Columna

Los agujeros del muerto

Ya todo ha prescrito. Han pasado 30 años y hasta la memoria prescribe. Supongamos que he olvidado los nombres, irrelevantes a estas alturas. Pero recuerdo el episodio: lo recuerdo perfectamente.

Era el tiempo de la confusión, el desencanto y la heroína. La exposición recién abierta en el Centro de Cultura Contemporánea se titula Quinquis de los ochenta: cine, prensa y calle. ¡Ay, la prensa y la calle! Entonces, justo en el umbral de los ochenta, yo hacía la calle para un periódico. Tenía poca experiencia y me ocupaba de los sucesos.

Una noche, en aquel tiempo convulso, un ...

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Ya todo ha prescrito. Han pasado 30 años y hasta la memoria prescribe. Supongamos que he olvidado los nombres, irrelevantes a estas alturas. Pero recuerdo el episodio: lo recuerdo perfectamente.

Era el tiempo de la confusión, el desencanto y la heroína. La exposición recién abierta en el Centro de Cultura Contemporánea se titula Quinquis de los ochenta: cine, prensa y calle. ¡Ay, la prensa y la calle! Entonces, justo en el umbral de los ochenta, yo hacía la calle para un periódico. Tenía poca experiencia y me ocupaba de los sucesos.

Una noche, en aquel tiempo convulso, un chaval muy joven, delincuente juvenil con alguna fama, murió tiroteado por la policía. No era una gran novedad: iba a merecer, con suerte, cuatro líneas en el periódico. La nota que me entregaron en la Jefatura Superior de Policía no era mucho más larga. Decía que el chaval, el quinqui, se había enfrentado con un arma de fuego a unos agentes y que éstos, en legítima defensa, habían respondido a la agresión. Dos impactos en el tórax, órganos vitales, ingresado cadáver, etcétera.

Habría que proyectar las películas de quinquis sobre todos aquellos silencios reconciliadores de la transición

Poco antes, un veterano sabueso de El Caso me había dado un consejo: "Hay que ver el cadáver". El veterano, muy devoto de los cadáveres y visitante habitual del depósito (le dejaban entrar, igual que le dejaban llevar pistola), disponía de canales impensables para un novato. Yo tuve que esperar a que devolvieran el cuerpo a los familiares y se organizara un ruidoso velatorio.

Fui, creo, el único periodista asistente. No piensen que mitificaba el burbujeo de miseria y violencia que se oía en La Mina, Sant Cosme y otros barrios similares: tras un reportaje sobre una familia de quinquis, un grupo de matones me esperó en la misma puerta del periódico y me obligó a correr como no he corrido en mi vida. El único objetivo era ver el fiambre. Si en El Caso lo hacían, no íbamos a ser menos nosotros.

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Los familiares sostenían que la versión policial era falsa. Para demostrarlo me ofrecieron, precisamente, que observara el cadáver. Quitaron la mortaja y mostraron el tórax, con dos orificios. "Meta el dedo en los agujeros", conminó uno de los chavales que me rodeaban. Yo, ahora, no metería el dedo en ninguna parte. Entonces, sí. Metí dos veces el dedo en aquel cuerpo duro. Giramos al difunto y en la espalda había bastantes más agujeros. Cinco, creo. "Meta, meta el dedo". Metí el dedo: los agujeros posteriores eran, sin ninguna duda, mayores que los del pecho. Deduje que los orificios delanteros eran de salida. Lo apunté, y apunté que el cadáver no mostraba ninguno de los costurones propios de una autopsia.

Inocente de mí, volví a Jefatura para preguntar si mantenían su versión. El policía de turno me dijo que sí, mirándome casi con pena.

Llegué al periódico en el que trabajaba convencido de tener entre manos una noticia explosiva. Las marcas en el cuerpo concordaban con la versión de los familiares y amigos: decían que el chaval, que llevaba una pistola, había sido tiroteado por la espalda mientras intentaba escalar una valla metálica para escapar de la policía.

Escribí unas 80 líneas y las entregué al redactor jefe. Al cabo de un rato, el director me llamó a su despacho. Estaba con el subdirector y tenían sobre la mesa mis folios de papel grisáceo. "Oye, ¿de dónde has sacado eso de los disparos por la espalda?", me preguntó el director. Dije algo así como: "Es una hipótesis, he visto y tocado los agujeros". "Ya, pero ninguna fuente lo confirma. La única fuente que aparece en el texto", dijo el director, "afirma lo contrario". "Ya, pero yo he visto el cadáver".

Me miraron, ellos también, casi con pena. El director sacó un bolígrafo rojo y empezó a tachar, lentamente, frase a frase. Al final quedaron seis líneas: un par más de lo previsto inicialmente. Luego, muy cabreado, comenté con un compañero que mi texto sólo habría podido publicarse íntegro bajo un titular que dijera, más o menos: "La policía miente, según la policía". Entonces lo dije en broma. Ahora lo pienso en serio.

Javier Pérez Andújar escribía ayer, en este mismo periódico, que habría que proyectar las películas de quincorros sobre la tumba de Porcioles. Estoy de acuerdo. Y también sobre un periódico de la época, y sobre la fachada de Jefatura, y sobre todos aquellos silencios reconciliadores de la transición.

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