Reportaje:REPORTAJE

Malaria: la batalla decisiva

Hadrack Nuru no lo sabe, pero es un soldado en primera línea de una guerra mundial contra el terrorista más eficiente jamás visto. El terrorista se llama Plasmodium falciparum, el parásito de la malaria, que invade los organismos de 500 millones de personas cada año y mata cada día a tantas personas como Al Qaeda en Nueva York el 11 de septiembre de 2001. Más del 90% del millón de víctimas anuales corresponde a África, y la gran mayoría de ellas son niños menores de cinco años.

Shadrack Nuru, que tiene nueve meses, es uno de los bebés soldados de África, reclutado con la bendición de su...

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Hadrack Nuru no lo sabe, pero es un soldado en primera línea de una guerra mundial contra el terrorista más eficiente jamás visto. El terrorista se llama Plasmodium falciparum, el parásito de la malaria, que invade los organismos de 500 millones de personas cada año y mata cada día a tantas personas como Al Qaeda en Nueva York el 11 de septiembre de 2001. Más del 90% del millón de víctimas anuales corresponde a África, y la gran mayoría de ellas son niños menores de cinco años.

Shadrack Nuru, que tiene nueve meses, es uno de los bebés soldados de África, reclutado con la bendición de su madre para la primera ofensiva que ha lanzado la humanidad contra la malaria con posibilidades reales de triunfar desde que el primer mosquito escupió el primer parásito en el sistema circulatorio humano hace mucho tiempo, antes incluso de Hipócrates, el griego inventor de la medicina que anotó por primera vez los síntomas de la enfermedad, hace 2.500 años. Los sucesores actuales de Hipócrates están de acuerdo en que ningún mal ni la peste bubónica, ni la tuberculosis ni el sida ha causado más enfermedad y muerte en la historia de la humanidad, ni se ha mostrado tan difícil de derrotar. Diezmó ejércitos durante las dos guerras mundiales y entre sus víctimas más ilustres se encuentran Alejandro Magno, Dante, el sacro emperador Carlos V y Lord Byron.

Shadrack es uno de los 340 bebés de la región de Bagamoyo, en Tanzania, que están en la vanguardia de la campaña mundial para derrotar a este tenaz enemigo. Los bebés participan en una serie de ensayos clínicos ciegos que están llevándose a cabo en toda África para comprobar la eficacia de la vacuna más prometedora que se ha creado contra la malaria. A la mitad se les inyecta la vacuna experimental; a la otra mitad, una vacuna de control.

Los médicos del centro de salud e investigación de Bagamoyo en el que se llevan a cabo los ensayos no saben qué niño ha recibido cada cosa, pero cuando vieron a Shadrack hace poco, esperaron que no hubiera sido la vacuna experimental. El niño, tendido sobre una manta, sufría convulsiones, le salía espuma por la boca y los ojos se le quedaron en blanco. Su madre, cuyo único hijo es Shadrack, miraba la escena paralizada de dolor, consciente de que no podía hacer nada para ayudar, que ni siquiera cogerle en brazos podía servir de algo, porque el niño había entrado en una inconsciencia febril. Uno de los dos médicos presentes dijo que parecía malaria cerebral, el tipo más mortal.

Como habitante de Bagamoyo, un húmedo pueblo a orillas del océano Índico, el médico tiene un interés personal, más allá del científico, en encontrar una vacuna que prevenga la enfermedad. Tanto él como otros médicos con los que hablé en el centro de salud un destartalado complejo de casas bajas que alberga a investigadores sobre la malaria de categoría mundial me dijeron que los ataques de malaria en esa zona eran tan corrientes como el resfriado común en Europa. Uno me dijo que calculaba haber sufrido 70 ataques de malaria a lo largo de sus 38 años de vida.

