Reportaje:

Teatros desnudos

Es un mero cambio de perspectiva el que se requiere. Algo tan sencillo como darse la vuelta. Mirar al revés. El poder de santuario que para el espectador poseen los escenarios es el mismo que ejercen las plateas sobre los artistas. Los lugares sobre los que reposa y se acumula el juicio. Un foro soberano. Nada más y nada menos que eso son los patios de butacas para casi todos aquellos que se suben a un escenario. Desde los griegos hasta nuestros días.

Otras cosas también. Lugares hostiles muchas veces, cuevas en las que se pierde la noción del tiempo. Objetos de seducción constantes, es...

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Es un mero cambio de perspectiva el que se requiere. Algo tan sencillo como darse la vuelta. Mirar al revés. El poder de santuario que para el espectador poseen los escenarios es el mismo que ejercen las plateas sobre los artistas. Los lugares sobre los que reposa y se acumula el juicio. Un foro soberano. Nada más y nada menos que eso son los patios de butacas para casi todos aquellos que se suben a un escenario. Desde los griegos hasta nuestros días.

Otras cosas también. Lugares hostiles muchas veces, cuevas en las que se pierde la noción del tiempo. Objetos de seducción constantes, espejos que reciben y devuelven todos los reflejos. Un símbolo de cualquier tierra de promisión, muchas fronteras difusas. El otro lado, la dimensión desde la que el arte nos tiende la mano para entrar en su seno… Conquistar las plateas se convierte en la ambición diaria de cada sujeto expuesto en mitad de un escenario.

¿Cómo? "En las plateas están todos aquellos que miran", afirma José Luis Gómez, actor, director, responsable del Teatro de la Abadía, en Madrid, un escenario que fue templo de culto a Dios y ahora lo sigue siendo, pero para el arte. "Cualquier objeto observado se altera. La mirada de un espectador altera el juego de un actor. Cualquier actor solo y sin público se enfrenta al vacío", comenta Gómez.

Es un lugar propicio para sentarse y soñar, el diván de todas las aspiraciones. Una platea solitaria también relaja y ayuda. Lo comenta Calixto Bieito, que ha calentado los ánimos de varios teatros de Europa. El director es un revulsivo, obstinado sacudidor de todas las conciencias, experto en hacer pedazos cualquier intención placentera y de evasión, cualquier voluntad de eso que tanta gente busca en el teatro, el concepto "pasar un buen rato".

Sus montajes operísticos y teatrales proponen toda una intención y están sometidos a la necesaria revisión del tiempo, sea en Shakespeare o en Verdi, en Wagner -en estos momentos prepara un Holandés errante para Stuttgart-, en Mozart o en Calderón de la Barca. Bieito vive su particular relación de amor y odio con los patios de butacas. "Cada uno de ellos es diferente", suelta.

Con algunos ha establecido alianzas difíciles de traicionar. Como en el Dramaten, de Estocolmo: "Recuerdo todavía su olor dulzón una noche que nos sentamos allí a soñar unos compañeros y yo cuando estábamos estudiando". ¿A soñar qué? "Dirigir en los mejores teatros del mundo", cuenta Bieito. Ya lo ha conseguido. Su firma es imprescindible hoy en cualquier festival que se precie, en cualquier programación estable de altura. Sobre todo y con prioridad para el Romea de Barcelona, que él dirige. "Muchas noches enciendo la luz de la sala y me siento allí solo, a pensar", confiesa. "Ver el escenario vacío me inspira y lo voy llenando de cosas". Como un pintor traza las figuras de un cuadro, como un escultor talla sus moldes.

"Las plateas acumulan sueños", sigue Bieito. "De alguna forma me han salvado la vida. Allí me dejo llevar, incluso pierdo la noción de la noche y el día". Recuerda alguna especialmente: "La del Cinema Avenida, en Miranda de Ebro; el olor a pipas se me quedó grabado de niño". Otras no han sido tan amables. "Pueden dar mucho miedo. El Liceum de Edimburgo, por ejemplo, cuando estrené La vida es sueño; el Coliseum de Londres, cuando hice Don Giovanni, fueron muy fríos, muy egoístas. Ese público de pura flema británica, gritando, sublevados…". No hay duda de que le gusta deslizarse por el filo, aunque no suele salir de sus casillas: "Irritarme, nunca me ha irritado una mala reacción", concluye. No tiene cuentas pendientes.

Gómez ha pensado mucho sobre las plateas, sobre lo que dan en el juego teatral. "Lo principal es que favorezca la mirada", comenta mientras saborea un whisky antes de cerrar su oficina a última hora de la tarde. Por eso para él existe el mejor teatro del mundo: "Es Epidauro, en Grecia. Los teatros de entonces eran óptimos para eso". Cree en los teatros que han acabado con las jerarquías en sus salas. "Me decanto por la platea socializada, la que no propone privilegios ni distinciones como pasó en los teatros a la italiana".

