Una ciudad averiada

A la luz de las velas en La Dama

Anteayer y ayer el Eixample estuvo a oscuras, así que a la hora de cenar estuve llamando a distintos restaurantes para ver cómo seguía la cosa. En La Dama, que está en la Diagonal haciendo esquina con Enric Granados, no cerraron a pesar de estar a oscuras, porque tenían reservas. Me contaron que estaban iluminando los comedores con velas. Los camareros servían la comida con linternas y en el pasillo que conduce al baño también habían dispuesto velas por los rincones. Era, pues, el día de permitirse la alegría de ir. Sería la primera cena romántica de mi vida.

No sé si conocen el edifici...

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Anteayer y ayer el Eixample estuvo a oscuras, así que a la hora de cenar estuve llamando a distintos restaurantes para ver cómo seguía la cosa. En La Dama, que está en la Diagonal haciendo esquina con Enric Granados, no cerraron a pesar de estar a oscuras, porque tenían reservas. Me contaron que estaban iluminando los comedores con velas. Los camareros servían la comida con linternas y en el pasillo que conduce al baño también habían dispuesto velas por los rincones. Era, pues, el día de permitirse la alegría de ir. Sería la primera cena romántica de mi vida.

No sé si conocen el edificio de La Dama; si no, les recomiendo que vayan a verlo. Sólo les digo que como se entere Woody Allen de que existe un lugar como éste, ambientará media película allí (de hecho, siempre que he ido a cenar estaba lleno de extranjeros). El edificio es del año 1918 y es obra del arquitecto Sayrach. Imaginen un vestíbulo gigante, con un portero tras su mesa, y unas escaleras señoriales que conducen al principal. Ese principal es un piso modernista con salones y más salones. Allí está La Dama, un lugar en el que los camareros tienen oficio, vocación y alegría. Yo lo conocí porque una vez, la periodista Àngels Barceló, a la que doy todo el crédito del mundo, escogió el lugar para una entrevista televisiva. Pensé que un día, cuando cobrase, tenía que ir.

Mi acompañante (que esa noche cumplía 33 años) y yo llegamos a las 21.30 y el recibimiento fue único. Subimos las oscuras escaleras y el chef Teo García nos abrió la puerta de la mansión con un candelabro en la mano. Era la primera vez que un señor vestido impecablemente nos recibía en una mansión con un candelabro. Le seguimos por los salones llenos de velas y nos sentamos a una mesa también iluminada con el mismo sistema. Como les digo, iba a ser mi primera cena con velas (ya que yo sólo ceno con velas si se va la luz).

Demostrando su profesionalidad, Teo García nos trajo una linterna para que viésemos la carta y también para que después viésemos la comida. Para el señor García, que compagina su trabajo en La Dama con el de escultor (firma sus trabajos como Garmaz), es muy importante que sus clientes vean lo que comen. Si ustedes van al restaurante, se maravillarán viendo trabajar a un profesional. Le hemos visto trinchar un faisán y le hemos visto pelar una naranja y hace las dos cosas como un doctor. Empezó a trabajar en el año 1964 en Madrid. Luego estuvo en el hotel Duran, de Figueres, donde conoció a Dalí. "Yo allí era el último mono", explica. "Dalí nos pedía siempre la mesa de la bodega. Era la época en que no estaba con Gala y venía siempre con sus amigos transvestidos". Luego, Teo trabajó en Via Veneto durante 18 años y ya lleva 20 en La Dama. Se queja de que los camareros jóvenes salen de la escuela sin saber nada y con poca vocación. "Pero comprendo que no les guste", explica. "En este trabajo vas al revés...".

A golpe de linterna vemos la carta, aunque, siendo como es esto una cena romántica y lujosa, pedimos algo que teníamos muchas ganas de comer: un filete chateaubriand. Da gusto ver a los camareros haciendo su trabajo, cortando la carne a la luz de las velas, disponiendo las verduras y la salsa bearnesa, que es la que suele acompañar a este plato (se llama así por François-René de Chateaubriand, que, según dicen, fue el primero en servirlo a Napoleón).

A nuestro lado, una pareja disfruta de la extraña situación tanto como nosotros. Venían a cenar y se han encontrado con un palacete iluminado con candelabros. Sí, claro, si alguien quiere velas no tiene más que ir a un restaurante de los de El Born. Pero allí las velas son de dos centímetros, como las votivas, y están destinadas a que el comensal no distinga el plato de fusión que se lleva a la boca. No son un elemento útil, son una tendencia. Esto es distinto. En la mesa del salón contiguo hay un grupo de extranjeros. Creo que son alemanes. Piden gazpacho y también jamón serrano. El anfitrión, que es catalán, les está intentando explicar lo que es Andorra. Les habla de Arantxa Sánchez Vicario, de los copríncipes y de los quesos de bola. Pero a la luz de las velas todas las conversaciones tienen otro aire, entre conspirador y picante.

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A pesar de la falta de luz, en el restaurante tienen hielo y pueden preparar dry martinis. También pueden cocinar y hacer funcionar los hornos. Hasta pueden cobrar la cuenta con tarjeta (cuenta que también te traen con una linterna para que lo puedas repasar). Pero, entonces, a las 23.10 vuelve la luz. "Desde las 10.30 que estamos así...", se queja don Teo García. (Todos los helados, el pescado o la carne que guardaban en las cámaras se les han echado a perder). El aire acondicionado empieza a funcionar, lo que es una gran alegría. Las luces se encienden y las velas se apagan. Vuelve el hilo musical. El volumen de las conversaciones sube y pierde su tono íntimo. Así que pienso en un cuento de Boris Vian (cómo les gustará si le leen) en el que la ciudad se ve envuelta en una niebla intensa. Los ciudadanos no ven nada y tienen que aprender a funcionar a oscuras. Eso propicia gran concupiscencia. A causa de la niebla, todos fornican con todos con gran alegría. Pero un día, sin embargo, la niebla desaparece y todos ellos, por unanimidad, deciden sacarse los ojos.

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