La madre de shadrack miraba a su bebé y sufría, pero tenía motivos para agradecer la decisión de haberle ofrecido para los ensayos de la vacuna, porque los que dirigen la lucha local contra la malaria vigilan rigurosamente la salud de sus guerreros infantiles. Para la Tanzania rural, en la que como contaban los médicos de Bagamoyo sigue dedicándose 10 veces menos dinero a la malaria que al sida, el envío de una ambulancia a por Shadrack apenas 24 horas después de que su madre detectara los primeros síntomas de la enfermedad representó un servicio cinco estrellas. Sus posibilidades de sobrevivir, una vez en el hospital, eran muy superiores a la media de un país en el que, según los médicos de Bagamoyo, murieron de malaria unos 100.000 niños en 2007.

Si Shadrack sobrevive y llega a adulto, puede que un día mire hacia atrás con cierto orgullo por el pequeño papel que desempeñó en la guerra mundial contra los terroristas invisibles de la naturaleza. Él y los otros 339 niños de los ensayos de vacuna en Bagamoyo forman parte de un gran proyecto en el que acabarán interviniendo 16.000 niños de media docena de países africanos. La monumental tarea consiste en evaluar la eficacia de la vacuna RTS,S, en la que el médico español Pedro Alonso, responsable de las alentadoras pruebas clínicas llevadas a cabo en Mozambique durante los últimos cinco años, ocupará un papel central. Hasta ahora, los resultados con RTS,S, fabricado por el gigante farmacéutico GlaxoSmith¬Kline, han demostrado una eficacia de alrededor del 65% en el grupo más vulnerable, el de los niños menores de un año.

Alonso es uno de los generales en esta guerra. La dirección estratégica procede de una pareja de Seattle, Bill y Melinda Gates. Los mil millones de dólares proporcionados por su fundación privada para la salud han sido el motor de una campaña mundial por la que el gasto en la lucha contra la malaria se ha cuadruplicado desde el año 2000. Hace tres meses, el 17 de octubre, el matrimonio más rico del mundo organizó una reunión del alto mando de la malaria. Invitaron a Seattle a los 300 mayores expertos del mundo científicos, altos funcionarios de la ONU y de gobiernos, responsables de ONG, ejecutivos de la industria farmacéutica para discutir cómo maximizar su talento y energía. El punto culminante de la reunión fue un discurso que pronunció Melinda Gates.

Contó que ella también había tenido una experiencia Shadrack. Desde que visitó la clínica que dirige el doctor Alonso en Manhiça (Mozambique) le persigue el recuerdo, dijo, de una niñita a la que los médicos habían diagnosticado un caso severo de malaria. Ningún niño debe morir de malaria. Ningún niño, declaró. Y la única forma de acabar con la muerte por malaria es acabar con la malaria. Al decir acabar se refería, cosa que provocó exclamaciones entre los asistentes, a erradicar, lo que en la comunidad de los dedicados a la malaria denominan la palabra e, porque hasta aquel momento la habían considerado casi tabú peligrosamente soñadora para la mente científica Cada vida, continuó la señora Gates, tiene el mismo valorTodo lo que no sea proponerse a erradicar la malaria es aceptar la malaria; es hacer las paces con la malaria Y eso es sencillamente inaceptable.

Si se trataba de no hacer las paces, por tanto, había que hacer la guerra. Conquistar la malaria es una de las tareas médicas más ambiciosas de todos los tiempos, reconoció Melinda Gates; pero retó a las principales mentes científicas del mundo a em¬¬prenderla. Para la mayoría de los 300 de Seattle, el discurso marcó un hito. Los Gates tienen toda la razón, reflexionó Pedro Alon¬so, que estuvo en Seattle y ha pasado su vida de adulto luchando contra la malaria en toda África. Por supuesto que es complicado, pero la gran verdad moral que han sabido identificar los Gates es que no apuntar a la erradicación es inaceptable. Por eso desde la reunión de Seattle ya no se trata de saber si vamos a derrotar a la malaria, sino cuándo y cómo.

Eso no quiere decir que la vacuna RTS,S, con la que su nombre se ha asociado en todo el mundo, sea la solución. Alonso está de acuerdo con otro de los generales de esta guerra, Marcel Tanner, en que, pese a la probabilidad de que la primera vacuna contra la malaria se registre en 2011, ésta no es la solución definitiva contra la enfermedad, del mismo modo que las ofensivas militares en Afganistán e Irak no son la respuesta permanente contra el terrorismo humano.

