Elena se atrevió a denunciar a sus proxenetas

Una joven rumana facilita la caída de una mafia de trata en Barcelona

"Las mujeres rumanas sólo queremos a hombres con mucho dinero. ¿A que sí?" Los comentarios de Elena destilan un cinismo impropio de su edad (tiene 22 años) pero son una prueba irrefutable de que ya ha vivido mucho. El año pasado, mientras estaba sentada en un parque de Bucarest, un hombre le ofreció trabajo. Poco podía sospechar que la proposición, en principio bienintencionada, le acabaría conduciendo al borde del abismo. Al verla (es rubia, menuda y muy flaca) Elena produce una sensación de fragilidad que desaparece pronto. Es una de las miles de mujeres que cada año caen en las redes de tra...

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"Las mujeres rumanas sólo queremos a hombres con mucho dinero. ¿A que sí?" Los comentarios de Elena destilan un cinismo impropio de su edad (tiene 22 años) pero son una prueba irrefutable de que ya ha vivido mucho. El año pasado, mientras estaba sentada en un parque de Bucarest, un hombre le ofreció trabajo. Poco podía sospechar que la proposición, en principio bienintencionada, le acabaría conduciendo al borde del abismo. Al verla (es rubia, menuda y muy flaca) Elena produce una sensación de fragilidad que desaparece pronto. Es una de las miles de mujeres que cada año caen en las redes de trata instaladas en Europa. Aunque ella se armó de valor y denunció a sus captores.

La historia de Elena -el nombre es ficticio: es testigo protegido- empieza en un pueblecito agrícola de Rumania sonde "ordeñaba vacas y recogía tomates". Le encantaba, pero sólo cobraba 100 euros al mes. Como tuvo un hijo muy joven y la vida con su marido era problemática, marchó a la capital. "Mi madre nunca me ayudó. Se comportó siempre como mi chula", explica con amargura mientras da vueltas a una taza de café. La oferta que un hombre le lanzó en aquel parque gris de Bucarest no pintaba mal: en España cuidaría ancianos y limpiaría casas. "Mira, yo después supe, porque me tantearon, que tenía que trabajar en un bar, tomar copas con los clientes y darles compañía. Pero no pensé que me iban a obligar a acostarme con cualquiera y a hacer todo lo que ellos querían", dice la joven, que no pierde la sonrisa (a veces, forzada). No por ello deja de emocionarse cuando recuerda cómo, con la fotografía de una mujer (la que sería su sombra casi un año), un billete de avión y una dirección en una localidad costera de Barcelona, llegó a España.

El día que llegó la llevaron al burdel y se inició su calvario entre borrachos
Un cliente la rescató, pero cortó con él y acudió a la comisaría

Había caído en la telaraña del proxenetismo. Nada más aterrizar, a principios de 2008, la red mafiosa le retiró el pasaporte y le informó de que había contraído una deuda de 3.000 euros. Gastos de viaje. Podía saldarla, claro, pero para eso tenía que prostituirse. Esa misma noche la llevaron al club de alterne: un local de mala muerte, oscuro y con una sola habitación que parece una cueva mugrienta. "Las primeras veces lo pasé muy mal. Tenía que irme a la cama con hombres asquerosos y hacerles de todo", recuerda.

La delgadísima figura de la joven, que lleva chaleco tejano y unos vaqueros ajustados, se convirtió en una máquina de hacer dinero. Algunos meses facturaba 7.000 euros. Elena vio pasar "mucha pasta" ante sus narices, pero sólo pasar. La supuesta deuda, saldada con creces, crecía inexplicablemente cada mes. "Sólo me daban un poco de dinero para que me pusiera mona", dice.

Cayó en la desesperación. "Empecé a emborracharme. Bebía para espantar a los clientes porque borracha no querían acostarse conmigo. También me hacía cortes en los brazos. Una vez intenté suicidarme cortándome las venas". Muestra las marcas aún rojizas, estigmas de una juventud lastrada por el proxenetismo.

Y cuando todo era oscuridad, se hizo la luz. O eso parecía. En diciembre, un cliente se ofreció a sacarla del local y llevarla a Galicia, donde vivió unos meses con él y su madre. Dice que se portó bien, pero no aclara nada más. "Al final me cansé, porque él bebía mucho y se ponía furioso".

Todavía sin pasaporte, sin un céntimo en el bolsillo y "hasta el gorro de todo", cruzó la puerta que la mayoría de mujeres explotadas no cruzaría jamás: la de comisaría. "A las prostitutas asiáticas o africanas les cuesta mucho más. Pero de vez en cuando sí encontramos a una mujer del Este como ella, con carácter, que planta cara a los captores", explica un responsable policial que ha trabajado en el caso.

Hace unos días, agentes de la Unidad contra las Redes de Inmigración y Falsificación (UCRIF) de la policía de Barcelona irrumpieron en el local donde Elena trabajó nueve meses. "Encended las luces, apagad la música", exclama el agente que lidera el registro. Las cosas allí dentro no han cambiado. El prostíbulo sigue siendo un Babel en miniatura y un fiel reflejo de las redes de prostitución que operan en España: una española, tres rumanas, cuatro dominicanas, una moldava, una nigeriana y una colombiana. Cinco de ellas están en situación irregular y serán expulsadas del país. Los clientes, la mayoría de mediana edad y aspecto desaliñado, llegan al club tan borrachos que ni siquiera la presencia policial les disuade de entrar.

Los agentes de la UCRIF detuvieron a seis personas; entre ellos, el máximo responsable de la organización internacional, el que captó a Elena en Rumania y la llevó hasta el aeropuerto de Bucarest. También fue arrestada la mujer que controlaba a la joven.

Ahora, Elena sigue trabajando como prostituta. "Ahora soy puta porque quiero. Hago lo que me da la gana, y necesito enviar dinero a mi hijo". No es que le guste, dice. Antes trabajó un tiempo como limpiadora doméstica, pero la cosa acabó pronto y el sueldo no le llegaba. "Pero en agosto lo dejo", se promete a sí misma.

Un policía toma datos a las prostitutas. Abajo, imagen del burdel registrado en Cataluña.CARLES RIBAS

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