Reportaje:

Si Mao no hubiera llegado al poder... esta mujer podría reinar en China

A veces la gente se arrodilla ante ella. Entonces imagina qué pasaría si perdiera el control, si por una vez no se portara como es debido y, simplemente, siguiera su camino. No respetar las convenciones. Mostrar sus puntos débiles sin miedo a las consecuencias, olvidar el pasado, la familia, aunque sólo sea un instante. Pero se sobrepone, sonríe y pide a quien tiene delante que se incorpore. El momento de rebeldía ha pasado.

Le cuesta distinguir cuándo están tratando con ella y cuándo con la princesa. Este interrogante asalta a Qiongma una y otra vez. Es una pregunta sin respuesta. Si c...

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A veces la gente se arrodilla ante ella. Entonces imagina qué pasaría si perdiera el control, si por una vez no se portara como es debido y, simplemente, siguiera su camino. No respetar las convenciones. Mostrar sus puntos débiles sin miedo a las consecuencias, olvidar el pasado, la familia, aunque sólo sea un instante. Pero se sobrepone, sonríe y pide a quien tiene delante que se incorpore. El momento de rebeldía ha pasado.

Le cuesta distinguir cuándo están tratando con ella y cuándo con la princesa. Este interrogante asalta a Qiongma una y otra vez. Es una pregunta sin respuesta. Si calla sus orígenes, traiciona a su familia; si los revela, la actitud de su interlocutor cambia de inmediato. De vez en cuando disfruta de la atención que despierta, hasta que vuelve la duda: ¿se mostraría tan cortés o tan fría esa persona si ella no fuera Qiongma, descendiente de la emperatriz china Cixi, la viuda del emperador? De acuerdo con la tradición, la línea genealógica termina con la quinta generación, es decir, con ella. Se considera que la sexta ya no tiene pureza de sangre. Qiongma es la última princesa, una princesa sin reino.

Qiongma dice que su país, China, es como un adolescente agotador que aún no sabe qué hacer con sus energías
"Hemos perdido nuestra historia", dice ella. "Una nación sin pasado es una nación sin futuro", añade su padre

Qiongma observa su ciudad, Shanghai, a través de la ventanilla del taxi. Es mediodía, el sol brilla, apenas circulan coches. Si está de suerte, tarda sólo media hora en llegar al centro desde su casa. Pero normalmente tropieza con un atasco. Su cabeza casi toca el techo del vehículo; tiene 46 años y es inusualmente alta para lo habitual entre las mujeres chinas. En su mano izquierda lleva un anillo de plata cubierto de diamantes diminutos que le llega hasta más allá de la mitad del dedo.

Desde la ventanilla se divisan esqueletos de rascacielos a medio construir, monumentos que testimonian la aceleración de los cambios sociales en el país. Cuando Qiongma se mudó de Pekín a Shanghai hace 13 años, apenas había restaurantes, carteles publicitarios o edificios altos. Ahora, la ciudad le resulta prácticamente irreconocible. Cada día le muestra una cara distinta. Desaparecen antiguos barrios residenciales, Shanghai entierra su pasado. Sin tiempo para lamentaciones.

Qiongma dice que su país es un adolescente que todavía no sabe qué hacer con sus energías. A veces, este adolescente le resulta tan agotador que Qiongma se encierra en su casa durante semanas. No ve a nadie, sumergida en sus manuscritos. La princesa escribe guiones para películas y series de televisión. El exterior sólo es motivo de distracción. Es como si su personalidad se enfrentara con su patria. Se expresa en inglés con fuerte acento. Cuando habla, sus ojos se funden con los de su interlocutor; cuando calla, su mirada se vuelve hacia dentro y resulta inaccesible. Qiongma se recrea en su nostalgia, China, en su confianza en el futuro. Ella no puede olvidar el pasado, su país está completamente preso en el presente. No hay lugar para el recuerdo y la melancolía.

Cuando comenzó la revolución cultural china, en 1966, el padre de Qiongma quemó casi todas las fotos familiares, destruyó los documentos que atestiguaban sus orígenes y todo aquello que hubiera podido delatar su sangre imperial. La familia borró su historia. No era la primera vez. Qiongma tenía entonces cinco años y ya sabía que en ella había algo diferente, especial, peligroso. Sus orígenes parecían constituir una amenaza, algo de lo que era mejor no hablar. Pero al mismo tiempo, esos orígenes son los que la han hecho destacar.

