Columna

¿Adónde van nuestros impuestos?

Si usted no tuvo el privilegio de figurar entre los 4.500 invitados a la última cena con motivo de las fiestas de la Mercè, a la vuelta de estas vacaciones no prepare sus mejores galas por si este año tiene más fortuna: el Ayuntamiento de Barcelona la ha suspendido en aras de la exigible "austeridad" en tiempos de crisis. El ahorro, en efecto, es significativo: el ágape de 2008 costó a las arcas públicas 502.000 euros, a razón de algo más de cien euros por cubierto. Ante esta encomiable muestra de frugalidad municipal, a quienes jamás hemos disfrutado de tan opíparo banquete nos quedaría al me...

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Si usted no tuvo el privilegio de figurar entre los 4.500 invitados a la última cena con motivo de las fiestas de la Mercè, a la vuelta de estas vacaciones no prepare sus mejores galas por si este año tiene más fortuna: el Ayuntamiento de Barcelona la ha suspendido en aras de la exigible "austeridad" en tiempos de crisis. El ahorro, en efecto, es significativo: el ágape de 2008 costó a las arcas públicas 502.000 euros, a razón de algo más de cien euros por cubierto. Ante esta encomiable muestra de frugalidad municipal, a quienes jamás hemos disfrutado de tan opíparo banquete nos quedaría al menos el consuelo de asistir a la recepción de la Diada del Onze de Setembre que celebra el Parlament (49.000 euros del ala en 2008, cifra que daría para instalar ocho reposapiés en otros tantos coches oficiales). Pero este año la Cámara, con rigor espartano, ha decidido sustituirla por un "solemne homenaje" al ex presidente Francesc Macià, acto de cuya sobria nomenclatura cabe inferir que el alcohol y los canapés brillarán por su ausencia.

Las instituciones sólo desvelan sus gastos suntuarios cuando la crisis exige recortes. El mejor ahorro sería la transparencia

Es de agradecer a las autoridades que, cuando la recesión abarrota las colas del paro y los comedores sociales, den ejemplo de mesura recortando gastos que algún malpensado podría catalogar de suntuarios, incluso en tiempos de bonanza. Y también resulta grato que informen a los contribuyentes del ahorro que suponen tales sacrificios, ya que en su día, mientras organizaban los festejos, no tuvieron a bien desvelar su importe. Bienvenida sea la transparencia, aunque llegue con tardanza.

Claro que no sólo de cenas y recepciones vive la política. Esta semana hemos conocido también los barómetros que periódicamente difunden el Centro de Estudios de Opinión (CEO) de la Generalitat y el Ayuntamiento de Barcelona, ambos de gran utilidad. El primero nos ha servido para averiguar que, de celebrarse las elecciones catalanas a primeros de julio -hipótesis que en principio ya podríamos descartar-, CiU hubiera ganado al PSC por 5,8 puntos, uno más que en los últimos comicios autonómicos. Absténganse los curiosos, sin embargo, de comparar este estudio con el resto de los sondeos publicados, porque el CEO sólo refleja la intención directa de voto. Y, como son muchos los encuestados que no revelan a qué partido votarán, si trasladásemos este vaticinio demoscópico al Parlament resulta que se quedaría vacío uno de cada tres escaños. Por cierto, el presupuesto anual del CEO supera el de cualquier banquete institucional: dos millones de euros.

Tampoco el barómetro municipal tiene desperdicio. Cada seis meses, el Ayuntamiento formula a 800 barceloneses preguntas tan comprometidas como la valoración que hacen sobre la gestión municipal, si consideran que su ciudad ha mejorado o si prevén que lo haga en el futuro. Los resultados mueven a todo menos a la sorpresa: la mitad de los encuestados alaba la tarea del Ayuntamiento, el 41% certifica que Barcelona no para de mejorar y dos tercios pronostican que seguirá haciéndolo. El alcalde, por lo demás, conserva su aprobado raspado, mientras el jefe de la oposición retrocede ligeramente. A falta de datos más precisos, sólo consignar el importe del contrato que el pasado año adjudicó el consistorio para la "homologación de los servicios para la realización de encuestas": 1,4 millones de euros.

¿Necesitan las instituciones de una abultada partida para gastos de representación, como si de viajantes se tratara? ¿Merecen disponer de onerosos centros sociológicos que analicen la evolución del voto o la percepción ciudadana -es decir, el impacto electoral- que tienen sus decisiones? ¿Un gobierno debe legislar a golpe de sondeo o escuchando a los sectores afectados para así velar por el interés común? De los generosamente remunerados informes que todas las administraciones encargan, ¿cuántos resultan indispensables para detectar y afrontar problemas sociales y cuántos sirven sólo para cebar a los acólitos?

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Ninguna de estas preguntas tendría sentido si los presupuestos públicos no fueran, como son, un galimatías indescifrable destinado a ocultar no pocas arbitrariedades en el empleo de nuestros impuestos. Las sombras de duda se desvanecerían si las administraciones, sin rubor, sometieran el detalle de sus cuentas al escrutinio público, por ejemplo en Internet. Y la democracia saldría ganando.

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