Tribuna:

El canalón del Berkeley

Una de las cosas que más me atraen de Beirut es el cobijo que me da contra lo que me repele de España: la deriva a la que se pretende abandonar al país mío. Me falta vocabulario de navegantes y de submarinistas, pero la imagen es nítida: un equipo de gorrones de la democracia, armados con aparatos perforadores, intenta agujerear el casco de lo que es un buque bastante sólido, medianamente bien construido y embreado con el esfuerzo de muchos, con la posible excepción de los dichos parásitos.

Salí de Barcelona con la noticia reciente de la llamada al boicot realizada por el PP contra este...

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Una de las cosas que más me atraen de Beirut es el cobijo que me da contra lo que me repele de España: la deriva a la que se pretende abandonar al país mío. Me falta vocabulario de navegantes y de submarinistas, pero la imagen es nítida: un equipo de gorrones de la democracia, armados con aparatos perforadores, intenta agujerear el casco de lo que es un buque bastante sólido, medianamente bien construido y embreado con el esfuerzo de muchos, con la posible excepción de los dichos parásitos.

Salí de Barcelona con la noticia reciente de la llamada al boicot realizada por el PP contra este grupo; y en Beirut no se vende EL PAÍS, de modo que ni yo ni mis amigos podemos practicar el desafío de llevarlo bajo el brazo. Me consuelo haciendo lo propio con The Daily Star, con el que creo que este diario tiene suscrito un acuerdo. Algo es algo. También escucho la SER por Internet. Y trato de no pensar en lo que gritan los herederos de quienes, en tiempos muy otros, aullaban que al cardenal Tarancón había que conducirlo al paredón. Siempre han sido siniestros para los ripios.

De modo que la incierta existencia beirutí ha pasado a convertirse en un bálsamo, un refugio alejado de las soeces palabras, de las actitudes indecentes y de los cinismos cotidianos. A mi vecindad ni siquiera llega el estruendo de sus políticos locales, y eso que tenemos a algunos bien cerca: el líder de la coalición progubernamental 14 de Marzo, Saad Hariri, tiene su casa a unos 50 o 60 metros de la mía; el presidente Siniora vive en el mismo Ras Beirut que yo, sólo que más al oeste, frente a la Universidad Americana; entre medias reside el ministro de Comunicaciones. La zona, cuajadita de vigilancia. Pero no les vemos. Si acaso transitan en sus coches oscuros con cristales oscuros y guardaespaldas de gafas oscuras, nos decimos: mira, ahí va un pez gordo. Y aunque les veamos en televisión: los del poder y los que se le oponen, y por muy largas y venenosas que tengan las lenguas, parécenme, en este momento, versallescos bizantinos, y no brigadas de bribones desembridados como los cavernícolas populares. Ni siquiera Hezbolá usa esas maneras. Desde luego que no. Y les llaman integristas, hay que fastidiarse.

Todo esto que voy escribiendo no les importaba en absoluto a mis vecinos y conocidos de Beirut a cuyo amparo corría yo, sedienta de normalidad. Algunas novedades: me encontré al grupo de empleados de conserjería sentados en taburetes en torno a lo que parecía la mesa de uno de los siete enanitos. "Hemos desmantelado el mostrador porque vamos a mejorar la entrada", me informaron. Su confianza en el caos no les permite perder la fe en el orden. Un fontanero ha hecho que por fin funcione la fuente del patio, y un jardinero lo ha rodeado de plantas primaverales. Beirut está precioso. Hace buen tiempo, y el añejo Sporting Club sigue conservando el sosiego de los años antiguos, ideal para comer y platicar con los amigos, hasta que llega la puesta del sol y todos callamos.

Por otra parte, el chico que se encarga de imprimir y encuadernar mis trabajos, el de la tienda contigua a la Hawaii University, me ha dicho que va a pasarse al comercio de enfrente: le pagan mejor y es más moderno. El pobre Wimpy's ha desaparecido por completo, van a aplastar su recuerdo como hicieron con el Modqa: dos viejos y legendarios cafés de Hamra, convertidos en sucursales de Vero Moda. Cualquier día va a desaparecer también el Café de Paris, y eso que últimamente lo veo un poco renovado, con más luz y como si los parroquianos se hubieran puesto rouge en sus macilentas mejillas de fumadores compulsivos.

El canalón del Berkeley continúa ofreciendo peligros. Me explico. Con este nombre, que parece un título de Hitchcock, designo al señor desaguadero situado junto a la acera del hotel Berkeley. El portero siempre sonríe cuando me ve dar un rodeo para no comerme el asfalto, de una caída. Él también sigue aquí, olfateando la nueva estación que embellece los árboles.

Calma sencilla, frágil. Socavones, desniveles, cambios. Y buena gente.

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