CON GUANTES

La gran evasión

No se cava un túnel en un segundo, y menos aún cuando se cuenta sólo con una cuchara, y en cambio así se procedía en las antiguas fugas. Durante la Segunda Guerra Mundial, los soldados disfrutaban del derecho a ser prisioneros tranquilos, aquellos que con el deber ya cumplido no tenían más tarea que esperar el final de la guerra, pero la obligación de los oficiales era la fuga. Los oficiales que no pretendían, al menos, la evasión se enfrentaban a una corte marcial. No deja de ser curioso que la libertad, o el deseo de la misma, venga cosida al rango.

En una aventura del prodigioso dibu...

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No se cava un túnel en un segundo, y menos aún cuando se cuenta sólo con una cuchara, y en cambio así se procedía en las antiguas fugas. Durante la Segunda Guerra Mundial, los soldados disfrutaban del derecho a ser prisioneros tranquilos, aquellos que con el deber ya cumplido no tenían más tarea que esperar el final de la guerra, pero la obligación de los oficiales era la fuga. Los oficiales que no pretendían, al menos, la evasión se enfrentaban a una corte marcial. No deja de ser curioso que la libertad, o el deseo de la misma, venga cosida al rango.

En una aventura del prodigioso dibujante y escritor Will Eisner (aquel que se inventó a Spirit), un hombre condenado a cadena perpetua era expulsado en su vejez de la cárcel y no pudiendo ni siquiera recordar el crimen cometido, se empeñaba en llevar en la cabeza una cesta metálica de basura que le permitiese seguir mirando el mundo entre rejas.

"Fugarse lleva tiempo, y hay que estar preparado para las contrariedades"

Está claro que las imposiciones se convierten en parte de lo que somos. Cuántas veces se habla de costumbres como si fuesen en realidad nuestra naturaleza. El ADN no incluye ningún hábito, sino el avance no del todo invisible de nuestras capacidades, pero ignorando esto, nos sentimos condenados por lo aprendido. Conforta entonces pensar que siempre hay quien está obligado por su rango a la fuga.

Las películas de cárceles son un género en sí mismas, y desde que se enciende el proyector y empezamos a abrir los ojos frente al problema, sabemos que la idea es precisamente salir de ahí. Los métodos de fuga son variados, pero todos ellos requieren de un arma esencial, la paciencia. Queda claro que la necesidad puede ser urgente y constante, pero el trabajo de fugarse lleva tiempo, y hay que estar preparado para aceptar contrariedades, sin que éstas empañen nuestra capacidad de seguir mirando fijamente a la meta, esa luz que ya se imagina al final del túnel. También es importante disimular el esfuerzo, porque el carcelero, aunque con pereza y entusiasmado con sus propias distracciones, siempre vigila.

El túnel requiere de muchas condiciones para ser un túnel aceptable, pero su función es una sola, sacarnos del encierro. Las cucharas, porque en las cárceles se nos priva de los punzantes tenedores, deben ser fuertes; las manos, hábiles, pero nada protege mejor el éxito de la empresa como la capacidad de esconder las verdaderas intenciones. Si en libertad son los taimados los que generan desconfianza, en una fuga nada es más digno de respeto que un huidizo.

La moral tiene esta naturaleza cambiante, que depende de la circunstancia y del valor del objetivo. Por eso las cárceles producen esa extraña fascinación, porque subvierten las cláusulas del contrato vital. Allí quien proporciona la comida es, en cambio, el enemigo. La relación del sujeto con el Estado totalitario es similar, y se puede decir que la familia, la sociedad libre o la Iglesia crean con frecuencia parámetros parecidos.

La mera idea de fugarse, de donde sea, es en sí misma tentadora, pero hay que analizar con cuidado si seremos capaces de manejar con astucia no sólo el andamiaje del túnel, sino la luz que nos espera al otro lado.

A nadie le cabe la menor duda de que se saldrá, por ejemplo, de esta cosa llamada crisis, pero no está tan claro cuál es el plan al otro lado del túnel.

Tal vez habría que pedirles a nuestros brillantes políticos que nos cuenten no quién nos va a sacar de aquí (porque es evidente que nos sacaremos solos, raspando las paredes con nuestra propia cucharita), sino exactamente para qué.

Las responsabilidades de estado, y las de aquellos que se ofrecen para asumirlas, exigen también un plan para después de la batalla. Me gustaría pensar que el guardián del túnel esconde sus intenciones una vez más, para que nadie nos detenga antes de nuestro hermoso futuro, pero algo me dice que puede no ser así. Que puede que no haya intención alguna.

Cuando estemos más allá del agujero, tiraremos la cuchara y tendremos que ponerle nombre a un mundo que esperemos que no sea, gracias a nuestra inestimable colaboración, casi idéntico al encierro.

Lo tristísimo sería acabar como el viejo condenado de Eisner, por fin en libertad, sin recordar el crimen cometido y mirando el nuevo mundo a través de otra reja.

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