La princesa tuvo mucha suerte al sobrevivir a la Revolución Cultural, que ella denomina el "tiempo oscuro". Estudió cine a finales de los ochenta, cuando la represión del levantamiento de la plaza de Tiananmen puso fin a la esperanza en la llegada de la democracia. A principios de la década de los noventa tomó parte en el resurgir de China. Se mudó con su marido a Shanghai, y allí dirigió con él una productora cuyo éxito le permitió vivir rodeada de lujo un par de años. El comunismo decía adiós poco a poco, y para algunos las princesas eran personajes de lo más chic.

El taxi se detiene y Qiongma se apea delante del Westin Hotel. Sube al séptimo piso, donde está el Executive Club Lounge. Allí la espera Jenny Widjaja, cuya familia es propietaria del establecimiento. Widjaja procede de Indonesia, posee varios hoteles por todo el planeta y ahora vive en China. Aquí es donde más rápido crece todo, comenta. Qiongma la conoció en una comida para mujeres de negocios organizada por la revista de sociedad Tatler. Desde entonces se ven de vez en cuando.

Si nos hubiéramos encontrado hace 100 años, tendría que inclinarme constantemente ante Qiongma, comenta Widjaja. La princesa sonríe. Cuando las empresas clientes anuncian su visita a Widjaja, ésta telefonea a su amiga y le pregunta si puede hacer acto de presencia. Son muchos los que tratan de aproximarse a la princesa.

Como si fuera una joya, todo el mundo quiere que ennoblezca las fiestas con su presencia. A sus conocidos les gusta dejarse ver en su compañía. Qiongma ha perdido dinero y poder, pero tiene un gusto exquisito. Conoce a muchos artistas importantes que desean exponer, publicar o vender algo. Y Jenny Widjaja tiene contactos con amantes del arte adinerados.

Ambas se atestiguan constantemente su buen aspecto, lo divertidas que resultan y lo grande que es su amistad. En realidad, su encuentro tiene una sola razón de ser: mostrarse juntas. Hace algunos años, mucha gente habría rehuido a Qiongma. El comunismo y el linaje imperial no se llevaban nada bien. El móvil de Widjaja suena, tiene que irse. Qiongma se levanta, se besan en la mejilla. "A veces me gustaría no ser una princesa", comenta Qiongma más tarde en el camino de vuelta.

Su casa está en un barrio de nueva construcción cerca del aeropuerto. Qiongma la llama "mi pequeña pajarera". Se compone de tres habitaciones diminutas llenas de cosas y amuebladas de forma sencilla: una pared-estantería, una mesa de cristal, repisas repletas de libros hasta el techo, reproducciones de obras de arte en las paredes. Hong Ye, el padre de Qiongma, y su hijo, Mark, han venido a visitarla. Hong Ye tiene 84 años, y su pelo sigue siendo de un negro reluciente. Mantiene las piernas paralelas; nunca las cruzaría delante de un extraño. Eso no se hace. A su lado está Mark, el hijo de Qiongma. Tiene 23 años y la mirada puesta en la figura de un dragón de jade rojo colocado junto al sofá. Se trata de un objeto antiguo perteneciente a la herencia familiar. El único vestigio de ella en toda la vivienda, aparte del anillo de diamantes de Qiongma. Cuando comenzó la revolución cultural, Hong Ye enterró ambas cosas envueltas en una funda impermeable detrás de la casa de Pekín. Prácticamente no queda nada de los tesoros imperiales de la familia.

Qiongma extiende el árbol genealógico familiar en la mesa del cuarto de estar. Impresionante, despliega sus ramas desde los orígenes de la dinastía Qing hasta nuestros días. A partir de 1644, el gobierno del país estuvo en manos de los Qing, el pueblo de los manchúes que había arrebatado el poder a la dinastía autóctona de los Ming. Los tres se inclinan sobre el pliego. Nunca antes lo habían contemplado juntos. Detrás de muchos nombres aparecen signos de interrogación, algunas líneas se enmarañan. Faltan algunos antepasados, su rastro se ha perdido. Es posible que todavía haya otros príncipes y princesas descendientes de otras ramas familiares.

Qiongma no sabe nada de ellos. Durante las pasadas décadas era peligroso interesarse por su paradero. El árbol genealógico es un regalo de un historiador finlandés. Cixi preside todo el conjunto. En su juventud fue una de las concubinas del emperador Xianfeng. Le dio un hijo y fue ascendida a la categoría de segunda esposa. En 1861, con la muerte del emperador, pasó a ser su viuda a la edad de 26 años. Con este rango dominó el imperio de forma discontinua durante 43 años. En 1908, en el lecho de muerte, nombró sucesor a Pu Yi, de tan sólo tres años de edad, que se convertiría así en el último emperador de China. Con él se extinguió la poderosa dinastía Qing. En 1912 fue obligado a abdicar por los adversarios de la corte imperial. Pu Yi no tuvo hijos. La caída de la dinastía Qing desató el caos político en China, el imperio se desmoronó, innumerables señores de la guerra se lanzaron a luchar entre sí. Sólo tenían algo en común: su odio a la antigua aristocracia manchú.

