cliente habitual. Por Internet pululan foros de coleccionistas y fanáticos que exponen fotos de sus colecciones de Patek ordenados por referencias, modelos o rarezas, como el acento de Genève (Ginebra en francés). "Hay algunos que incluso customizan sus relojes como si fueran modelos de alta costura posando en plan pasarela", se ríe Santiago. "Es un mundo muy freak".

Correas de cuero y esferas doradas. Una paleta de colores que no se mueve del negro, el azul marino, el gris y el blanco. Sobriedad. Líneas simples. Un señor reloj de vestir. ¿No existe la intención de adaptarse a un espíritu más moderno y juvenil? Responde Vergotti airado: "¡Pero si estamos enfocados hacia el futuro! Nos enorgullecemos de nuestro patrimonio y no lo olvidamos nunca. El diseño es tan importante como la tecnología. Pero nuestra filosofía es que lo visible sea atractivo a lo largo del tiempo. Nos adaptamos a las evoluciones que perduran". Aquí pega su famoso lema de 1996: "Nunca un Patek Philippe es del todo suyo. Suyo es el placer de custodiarlo hasta la siguiente generación". La antítesis de la moda, tan dictatorial ella.

O sea, que lo que quieren vender es que esto no es un Rolex, un Muller, un IWC o un Jaeger. Aunque todos sean de lujo y entre todos se den codazos por imponerse. Se rumorea que cuando Carla Bruni se casó con Sarkozy, ésta le obligó a que vistiera un Patek. Cuenta Santiago que un modelo apto para cuentas corrientes hiperbólicas se hizo por encargo y se comenta que lo posee Bill Gates. Con estas historias se incrementa la leyenda. Santiago vuela con sus delirios, pero a veces baja a la tierra. En el salón Patek de Ginebra, la tienda madre, sólo se vuela. Aparece Madame de Castro, responsable de relaciones externas del salón y quien controla el trato con el cliente, como sacada de un guateque muy sixtie: turbante y vestido minifaldero y psicodélico. Aquí vienen a comprar señores que no se sabe quiénes son. Las dependientas les enseñan catálogos. La conversación llega en forma de cuchicheos. A uno le da cosa tocar los muebles de época por si la yema de los dedos los estropean. Todo es extremadamente brillante. Rojo y lujoso. Desde el enorme ventanal de la parte de arriba se divisa el lago y un cartel gigante de Rolex. Cada uno defendiendo su feudo.

Regresemos a los talleres, donde se gesta aquello que luego valdrá miles y millones de euros. El trabajo es rutinario. Parece. Pero los trabajadores están contentos. Eso parece también. Vergotti señala un punto exacto en una habitación. Aquí se graba en el reverso de las esferas el símbolo de Patek desde finales del siglo XIX, la católica cruz de Calatrava. A simple vista es un dibujito. Con el microscopio resaltan los brillos y los efectos cristal. ¿Y para qué, si el ojo humano lo pasará por alto? "Cada pieza es una maravillosa miniatura artística", responderá a toro pasado Vergotti. "La mirada fascinante de nuestros clientes nos lo confirma". Así que se lijan piezas tan diminutas que el trabajador sólo puede saber el punto exacto del acabado por el oído. Por cómo suenan. Y luego se verifican con un microscopio.

Los números en Patek siguen dando repelús: un reloj terminado tiene una media de 456 piezas colocadas a mano, 28 días de controles y otros 15 más de revisiones técnicas. Philippe Stern, director de la compañía hasta el año pasado, recibía todos los relojes en su despacho, siempre abierto, y probaba su sonido. Como si se tratara de un piano. Si escuchaba algo raro, no armonioso, lo devolvía a los talleres para que lo mejoraran. Su hijo, Thierry, se incorporó en 2009 a la jefatura de Patek. Ambos empezaron desde abajo. Ensartando correas. Thierry ha recibido hoy a unos clientes japoneses. Se le puede ver fumando un cigarro con ellos. Saluda cortés. No acepta preguntas.

A Iván Ferrera, hijo de emigrantes leoneses en Ginebra, sí se le puede inquirir durante un rato. Forma parte de la plantilla de Patek desde hace diez años. Explica su trabajo: "Monto los relojes tres veces: la primera, para que todo encaje; la segunda, para que adquiera personalidad, y la última, para lubricarlo. Luego se tiene que adaptar a cada cliente". Habla de sus creaciones como si fueran seres vivos. Iván muestra la referencia 5970, un cronógrafo que cuesta 97.000 euros y que es una de las piezas más demandadas. No es lo más caro del catálogo, posición que ostenta el Calibre 89, el reloj más complicado del mundo, creado en 1989 para conmemorar el 150º aniversario de Patek. Indica, entre otras cosas, los años bisiestos, la hora sideral, la Pascua y las fases de la Luna. La empresa no desvela cuánto cuesta. ¿Un precio demasiado obsceno? En 2004, la famosa casa de subastas Antiquorum lo vendió por más de seis millones de francos suizos, es decir, más de cuatro millones de euros. Y entonces Santiago dice que cosas como ésta le deprimen.

Salón del Museo Patek, en Ginebra

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