Será una vacuna eficaz, pero imperfecta, dice Marcel Tanner, que habla suajili con fluidez, dirige el Instituto Tropical Suizo, financiado en parte por los Gates, y reparte su vida entre la tranquila y acomodada Basilea y el África subsahariana. Por desgracia, no es como la vacuna del sarampión o la polio. Tardaremos décadas en vencer la malaria, ésa es la realidad. Porque no existe una bala mágica. Necesitamos muchas balas mágicas. Hace falta una estrategia compleja en muchos frentes para combatir la malaria.

Esa expresión, estrategia en muchos frentes, es una especie de mantra para los médicos y científicos que conocí en Tanzania, tanto en Bagamoyo como en el centro de salud e investigación del que depende, en Ifakara, a 300 kilómetros y siete horas de baches hacia el interior. Ir allí desde Suiza es como viajar en el tiempo. En la fría e impecablemente burguesa Basilea vi a Tanner y visité el vasto campus así lo llaman de alta tecnología del gigante farmacéutico Novartis, el mayor fabricante mundial del mejor fármaco existente hoy contra la malaria. Es el prototipo de la gran farmacéutica: una ciudad de la era espacial podría ser Seattle dentro de una antigua ciudad europea, con unos 20 edificios altos relucientes de interiores que van desde los pasillos enmoquetados y forrados de madera hasta los salones de techos altos, grandes ventanales y suelos de mármol, amueblados con sillones de cuero blanco y negro.

Cuando se pasa de ahí al valle de Kilombero, en el último tramo en la lenta carretera que va de Bagamoyo a Ifakara, uno entra en un mundo en el que la revolución tecnológica del siglo XX apenas ha llegado. Es verdad que de vez en cuando se ve algún vehículo motorizado, y bastantes bicicletas; y algunos hombres llevan camisetas de fútbol con los nombres de Ronaldinho y Beckham. Pero las mujeres visten como debió de encontrarlas el doctor Livingstone, y los niños descalzos, muchos prácticamente desnudos en medio del calor tropical, parecen vivir en una burbuja temporal, un continuum que no ha cambiado desde hace milenios. La naturaleza es tan abundante que no hay ninguna necesidad acuciante. Las aldeas que bordean la carretera a Ifakara son escenarios de El libro de la selva de Walt Disney: cabañas de barro, grandes mangos cargados de frutos, plataneros, cocoteros, grandes campos llenos de maíz y caña de azúcar, y en todas partes, unas cabras orondas y de pelo reluciente, además de algún babuino que otro y, a lo lejos, algún elefante y alguna jirafa. Un paraíso, si no fuera por la malaria, por el duelo que causa y la desesperada carga que supone para la frágil economía de la agricultura de subsistencia, de la que vive casi todo el mundo.

Ifakara, me había dicho Marcel Tanner, significa lugar de muerte. Hasta hace 10 años, era la zona de malaria más letal del mundo; lo siguen siendo algunas de las zonas rurales aledañas. El precio de tanta exuberancia tropical son las aguas pantanosas en las que se reproducen más mosquitos que en ningún otro lugar del mundo. Ifakara tiene el récord mundial de número de mosquitos encontrado en una casa, en una habitación: 6.000, en 1988. Si existen la voluntad y la tecnología necesarias para contarlos, es gracias a la presencia, en la ciudad, de un centro de salud e investigación fundado hace medio siglo por el millonario farmacéutico suizo Rudolf Geigy. Tanner, su heredero científico, transformó el centro, de un laboratorio de campo suizo, en una especie de universidad de Oxford de la malaria, un foco de conocimiento en el corazón de la zona de guerra, que hoy dirigen los tanzanos y al que hacen peregrinaciones obligatorias los principales expertos mundiales.

Éste era el lugar para hacer dos preguntas: una, por qué representa la malaria un reto científico tan enorme, y dos, por qué es necesario, para derrotar la enfermedad, luchar en tantos frentes.