La familia de Qiongma desciende del hermano de Cixi. Qiongma no tiene ni una sola foto de la tía abuela de su bisabuela. Las imágenes pueden ser peligrosas, pueden desvelar el pasado. El padre de Qiongma mira a su hija con temor; todavía tiene miedo de hablar de su familia. No está seguro de qué es China ahora, si capitalista o comunista, o ambas cosas a la vez. Y mientras no se tengan certezas, la preocupación persiste. ¿Ha llegado el momento de hablar del pasado? A menudo, Qiongma es la voz de la familia.

Antaño, sus antepasados poseían palacios de 600 habitaciones. Nadaron en el lujo durante siglos, jamás trabajaron ni estudiaron. Durante las primeras décadas, tras haber perdido el poder, consiguieron sobrevivir vendiendo sus antiguos tesoros. Cuando Qiongma era una niña, sólo quedaba una gran casa en Pekín con cuatro habitaciones destinadas sólo a libros.

Su padre, Hong Ye, era un médico muy reputado, su madre tocaba el piano. Se habían desembarazado de su apellido manchú y trataban de ocultar al Gobierno comunista sus orígenes imperiales. Pero todo fue en vano. Cuando Qiongma tenía cinco años, los guardias rojos asaltaron la casa de Pekín, quemaron el piano, arrestaron al padre y se llevaron a la madre y a su hermana pequeña. La hermana mayor de Qiongma había desaparecido antes, dejando una carta en la mesa del cuarto de estar. En ella decía que se desvinculaba de su familia y se unía a la Guardia Roja. Tenía entonces 12 años y, llena de desprecio, dio la espalda a la que consideraba una familia de explotadores. En aquel momento, todos eran enemigos de todos.

En pocas horas, Qiongma lo perdió todo, sus padres y su hogar. Su niñera se la llevó a su pueblo y la escondió. Apenas había que comer y nadie debía saber quién era. Qiongma se refugió en un mundo de sueños, se comunicaba con los animales y las plantas. Fue el final de su niñez.

Su padre, Hong Ye, fue conducido a un campo de trabajos forzados junto con otros intelectuales. Su origen era su delito; además, ser un médico reconocido le convertía automáticamente en un enemigo. Mao declaró la guerra a los intelectuales, los llamaba la apestosa novena categoría de los enemigos de clase. Pusieron capirotes blancos a los miembros de las antiguas clases altas y los hicieron desfilar por la calle; fueron humillados por sus estudiantes y no pocas veces torturados hasta la muerte. China aniquiló a sus élites.

En el campo de trabajos forzados, Hong Ye tuvo que limpiar retretes y hacer constantes confesiones cuya finalidad desconocía. Por las noches, uno de sus compañeros presos que había sido torturado recitaba a Goethe para no volverse loco. Hong Ye mira a su hija, y en sus ojos se lee: "¿Estoy hablando demasiado?". Esta conversación le recuerda cosas que prefiere olvidar. Fueron muchos los que no sobrevivieron al campo de trabajo; un conocido científico se tiró por la ventana delante de sus ojos. La salvación de Hong Ye llegó con una epidemia de tifus. Es experto en epidemias, y los otros dos especialistas en la materia habían muerto a manos de la Guardia Roja. El primer ministro Zhou Enlai intercedió personalmente para lograr su puesta en libertad. Le necesitaban. La desgracia de otros fue su suerte.

Después de haber pasado casi un año preso, Hong Ye encontró a su hija en casa de la niñera en el campo. Volvieron a Pekín y se instalaron en una vivienda de dos habitaciones. No tenían nada más. Poco después regresó la madre de Qiongma. Pero el acoso no había terminado. En la escuela, nadie quería jugar con Qiongma, con la hija de un enemigo de clase; sus compañeros la pegaban y la apedreaban.

Una noche, su hermana mayor se presentó en casa. Los guardias rojos habían descubierto sus orígenes y no iban a tolerar la presencia de una princesa en sus filas. A partir de ese momento, Qiongma tuvo que compartir su habitación con ella. Qiongma leía en la cama a Virginia Woolf. El libro que estaba leyendo su hermana comenzaba así: "Un fantasma recorre Europa?"; era el Manifiesto comunista. Entre sus camas se abría el abismo de la lucha de clases. Hoy se siguen llamando la una a la otra First y Second, primera y segunda en el orden de nacimiento. First no ha hablado. Hoy es una funcionaria de alto rango del partido, responsable de la industria metalúrgica.

