Columna

El agua y la política del tabú

De la crisis del agua, que lleva meses emborronando portadas, emergen algunas deficiencias profundas de la política catalana. Para empezar, la ineficiencia. ¿Por qué es tan difícil tomar una decisión que ahora todo el mundo parece reconocer que era la de sentido común: la más barata, la que menos alteraciones provocaba, la menos arriesgada, la más fácil de asumir por todas las partes? Me consta que ya a principios de año en Presidencia de la Generalitat se tenía claro que esta solución proveniente del minitrasvase del Ebro era la más razonable. Se mareó la perdiz hasta las elecciones para no m...

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De la crisis del agua, que lleva meses emborronando portadas, emergen algunas deficiencias profundas de la política catalana. Para empezar, la ineficiencia. ¿Por qué es tan difícil tomar una decisión que ahora todo el mundo parece reconocer que era la de sentido común: la más barata, la que menos alteraciones provocaba, la menos arriesgada, la más fácil de asumir por todas las partes? Me consta que ya a principios de año en Presidencia de la Generalitat se tenía claro que esta solución proveniente del minitrasvase del Ebro era la más razonable. Se mareó la perdiz hasta las elecciones para no molestar a Iniciativa per Catalunya (ICV), que actuaba en este caso como minoría de bloqueo. Se permitió que tomara cuerpo una solución que ahora todo el mundo considera imposible, que era la que venía del Segre. Se crearon situaciones ridículas como la de plantar de tapadillo unas estacas en la Cerdanya como si un Gobierno fuera un asociación clandestina que actúa a escondidas de la sociedad. Se produjeron intercambios dialécticos grotescos asegurando que no se haría lo que al final se ha hecho. Y todo ha acabado donde estaba previsto. ¿Para ese viaje era necesario tanto ruido? ¿Para llegar a una decisión que parece que era la única que cumplía los requisitos, una medida paliativa sin grandes efectos colaterales, era necesario gastar tantas energías que sólo redundan en desprestigio de la política?

Habrá que buscar soluciones para no tener que pedir por caridad un trasvasito cada dos años

Este episodio revela las enormes dificultades de los gobiernos de coalición. El Gobierno catalán ha chocado aquí con el tema estrella de uno de sus partidos: Iniciativa per Catalunya, que ha hecho de la ecología en general y del discurso de la nueva cultura del agua en particular su principal seña identitaria. Y ésta ha sido la principal causa de los enredos y de las dificultades. ICV, que se considera la depositaria de la política medioambiental del Gobierno, se empeñó en la vía de las soluciones imaginativas, que convirtió en posiciones intransigentes, y lo que tenía que ser una decisión urgente se iba aplazando indefinidamente, con el telón de fondo de la esperanza de que la lluvia llegara y se pudiera correr un tupido velo sobre las diferencias que separan a los tres partidos que gobiernan. El resultado ha sido que la decisión que ha llegado ha sido la más previsible de todas, pero ha venido en las peores condiciones: después de haber dejado literalmente pudrir el problema ante la opinión pública, con los costes que ello tiene para la ya de por sí desprestigiada clase política; dándole al Gobierno español la oportunidad de tomar la iniciativa, en vez de forzarle a asumir la decisión del Gobierno catalán, con lo cual aparece como la única voz capaz de deshacer los embrollos internos del tripartito, y habiendo permitido que el paso del tiempo diera pie a este recurrente y lamentable espectáculo de la avaricia territorial en el control del agua.

Los gobiernos de coalición tienen la ventaja de representar un espectro social amplio en su complejidad, pero son muy exigentes para quienes los practican, y la exigencia quiere decir acuerdo en los objetivos y solidaridad en la acción entre los partidos. En las dos exigencias el déficit del tripartito es grande. Estaría bien que los partidos de izquierda que gobiernan Cataluña miraran un minuto a Italia y vieran lo que puede ocurrir cuando se es incapaz de poner los intereses del Gobierno por encima de los intereses de los partidos. Así se hunden en 20 meses las expectativas de un Gobierno.

Entre los espectáculos grotescos de este episodio ocupa un lugar destacado el tabú de la palabra trasvase. Se ha acudido a los más ridículos eufemismos para evitar que se dijera que se trasvasaría agua del Ebro a Barcelona, apelando incluso a argumentos jurídicos como si de pronto el valor de las palabras dependiera de los textos legales. El hecho en sí es relevante porque no deja de expresar cierta mentalidad dogmática. Como si, cuando se define una política, fuera necesario crear todo un cordón de sanidad ideológica en torno a ella. Se puede estar contra del Plan Hidrológico Nacional que en su día puso en marcha a Aznar y de los trasvases que en aquel plan se proponían sin necesidad de convertir la palabra trasvase en un tabú. Se puede estar en contra de unos trasvases determinados en unos contextos concretos, sin perjuicio de que en otras circunstancias aquellos trasvases u otros puedan ser aconsejables. Y desde luego, ningún trasvase justifica que se invite a los ciudadanos a creer que cualquier idea que suena a trasvase es un disparate digno de las penas eternas de los infiernos. La acción política no se puede ideologizar de esta manera tan infantil. A estas alturas de la historia, a los ciudadanos hay que darles información, no dogmas para catecúmenos. En un mundo interconectado como este en el que vivimos, ¿a alguien le puede sorprender que los problemas del agua se acaben resolviendo por mecanismos de interconexión y trama? Pues bien, lo más probable es que en el futuro haya trasvases. ¿Qué se habrá ganado convirtiendo esta palabra en un absurdo tabú?

El miedo a ofender al socio de coalición y la práctica de esta ridícula cultura del tabú lleva a convertir en problema un hipotético trasvase del Ródano. Convergència i Unió ya tiene suficiente responsabilidad acumulada, con la herencia que ha dejado -los barros que arrastran nuestros ríos ahora tienen que ver con aquellos lodos-, como para que el tripartito convierta en tabú el juguete favorito de los nacionalistas moderados. La razón principal por la que CiU exhibe este juguete es autoexculpatoria: no pudimos resolver este problema cuando gobernábamos porque no nos dejaron aplicar la solución que proponíamos. Importa poco ahora. Aznar se negó en redondo al trasvase por una razón absolutamente peregrina: España no puede seguir dependiendo energéticamente de Francia. Aznar también estaría contra la MAT. Otro que no se ha enterado de que el mundo cambia. Es muy probable que la solución del Ródano sea faraónica, carísima, lejana en el tiempo, todo lo que se quiera, pero ¿qué cuesta mirarlo? ¿Qué cuesta encargar que se estudie: que se hable con Francia, que se vean las posibilidades reales y los costos posibles? Es probable que bastara un informe serio para que el proyecto cayera por sí solo. En cualquier caso, es mejor que caiga porque se vea que es absurdo, que por el tabú del trasvase. Al fin y al cabo, ni todo se acaba con este parche, ínfimo parche que viene del Ebro, que parece haber vuelto las aguas políticas a su cauce, ni las desaladoras son el paraíso ecológico. Por tanto, habrá que seguir buscando soluciones estructurales para que no tengamos que pedir por caridad un trasvasito cada dos años. Porque el peligro principal ahora es que el miedo a pisar los tabúes que marcan las líneas fronterizas internas al tripartito induzca a extender la idea de que, pasada la emergencia, se acabó el problema. Y el problema sólo acaba de empezar.

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