CON GUANTES

Los niños

Los niños imponen sus demandas a sus sentimientos y giran el curso de sus emociones según sus necesidades (se olvidan del rencor o el aprecio cada vez que tienen hambre o están cansados); son, por tanto, seres razonables. Los adultos a menudo imponen sus razones previas al bienestar inmediato propio o ajeno, luego son, por el contrario, irracionales. Los niños, sin la imposición de la historia, se reconcilian con cualquier plato, con cualquier casa, con cualquier cama, con cualquier forma de cariño que cubra sus necesidades. Somos los adultos, con nuestra historia a cuestas, los que dotamos a ...

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Los niños imponen sus demandas a sus sentimientos y giran el curso de sus emociones según sus necesidades (se olvidan del rencor o el aprecio cada vez que tienen hambre o están cansados); son, por tanto, seres razonables. Los adultos a menudo imponen sus razones previas al bienestar inmediato propio o ajeno, luego son, por el contrario, irracionales. Los niños, sin la imposición de la historia, se reconcilian con cualquier plato, con cualquier casa, con cualquier cama, con cualquier forma de cariño que cubra sus necesidades. Somos los adultos, con nuestra historia a cuestas, los que dotamos a las camas y a las casas y a los platos de nombres siniestros o legendarios, y en cualquier caso, incómodos.

"Ninguna madre o padre quiere un hijo la mitad de listo, sino el doble de apto"

Cuando se nombra un país no se dice exactamente el nombre de nuestra historia, sino un margen de posibilidades de las que podríamos disponer (en contra de lo que dice la leyenda) libremente. Es así y en libertad como los niños demandan y cubren sus necesidades. Que estas posibilidades se utilicen a favor o en contra de un individuo concreto depende de nuestra voluntad para escoger el bienestar antes que la condena de la historia. O más precisamente de no obligar a otros a heredar nuestra relación con la historia.

Cuando a un individuo se le da una patria, en realidad se le está engañando muy profundamente. Lo que nos roban los enemigos de nuestra patria no es más grande que aquello que nuestra patria ya nos ha robado, al regalarnos una identidad que ya era propia.

Un patriota es casi siempre el enemigo del futuro personal, aquel que pretende cobrar por algo que ningún individuo puede en esencia perder.

Lo telúrico, que no es más que lo que la tierra impone por su mera presencia, se maneja arbitrariamente según las exigencias puntuales de presupuestos puntuales o de glorias políticas o culturales también puntuales. La tierra y su leyenda se convierten así en una presencia híbrida que incluye tanto la historia como el caprichoso aprovechamiento de la misma.

Digamos por resumir un tema complejo que, por alguna razón fabulada que a todos se nos escapa, lo telúrico tiene una fuerza mágica en el País Vasco que no tiene, por ejemplo, en Almería.

No es extraño que todos los nacionalismos, a falta de razones, recurran a la magia.

La magia, por formidable que parezca, es asimismo una forma de tiranía. Todas las leyendas nos ignoran y nos incluyen.

Todas las leyendas sustituyen la razón por una causa mágica.

Podría decirse que la patria es un paraguas similar. Lejos de su cuidado estamos a la intemperie y, sin embargo, no existimos realmente en su cobijo.

Decidir nuestro nombre entre la historia, la patria y la magia es una tarea que también nos incluye, y que exige el máximo de nuestras capacidades.

No deja de ser curioso que en un país en el que términos como idioma, patria, tradición, fe o leyenda vuelan como las balas en el saloon de un viejo western, se emplee tan poco esfuerzo en avisar a cada ciudadano de los peligros que cada una de estas palabras conlleva. El peligro en el territorio de las estrictas libertades personales, esas que el Estado laico y multicultural y pansexual debería tratar de asegurar.

Los niños del supuesto gueto idiomático que se maneja según qué leyes y según qué prensa sufren más, a mi parecer, el miedo de sus adultos que sus verdaderas condiciones de desamparo. Quien se me antoja desprotegido, una vez más, no es tanto el niño, sino la capacidad de sus adultos para normalizar un conflicto que no debería serlo.

Las trincheras del idioma carecen de sentido porque ninguna madre, o padre, quiere tener un hijo la mitad de listo, sino el doble de apto.

La capacidad de una patria como refugio no es la misma que la capacidad de una patria como puente; lo mismo podría decirse de la naturaleza y las capacidades de una lengua.

Tiene que haber una solución no mal intencionada en la ecuación de la educación de nuestros hijos, una que no incluya ni la magia ni la patria, sino el respeto por las cuestiones que nos incumben y nos cuidan, pero que no nos determinan.

Si los niños saben saltar de casa en casa, entre el cariño y la buena fe, sublimando de manera natural sus propias necesidades, es difícil de aceptar que en la separación progresiva de los padres de nuestras patrias no seamos capaces de encontrar la medida adecuada para su mejor formación, más allá de nuestra siempre legítima y fundamentalmente ilegítima histeria.

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