La familia no se ha recuperado de los acontecimientos del pasado. Qiongma nunca se reencontró del todo consigo misma; en casa siempre tenía la sensación de estar al margen. Deseaba integrarse. Sin embargo, nunca dejaba de ser una observadora separada de ellos como por un velo. Había que cumplir normas muy estrictas: nada de contacto físico, durante la cena no se pronunciaba una palabra. Nadie hablaba de lo que había vivido. Todos trataban de olvidar y se esforzaban en guardar las apariencias. La familia no debía mostrar jamás debilidad alguna. En el pasado, cuando en la corte imperial se urdían intrigas, semejante conducta podría haber desembocado en un desenlace fatal. Y ahora, el nuevo régimen también les obligaba a ejercer un autocontrol total. Qiongma se asfixiaba en ese ambiente. Se refugió en el mundo de ensueños del arte; quiso ser pianista como su madre; luego, pintora, y al final comenzó a escribir. Sólo para ella misma.

A veces, su padre la llevaba con él al palacio de verano de Pekín. Allí paseaban rodeados de turistas por los fastuosos pabellones que habían pertenecido a sus antepasados. Su padre le mostró un retrato de la emperatriz Cixi y le dijo: "Te pareces a ella". Qiongma se echó a llorar. Cixi le pareció horriblemente fea. Jamás se hizo mención de otros antepasados. Era como si no hubiesen existido. El padre de Qiongma le aconsejó: "Hazte médico, así podrás sobrevivir". Así era como había sobrevivido él. Y Qiongma empezó a estudiar medicina. Pero acabó odiándola.

El aire caliente del calefactor invade la habitación. En casa de Qiongma siempre hace demasiado frío o demasiado calor. Mark mira a su madre y a su abuelo; nunca había escuchado sus historias. El miedo era demasiado fuerte. La familia imperial china lo ha perdido todo, su poder, sus tesoros, incluso su apellido. Es una historia de perdedores. Pero a Mark le interesan más las campañas militares.

Qiongma ha reservado una mesa para cenar en el restaurante de enfrente de su casa. La estancia es diminuta, los camareros sirven los platos favoritos de Mao típicos de Hunan, su provincia natal. En la pared hay un retrato del líder del partido. Qiongma se inclina hacia su padre: "Me interesa saber qué opinas de Mao". Hong Ye vacila. "Era un gran hombre", dice finalmente. Unificó China, pero también causó muchos sufrimientos al país. Mao es una figura de referencia con la que los chinos se identifican. Sin él, ¿qué queda del partido en el Gobierno? Cuestionarle significa cuestionar el sistema. Siguen comiendo en silencio. A los postres, Hong Ye da caladas nerviosas a su cigarrillo. Fue detenido de nuevo a comienzos de los setenta, pero esta noche no quiere hablar más del tema.

Su nieto Mark nos comenta una excursión que hizo con su clase. Estuvieron en una exposición sobre la historia china. Ni rastro del periodo comprendido entre 1966 y 1969, la Revolución Cultural era un agujero en el tiempo. Nadie sabe cuántas víctimas se cobró, pero se calcula que han sido millones. Las experiencias traumáticas han quedado encerradas en la memoria de generaciones de padres y abuelos.

El móvil de Mark suena, tiene que irse. Trabaja en una empresa de relaciones públicas. Estudió en Nueva Zelanda, pero le pareció un lugar aburrido. Ni siquiera tienen Fuerza Aérea, exclama. Su abuelo no ha estado nunca en el extranjero, y Qiongma está sumida en la melancolía del recuerdo. "Hemos perdido nuestra historia. No es sano andar siempre apresurados de un lado a otro", comenta Qiongma. Hong Ye añade: "Una nación sin pasado es una nación sin futuro".

Al día siguiente, Qiongma se dirige a Pudong, al otro lado del río. Allí está el Cloud 9, el bar más alto de China, en el Hyatt Hotel. Para llegar hasta el piso 87º hay que cambiar tres veces de ascensor. Qiongma pide un capuchino y observa a los clientes. Aquí, hasta los chinos hablan entre ellos en inglés. A los ejecutivos les gusta traer a sus socios extranjeros al Cloud 9 para negociar contratos; dejan que el espectáculo del perfil de Shanghai surta efecto.