La respuesta a la primera pregunta me la dieron en el laboratorio del centro de Ifakara, equipado, en parte, gracias a la Fundación Gates, como prácticamente todos los proyectos relacionados con la malaria en el mundo. Uno odia el parásito de la malaria, pero tiene que admirarlo por su complejidad, su infinita capacidad de mutar y desarrollar resistencia a las armas que la humanidad emplea contra él, me explicó Debora Sumari, bióloga molecular. Cada nuevo fármaco que creamos acaba, con el tiempo, confundido, despistado por el parásito, que altera drásticamente su ADN y se disfraza. Es un parásito muy listo, siempre un paso por delante de las mentes científicas más preparadas.

Sumari pasa los días observando los diminutos organismos a través de potentes microscopios. En esta guerra mundial, se ve como una espía infiltrada tras las líneas enemigas, me dijo con una sonrisa, que se dedica a reunir datos sobre la forma de vida y las costumbres del adversario para tratar de adelantarse a su siguiente paso. Es como una partida interminable de ajedrez contra un adversario brillante y astuto.

El vehículo de transmisión de la malaria, el mosquito Anopheles, también es bastante brillante y astuto, y casi tan inescrutable como el parásito. Gerry Kileen, un entomólogo irlandés que lleva cuatro años y medio en Tanzania y es un experto mundial en el mosquito, bromeaba sólo en parte cuando me comentó: Sabemos más sobre el oso polar que sobre el mosquito; ¡ni siquiera sabemos qué come el maldito!. Kileen, que está en ello, admira al mosquito con el mismo ánimo ambiguo que mueve a Debora Sumari a admirar al parásito que transporta. Lamentablemente hay que reconocerlo: el mosquito es un asesino listo y elegante.

O asesina. Los machos no necesitan sangre para sobrevivir; sólo las hembras, para poner sus huevos. De modo que las que pican a los humanos son las hembras. El proceso es el siguiente. El mosquito, perteneciente al género Anopheles, transmisor de la malaria, lleva el parásito en las glándulas salivares. Se posa sobre la piel humana, localiza un vaso sanguíneo y lo perfora con su aguijón afilado y serrado. Entonces escupe saliva para evitar que se coagule la sangre, y absorbe ésta en su cuerpo. Luego, los parásitos entran en el torrente sanguíneo humano y se dirigen hacia el hígado, donde permanecen sin que se los detecte entre 7 y 10 días. El hígado es una especie de gimnasio orgiástico donde los parásitos no sólo se hacen grandes y fuertes, sino que también se reproducen en escandalosas cantidades, hasta multiplicar el número original que salió de la saliva del mosquito por 20.000. Después invaden el organismo con efectos devastadores: matan glóbulos rojos, diezman el hierro del cuerpo y obstruyen los vasos que riegan los órganos vitales. Cuando empieza a fallar el riego del cerebro malaria cerebral, el receptor humano del parásito muere.

La quinina, un producto natural descubierto por primera vez en Perú hace cientos de años, en las cortezas de los árboles, es el arma más antigua contra la malaria; el origen a su vez de un sofisticado derivado que se llama cloroquina, que representó tal vez la única contribución de valor duradero que hizo Alemania durante la II Guerra Mundial. Pero el último y mejor fármaco que hay hoy en el mercado es el Coartem, medicamento que combina un producto natural derivado de una planta originalmente hallada en China con un compuesto químico. Novartis produce el 70% del Coartem que hay en el mundo y, aunque es, con diferencia, el fármaco del que produce más volumen, lo vende a precio de coste. En realidad, Novartis pierde dinero con él, porque también distribuye de forma gratuita en toda África un montón de folletos educativos para enseñar a administrar la medicina. (En el primitivo despacho de un trabajador sanitario de una aldea cercana a Bagamoyo, vi en la pared el mismo cuadro de dosis de Coartem, con fotos y en suajili, que me había mostrado un directivo elegantemente vestido de Novartis en Basilea).

Si se toman las pastillas con la periodicidad recomendada, y a tiempo, el parásito muere al cabo de tres días. Muchas de las pruebas con Coartem se hicieron aquí en Ifakara, y funciona, me explicó Jullu Boniphace, el jefe de Sumari en el laboratorio de Ifakara. Pero sabemos que, en cualquier momento, el parásito nos sorprenderá. Debemos estar en alerta permanente. Si nos dormimos, tendremos al enemigo en la puerta.

