Columna

Baires en los 'madriles'

Ofrecen chupitos frente a los bares de Huertas, hacen malabarismos en los semáforos de la Castellana y marcan goles que valen una clasificación de Champions para el Atlético y una Liga para el Madrid. Los argentinos cada vez están más presentes en la ciudad y en su carácter.

Mientras que el resto de los inmigrantes, tanto suramericanos como de Oriente, de Europa del Este o del Magreb, han asumido sus diferencias idiomáticas o étnicas, los argentinos y los españoles nos hemos mirado a los ojos en todo momento buscándonos mutuamente. Existen más de cincuenta ciudades llamadas Madrid en el...

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Ofrecen chupitos frente a los bares de Huertas, hacen malabarismos en los semáforos de la Castellana y marcan goles que valen una clasificación de Champions para el Atlético y una Liga para el Madrid. Los argentinos cada vez están más presentes en la ciudad y en su carácter.

Mientras que el resto de los inmigrantes, tanto suramericanos como de Oriente, de Europa del Este o del Magreb, han asumido sus diferencias idiomáticas o étnicas, los argentinos y los españoles nos hemos mirado a los ojos en todo momento buscándonos mutuamente. Existen más de cincuenta ciudades llamadas Madrid en el mundo, desde Groenlandia a Guinea Ecuatorial, pero quizá el auténtico hermano perdido sea Buenos Aires. Al margen del tramo de la calle Corrientes donde, súbitamente, uno cree encontrarse en un decorado que simula la Gran Vía, la capital argentina se comporta como Madrid, esquizofrénica entre la soberbia y la autocrítica.

Los argentinos se sienten más cómodos y libres en esta ciudad de inmigrantes

El deslumbramiento que los madrileños sentimos en un principio hacia los argentinos recién llegados ha cesado. Su acento de mar abandonado, su destreza en la plática, su romanticismo tanguero o futbolístico ya no son novedosos e hipnóticos. Es más, hemos empezado a conocer el reverso oscuro de todos esos encantos, su poder embaucador y utilitarista.

Y es precisamente ahora, casi una década después de que Madrid viviese el último desembarco porteño, cuando empezamos a tratarnos sin el maquillaje de la historia o los tópicos, cuando descubrimos por primera vez que es Madrid quien se parece a Buenos Aires.

Los restaurantes argentinos se van haciendo con chaflanes en las avenidas, las parrillas conquistan a los españoles con la candidez y la rotundidad con la que nuestras abuelas seducían a sus pretendientes con sus guisos. El cine rioplatense se instala en las salas de la Plaza de los Cubos y una réplica de un argentino nos representa en Eurovisión. Madrid va asumiendo una lenta argentinización, contempla a la cultura porteña con la fascinación y el vértigo de lo que podríamos haber sido, nunca de lo que fuimos como puede ocurrir con otros países suramericanos de aroma colonialista. Porque Argentina es, de alguna manera, la otra España, un familiar más pobre pero más listo, menos exitoso pero más bello, más caótico pero con dos Mundiales de fútbol.

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Madrid lucha constantemente por despojarse de su rancia pátina castellana. Sueña con ser Europa, la nueva Europa moderna e influyente; sin embargo, los madrileños no acabamos de identificarnos con la sofisticación y el amaneramiento francés, con la elegancia y la corrupción italiana, con la fuerza y la tristeza germana, con el ego y el brócoli británico.

Pero, mirando a Argentina, sí encontramos un perfil conocido, una personalidad fresca y atractiva, diferente pero de nuestra talla. Buenos Aires es nuestra verdadera ventana, el viento que puede desempolvar nuestro crudo ibericismo.

Los madrileños somos propicios a enamorarnos de otras metrópolis, a serle sentimentalmente infiel a Madrid. Casi todos tenemos una ciudad amante, quizá el pueblo costero o huertano de nuestros padres o simplemente la última localidad visitada en verano. Sin embargo, Buenos Aires, por medio de sus oriundos, nos seduce en nuestro propio territorio. Hay algo de incestuoso en nuestra pasión por el país borgiano, maradoniano, y ese tabú nos impide desearnos sin complejos, nos obliga a querernos y a odiarnos al mismo tiempo como dos enemigos íntimos.

¿Pero qué somos los madrileños para los argentinos? El madrileño sufre un déficit de afecto. No confraterniza con sus paisanos y tampoco tiene la sensación de despertar grandes simpatías en el resto de España. En Europa seguimos siendo embajadores del buen tiempo, del Prado y de Almodóvar, poco más.

Paladear el cariño, el reconocimiento del hermanastro argentino no sólo fortalece nuestra maltrecha autoestima, sino que nos da otra dimensión. Y los argentinos, ante la ausencia de un nacionalismo madrileño, se sienten más cómodos y libres en esta ciudad de inmigrantes como lo es la suya. El afecto que recibimos es precisamente valioso porque nadie se lo demanda, nadie les exige un compromiso lingüístico o patriótico, una devoción, una identificación con la capital o sus ciudadanos. Nos ha costado conectar, pero cada vez es más fácil sentirse en Gran Vía un argentino feliz por Corrientes.

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