Qiongma conoce bien este ambiente, perteneció a él en el pasado. En los años noventa, su marido dirigía la productora cinematográfica Golden Horse. Ella trabajaba en la misma empresa como directora artística, leía guiones y dirigía proyectos cinematográficos. Fue la época del resurgir de China. El jefe del Estado, Deng Xiaoping, declaró que hacerse rico era algo glorioso. Qiongma tenía chófer, subordinados y ganaba millones. Por vez primera, sus orígenes suponían una ventaja. La gente del cine encontraba excitante su historia, sus socios le tenían respeto.

Sólo había algo que desentonaba: su matrimonio. Qiongma no era feliz. Se casó con su marido a los 20 años, era su primer amor. Venía de la provincia, en aquel entonces escribía maravillosas obras de teatro y no era manchú. Cuando se enteró, el padre de Qiongma casi se echa a llorar. Su hija le decepcionó por segunda vez, huyó de su puesto de oculista y se matriculó en la Escuela Superior de Cine de Pekín. Mientras estudiaba se produjo la represión del levantamiento de la plaza de Tiananmen. Pero no quiere hablar de ello. Aún no ha llegado el momento.

En la universidad, la princesa propuso un trato a las mujeres de la limpieza: si le dejaban la llave del archivo, ella se encargaría de limpiarlo. Por las noches veía las películas que se guardaban allí. Lloró con Casablanca y con Lo que el viento se llevó. Por el día ideaba guiones como una posesa. Qiongma ganó el premio del Festival de Tokio con su segunda película. De nuevo volvía a ser diferente del resto, volvía a destacar. Sus colegas la elogiaban, decían: "Escribe como una extranjera, de un modo tan emotivo? Los personajes de Qiongma pierden constantemente el control, hacen el ridículo, se traicionan unos a otros, están dominados por los impulsos. Se comportan como jamás se atrevería a hacerlo la propia princesa".

Algunos de sus guiones no se llegaron a filmar nunca. Primero tenían que ser aprobados por el partido. Es difícil hacer arte en China, comenta Qiongma. Temas delicados como la prostitución, la criminalidad y la corrupción no están bien vistos. Tampoco el sexo ni la política. ¿Qué queda entonces? El amor y la familia. Qiongma está escribiendo 21 capítulos para una serie de televisión que tiene como tema las mujeres y el envejecimiento. Necesita el dinero. Cuando Qiongma se divorció, su ex marido la despidió. Ha tenido que financiar ella sola la formación de su hijo. ¿Una caída en picado? La princesa calla. Qiongma debe volver a casa para ver cómo está su padre. Hong Ye se ha quedado solo en el piso. Nuestra conversación sobre el pasado le ha afligido. Ha preguntado a su hija si el servicio secreto le va a detener de nuevo, y Qiongma ha hecho lo posible por tranquilizarlo.

A la mañana siguiente, el abuelo Hong Ye nos recibe en casa de su hija. Lleva unas pantuflas blancas que desentonan con su elegancia imperial. En los años veinte, cuando era niño, tenía tres sirvientes exclusivamente a su servicio: el primero lo lavaba, el segundo cocinaba y el tercero jugaba con él. Permanecieron fieles a su señor hasta la muerte. La madre de Hong Ye murió cuando éste tenía tres años. Su padre fue asesinado cuando tenía siete. Jamás supo cuáles fueron los motivos.

Hong Ye ha decidido contar su historia hasta el final. Mira a su hija como si necesitara su aprobación. A comienzos de los setenta lo detuvieron de nuevo y fue desterrado a la provincia para su reeducación. Los intelectuales y la antigua clase dominante tenían que dedicarse a las faenas agrícolas y estudiar los escritos de Mao. Esta segunda detención tuvo como consecuencia la total pérdida de seguridad de Hong Ye: podían venir y llevárselo tantas veces como quisieran. Comenzó a buscar la culpa en sí mismo. Un año después fue autorizado a regresar a Pekín y a ejercer la medicina. Hong Ye dice que necesita acostarse. Qiongma le deja su cama, ella dormirá en el suelo del salón.

La princesa vive sola. No tiene suerte con los hombres. Su divorcio le costó la identidad. Su suegra se vengó, despechada. Tenía buenos contactos con la policía, así que cambió los datos del pasaporte de Qiongma, trasladó el lugar de nacimiento de Pekín a la ciudad de provincias de Liaoning, le echó cinco años más y borró su título universitario. De todos modos, el apellido manchú jamás constó en el documento. Cuando Qiongma abre su pasaporte, se tropieza con una extraña. No queda nada de la familia imperial. Su suegra ha triunfado sobre el pasado. Y lo único que la última princesa desea es poder perder el control, aunque sea una vez.

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