Columna

Las cenizas de Pablo

La plaza donde Pablo, con sus dos años y medio, solía jugar no tiene nombre. Se trata de uno de esos lugares donde se cuece la vida y en los que puede surgir el siguiente milagro a espaldas de los proyectos municipales megalómanos. Es el escenario del auténtico Madrid moderno, a la izquierda, según se remonta el paseo de Extremadura. Allí crecen de chiripa entre las baldosas nueve árboles bastardos de tierra donde enraizarse, se pueden contar seis bancos atiborrados de jubilados, madres latinas pendientes de su prole, vecinos que matan el tedio vespertino de cháchara con la compañía de una lit...

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La plaza donde Pablo, con sus dos años y medio, solía jugar no tiene nombre. Se trata de uno de esos lugares donde se cuece la vida y en los que puede surgir el siguiente milagro a espaldas de los proyectos municipales megalómanos. Es el escenario del auténtico Madrid moderno, a la izquierda, según se remonta el paseo de Extremadura. Allí crecen de chiripa entre las baldosas nueve árboles bastardos de tierra donde enraizarse, se pueden contar seis bancos atiborrados de jubilados, madres latinas pendientes de su prole, vecinos que matan el tedio vespertino de cháchara con la compañía de una litrona e inmigrantes que tocan los bongos o escuchan en el compact portátil discos de salsa.

Por el suelo ruedan tres balones, con sus correspondientes niños detrás, que utilizan, según les da, la lona metálica del quiosco como portería o los pivotes de la acera como postes. La pelota sale una y otra vez a la carretera y los chavales esperan a que alguien se la devuelva. Ahora son más conscientes que nunca del peligro del tráfico. La desgracia ajena les ha valido de escarmiento desde que Pablo muriera atropellado por un coche que no pudo frenar a tiempo cuando el niño salió de entre los cubos de basura aparcados enfrente de la tienda de sus padres, junto a la plaza, en la calle de Santa Áurea.

Desde entonces, Jiaman, su mujer y Jesús, el hermano de Pablo, no levantan cabeza y penan su pérdida entre las manzanas, los refrescos y los helados que venden a lo largo de una más que intensa jornada que suele acabar cerca de la medianoche. Algunos vecinos se acercan todavía a darles el pésame, aunque al padre le cueste hablar. "Tengo mucha pena y lloro, lloro. Mi mujer, peor", dice.

Pero la muerte del niño no sólo les desconsuela a ellos. Ha hundido también a los vecinos que paseaban al niño por el barrio, a las señoras que le daban de merendar o le llevaban a comer a su casa y a las feligresas que después de salir de misa los domingos, en la parroquia de Santa Justa y Santa Rufina, pegada a la frutería y al locutorio Al Haroon, que regentan unos paquistaníes, le soltaban porque sí una paga semanal.

Pablo era la mascota del barrio, y ahora se ha convertido en un símbolo. Unos vecinos anónimos -ni Juan José Gómez, el párroco, sabe quiénes son- han abierto una cuenta en la sucursal de Caja Madrid que hay en la misma plaza para recaudar dinero con el que, primero, y según el cura, retirar las cenizas del niño del crematorio donde le incineraron, algo que cuesta 2.300 euros, y luego pagar un billete de avión a su madre de vuelta para China, donde ella quiere llevarlas.

Los carteles con el aviso resaltan en los cristales de todos los comercios de alrededor. Desde el estanco y la competencia de la tienda La Fortuna, que han abierto otros chinos, hasta en el locutorio, donde, bajito, resuenan cánticos de plegarias musulmanas entre las sillas con la tapicería rasgada, las tarjetas telefónicas colgadas en la pared junto a carteles con los prefijos de todo el mundo y anuncios a mano de empleadas por horas y realquileres de habitaciones a 250 euros.

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"Vecinos muy bien con nosotros", comenta emocionado el padre. ¿Y las cenizas del niño, Jiaman, todavía no se las han dado? "No puedo decir, perdone, no puedo decir", suelta entre lágrimas el hombre. Mientras espera la solidaridad del barrio, pacientemente, mata el tiempo en la tienda, que es como su casa, antes de retirarse a dormir a un agujero donde, según comenta el sacerdote, "deben estar alojados en una habitación, todos amontonados, en un piso con más chinos".

Esta vez, la desgracia de Pablo, en vez de un conflicto, en lugar de la tensión por motivos raciales que a veces aparece en los periódicos, las radios y las televisiones, ha despertado la solidaridad de un barrio más que deprimido pero convertido por el empuje y la solidaridad espontánea de sus vecinos en el argumento digno de una película de Frank Capra, el autor de ¡Qué bello es vivir! y en el palpable ejemplo de que cuando la gente se empeña en unirse y ayudarse destroza las razones de quienes siembran divisiones ficticias. El rostro de esta ciudad maravillosa sonríe y levanta la cabeza con orgullo cuando nos muestra verdades como éstas.

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