Cuando Boniphace dice nosotros se refiere a toda la guarnición de la malaria en Ifakara, cada uno con su campo especializado. Los espías del laboratorio tienen su función, pero su trabajo se quedaría en ciencia abstracta, como dice él, si los soldados encargados de áreas como la logística y la propaganda no cumplieran con su deber.

La propaganda, o la educación, es una dimensión de la guerra de la que podría ser fácil olvidarse si uno está en Seattle, pero es un instrumento tan esencial para combatir la malaria como las principales mentes científicas de las que habló Melinda Gates. Uno de nuestros peores enemigos es la ignorancia, explicaba Angel Dillip, una socióloga médica que ayuda a dirigir una especie de circo itinerante de músicos y actores que llegan en grandes camiones a aldeas remotas y tratan de hacer hincapié en la urgente necesidad de buscar ayuda médica inmediata en cuanto aparecen los primeros síntomas de fiebre, agotamiento y dolores musculares. Un problema importante es la fe de la gente en los curanderos tradicionales, que les dicen que la enfermedad es una maldición creada por un jinn, un espíritu, y que sólo ellos pueden curarla, explicó Dillip.

La logística incluye, por un lado, un departamento de estadística en Ifakara, que da empleo a más de 60 trabajadores de campo y mantiene actualizados los historiales de salud y economía básica de 19.000 hogares. Sin esos datos sería imposible que, por ejemplo, Novartis pudiera valorar la eficacia de los nuevos fármacos. La logística significa asimismo llevar los medicamentos y aspecto fundamental en los últimos años las mosquiteras a zonas lejanas en las que las carreteras son prácticamente inexistentes. La aparición de mosquiteras tratadas con insecticida, lavables y cada vez más eficaces fruto de la enorme investigación hecha, entre otros, por Pedro Alonso en los años noventa ha contribuido de forma significativa a reducir el número de muertes por malaria en Ifakara desde aquel recuento histórico de mosquitos de 1988.

Ifakara ofrece una visión del éxito, como dice un médico local, pero el problema es que la concentración de armas de última generación en este rincón de la guerra planetaria no se va a poder replicar fácilmente en el resto de África. Y, pese a todo, no son suficientes ni siquiera aquí para poder erradicar la malaria, lo cual señala hasta qué punto la pobreza es un obstáculo en la lucha contra la enfermedad.

Si un país como Italia, en el que la malaria fue endémica desde la época del Imperio Romano hasta los años treinta, ha sido capaz de acabar con ella, es en gran parte gracias a proyectos de obras públicas que permitieron eliminar las alcantarillas abiertas en las que se crían las larvas de mosquito; eso sumado a que la gente tiene ventanas en las casas y a que existe acceso rápido a la asistencia médica. La pobreza africana significa, como me explicó un médico de Bagamoyo, que los padres muchas veces se ven obligados a tomar decisiones cruelmente complicadas. Si uno vive lejos de una ciudad y su hijo cae enfermo en una época en la que una familia que vive de la agricultura no tiene más remedio que sembrar, la elección que tiene que hacer es imposible, me explicó el doctor Kafuruki Shubis. ¿Se lleva al niño al centro de salud, un viaje que le cuesta un dinero que casi no tiene y en el que tarda dos o tres días, entre ir y volver, cuando sabe que eso supone dejar los campos sin sembrar y a su familia hambrienta? ¿O deja que se muera su hijo?.

A veces, un padre escoge esto último, decía el doctor, una prueba más de lo compleja y multifrente que es la guerra contra la malaria cuando se examina lo que se vive en África; y una prueba más de la importancia del dinero para que el sueño de los Gates pueda hacerse realidad.

No obstante, al empezar el siglo XXI, el dinero está llegando. En los años cincuenta hubo un esfuerzo para combatir la enfermedad en todo el mundo, pero se acabó abandonando cuando se vio que África era demasiado difícil de tratar con la ciencia de la que se disponía. Después vinieron 30 años en los que, salvo un reducto de médicos obstinados, el mundo prácticamente se dio por vencido.