Por supuesto, deben ser cómodas, aunque sin pasarse. Gómez elige cuidadosamente los asientos de la Abadía. "Los he probado personalmente", asegura. "Deben ser confortables, pero no del todo, porque eso puede distraer mucho. Hay que evitar que el espectador se duerma, por supuesto". Lo fundamental es, según Gómez, "que sean ergonómicos, que la energía circule bien por el cuerpo".

Con el público expectante, colocado en las butacas, da comienzo la ceremonia teatral. Las plateas llenas imponen respeto, aunque no dan miedo, afirma Gómez: "Miedo no, pero inseguridad sí generan", aunque eso nunca es culpa del público, sino de los actores o directores. "Cuando los ves sentados, la inseguridad no llega porque los veas, sino porque no estás preparado todavía para enfrentarte a ellos en una función".

Aun así, una platea llena es mucho más alentadora que una vacía, afirma Gerardo Vera, director del Centro Dramático Nacional (CDN). "Una platea vacía es la muerte. Significa que te has equivocado, que lo que propones no le interesa a nadie, es la muerte", cuenta Vera. Él las ha conocido en muchas facetas, como director artístico, como director de escena y ahora como responsable de una institución tan importante como el CDN.

Para él, las plateas producen dos cosas: "Vértigo y esperanza". Dos caras antagónicas. Propias de esa relación amor / odio que los artistas mantienen con ellas. "Vértigo cuando están llenas. Porque, en el fondo, aunque lleves años confrontando experiencias, te la sigues jugando y te colocas en el escaparate. Y esperanza cuando están vacías porque mientras ensayas siempre trabajas ilusionado, pensando que vas a acertar", afirma Vera.

Los estrenos son el momento crítico. No hay nada que se compare con esa adrenalina que despiden las primeras veces. Quizá es sólo equiparable al encuentro de dos amantes por primera vez. Saltan chispas. Pero hay un personaje que en ese trance siempre anda perdido. El director de escena. "No estás en la platea porque ya es propiedad del público aunque tú hayas sido dueño y señor de ese espacio en los ensayos. No estás en el escenario porque, sencillamente, estorbas. Así que te quedas en los pasillos, como un perro sin amo, esperando la reacción de los espectadores", relata Vera en el María Guerrero.

A él le ha tocado vivir tiempos difíciles y estrenos tormentosos, pero los pateos y los insultos le motivan mucho más que el desprecio, que el fracaso de un teatro vacío. "Recuerdo un estreno de Carmen en el teatro de la Zarzuela. Lo dirigía Pilar Miró, y yo había hecho los decorados y el vestuario. La pitada fue tremenda. Pero no por la obra, fue en la época que había estrenado El crimen de Cuenca, y esa España negra que todos conocemos se lo hizo pagar. Creí que esos tiempos habían pasado, pero me temo que hay cosas que se repiten", comenta el director.

Pero las plateas también sugieren fronteras infranqueables, espacios apartados, dos mundos, como señala la soprano neozelandesa Kiri Te Kanawa, retirada de los montajes operísticos y dedicada ahora a los recitales y a la enseñanza con su fundación para jóvenes cantantes. "Una platea vacía no me dice nada. No es nada, tiene que llenarse para cobrar vida", afirma la cantante. Aunque público y artistas, juntos en comunión compartiendo el hecho escénico, siempre provendrán de mundos diferentes: "Hay que recordar que los dos siempre entramos por puertas distintas".

Esa sensación de letargo de las plateas abandonadas y en penumbra también la siente Eduardo Arroyo. El artista español ha conocido muchas en su vida de la mano de Klaus Maria Grüber, con quien ha escenificado óperas y obras de teatro en toda Europa. Para él, el patio de butacas tiene un color: "El rojo. Es como un mar rojo que, unido a los dorados, da sensación de palacio desierto". Lujo y resplandor oscuros, inquietantes…

Como en Salzburgo, donde Arroyo ha puesto en pie varias óperas tras duros ensayos en los que el hecho de entrar en el teatro suponía refugiarse. "Es muy especial esa ciudad nevada, con sus estatuas y calles vacías en marzo, por ejemplo. Entrabas al teatro y te sentabas en la platea vacía. Al ver llegar a los músicos de la orquesta y escucharles, te hacía entrar rápidamente en calor", comenta. Como un fuego encendido en mitad del frío.

"O como un volcán", sugiere Arroyo. Lo que está claro es que esa lava que despiden, para bien y para mal, nos arrastra a todos.

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