PERDONEN QUE NO ME LEVANTE

La banalización del final

Cuando era redactora de este periódico y escribía en verano las Hogueras de agosto -que algunos lectores aún tienen la amabilidad de recordarme, y en cuyo transcurso visité lugares tan peligrosos como el pantalán del Náutico de Palma de Mallorca, las fiestas benéficas de Marbella, y Oropesa-, el momento más exultante llegaba precisamente ahora, hacia el final de dicho mes. ¡El final! Grandioso momento en el que podía hacer las maletas y largarme a mi vida de siempre, quizá con algún amigo ganado y, seguro, bastantes enemigos de fuste recién adquiridos, y a mucha honra.

Para los a...

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Cuando era redactora de este periódico y escribía en verano las Hogueras de agosto -que algunos lectores aún tienen la amabilidad de recordarme, y en cuyo transcurso visité lugares tan peligrosos como el pantalán del Náutico de Palma de Mallorca, las fiestas benéficas de Marbella, y Oropesa-, el momento más exultante llegaba precisamente ahora, hacia el final de dicho mes. ¡El final! Grandioso momento en el que podía hacer las maletas y largarme a mi vida de siempre, quizá con algún amigo ganado y, seguro, bastantes enemigos de fuste recién adquiridos, y a mucha honra.

Para los autores de secciones fijas de estío, para las películas de amor en tono de comedia -interrumpidas antes de que se inicie la realidad y, con ella, el drama, por el mágico The End a toda pantalla- y para casi todo, los finales resultan muy necesarios. Un final puede ser muchas cosas: inoportuno -la muerte, sin ir más lejos-, sorprendente, impresionante, inesperado, bienvenido, liberador. Un final puede incluso convertirse en un principio.

"Todo buen desenlace debe respetar la regla fundamental de que se produzca rápido"

Un final nunca es aburrido, si es que respeta la regla fundamental de todo buen desenlace: y es que se produzca rápidamente. De lo contrario estaríamos hablando de agonías, y de tedio, y eso es harina de otro costal; en el caso de que sigan existiendo costales con harina, dicho sea con cierta desconfianza hacia la frase hecha y con no menos cierto ánimo de no faltar a la verdad.

Dado el aluvión difusor y hasta disuasor de finales con que nos prevén a diario los ya no llamados medios de comunicación, sino redes de amplificación -redes repletas de peces muertos de diferentes tamaños, de la sardinilla al tiburón, que son abocados a nuestras playas para ser engullidos sin darnos tiempo ni ganas para comprobar si tienen espinas o mala sangre o hiel-, los finales de toda la vida, como el de agosto, han pasado a la historia. Porque todos los días termina algo en el espacio virtuosamente bautizado virtual, el de las representaciones, terminan ahí tantas cosas que la banalización del final ya es casi tan cotidiana como la del mal (y esto es Hannah de otro costal, concretamente Arendt).

Sí señores. Igual que ha desaparecido el alivio de luto, ha hecho mutis el final de alivio, a fuerza de leer todos los días -o de mirar, pues hay ocasiones en que te gustaría leer una noticia o una historia, pero sólo la encuentras en vídeo- que ha terminado esto y ha terminado lo otro. En realidad, los finales suelen ser tan copiosos como los comienzos. Me refiero al mundo de la difusión, que al fin y al cabo ha logrado suplantar al mundo real, que ya no sé si existe o si, simplemente existiendo -lo que tocamos, lo que nos pasa-, no logra existir lo suficiente, y que se zurza. Para eso están las redes comunitarias, supongo, para cacarear lo real hasta que también lo real compartido en la realidad se convierta en realidad paralela.

Se acabó la recesión en Japón -por ejemplo-, se acabó lo de que Paris Hilton empine el codo o lo que sea que empinara la buena mujer; se acabó la investigación tal, se acabó el famoso matrimonio cual, se acabó, se acabó. Todo lo que en algún momento inicióse acompañado por un igualmente escandaloso estruendo de trompetas y redoble de tambores, termina agolpándose en sus finales estertores. De ahí que ni el final de agosto ni ya el final de nada sean lo que fueron. Se acabó el derecho a un empleo digno, se acabó el derecho a un despido justo, se acabó y punto. Se acabó. Y se acabaron también tus ganas de que no se acabara; a fuerza de decírtelo, lo aceptaste, primero, y cuando se convirtió en realidad verdadera ya no te quedó ni resuello. Así las muchedumbres en paro se han convertido en otro final banal de entre los muchos que se entrechocan y se entresepultan.

Y sin embargo, dificultosamente, obstinadamente, desesperadamente, los finales reales hilvanan nuestras vidas. El final del verano, el fin de un amor, la interrupción de una existencia, la pérdida de una esperanza, la desaparición de un amigo.

¿Se han dado cuenta de que en la red no hay sitio para las esquelas? Para las necrológicas, sí: fanfarria. Pero la pura y simple esquela, yo no la he visto. 

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