Hasta que un día, en el año 2000, Bill Gates miró a su alrededor y decidió que la forma más fructífera de reinvertir los millones acumulados a través de su imperio del software, Microsoft, era intentar establecer un equilibrio sanitario entre los países ricos y los países pobres. El impulso ofrecido por la Fundación Gates ha desembocado en la aparición de un nuevo fenómeno, una asociación del sector público y el privado en la que los gobiernos sobre todo los de Estados Unidos y Reino Unido, hasta ahora juntan sus recursos con los de organismos internacionales como la Organización Mundial de la Salud, instituciones benéficas privadas y empresas farmacéuticas para luchar juntos contra la malaria. En el caso del desarrollo de la vacuna RTS,S, esta nueva colaboración ha sido decisiva. Si el presidente de GlaxoSmithKline hubiera propuesto el desarrollo de algo tan complejo, lento y costoso como la vacuna de la malaria sólo con el dinero de la empresa, sabiendo que el único mercado para tal vacuna sería el de los países más pobres, le habrían despedido de forma inmediata. Así son las cosas en el mundo capitalista, comenta Pedro Alonso, y tiene poca utilidad práctica gritar en contra. Por tanto, dado que compañías como GSK son las únicas capaces de desarrollar y fabricar una vacuna tan compleja, la solución ha sido que el sector público de esta nueva coalición mundial se encargue tanto de financiar los ensayos de laboratorio preclínicos como de ofrecer una garantía de adquisición de un número suficiente de vacunas, una vez que estén registradas, para cubrir los costes empresariales.

Gracias a este esfuerzo coordinado, y al dinero que, a día de hoy, procede en un tercio del sector privado y en dos tercios de los contribuyentes, ha sido posible que lugares como Bagamoyo e Ifakara cuenten con sofisticados centros de investigación; gracias a ello ha sido posible que mosquiteras gratuitas hayan llegado al 20% de la población africana necesitada, y que haya más en camino; que la producción y la distribución de Coartem hayan aumentado 25 veces en los tres últimos años; que se estén llevando a cabo investigaciones para estudiar desde peces que devoran las larvas de mosquito y dispositivos electrónicos que fríen a los mosquitos cuando están volando, hasta un complejo programa en el que se está trabajando en Estados Unidos para extraer saliva infectada de los mosquitos y utilizarla como vacuna antiparasitaria; y la propia vacuna RTS,S, que no es más que una de las posibles balas mágicas, pero quizá la mejor que haya surgido hasta el momento.

Salim Abdulla, que en la actualidad dirige el centro de investigación de Bagamoyo, tiene un doctorado de la Escuela de Medicina Tropical de Londres y es un veterano de Ifakara, donde desempeñó un papel crucial en el desarrollo de Coartem. Fue uno de los 300 de Seattle y se le considera uno de los generales de la guerra contra la malaria, junto a Alonso y Tanner. Abdulla posee una sana dosis de escepticismo científico, pero ve motivos para ser optimistas. Somos la primera generación en la historia de la humanidad con una seria posibilidad de vencer la malaria, me dijo. Pero ni se me habría pasado por la cabeza decir algo semejante hace 10 años, cuando estábamos solos, olvidados y con poco dinero. Veíamos todo el bombo que rodeaba al VIH-sida, veíamos la malaria y, francamente, nos deprimía. Pero ahora hay una energía dirigida hacia aquí, hacia los que estamos en África dedicados a esta guerra, que no habíamos sentido nunca. Lo vi en Seattle y me impresionó.

¿También le impresionó la retórica churchilliana de los multimillonarios? Somos dolorosamente conscientes de los obstáculos a sortear. Aplaudimos el trabajo científico, pero sabemos mejor que nadie que la gran pregunta es: ¿cuál es el mejor uso de esos recursos científicos?, ¿qué efectos útiles pueden tener en el mundo real? Los Churchill hacen los llamamientos a la erradicación; nosotros somos la gente que lucharemos para llevarla a cabo. El reto es enorme, pero precisamente por eso damos las gracias a los Churchill, a los Bill y Melinda Gates. Nos sirven de inspiración a los soldados de a pie para creer que un día venceremos.

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