Columna

31 de marzo, día en defensa de la democracia

Hoy hace setenta años sacaban de la cárcel provincial de Álava al alcalde de Vitoria y a otros quince destacados políticos para ser asesinados en los bosques del puerto de Azáceta, Eguileta arriba, camino de Santa Cruz de Campezo y Estella. De madrugada.

No voy a detenerme aquí en el horror del momento, el drama personal de aquellos hombres que conocían su destino terrible ("Se van confesando en medio de un estupor de agonía", escribe en su diario el jesuita Alfonso María Moreno, confesor en otros casos, ver Kultura 4, 1992). Ni en el de sus familiares, amparados por el padre Ped...

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Hoy hace setenta años sacaban de la cárcel provincial de Álava al alcalde de Vitoria y a otros quince destacados políticos para ser asesinados en los bosques del puerto de Azáceta, Eguileta arriba, camino de Santa Cruz de Campezo y Estella. De madrugada.

No voy a detenerme aquí en el horror del momento, el drama personal de aquellos hombres que conocían su destino terrible ("Se van confesando en medio de un estupor de agonía", escribe en su diario el jesuita Alfonso María Moreno, confesor en otros casos, ver Kultura 4, 1992). Ni en el de sus familiares, amparados por el padre Pedro Abaitua (del Secretariado Diocesano para las Misiones), queriendo saber de ellos desesperadamente desde el mismo 1 de abril ante el desprecio grosero del delegado de orden público. Su desplazamiento hasta el lugar de los hechos al día siguiente, viernes. La tierra removida cerca de la carretera. Ni me detendré en la conmoción general que la noticia de las muertes produjo en la ciudad. Fue -y, en cierto modo, lo es aún- el drama de muchas familias aquellos días. No quiero entrar en ello porque quiero subrayar específicamente el significado y carga política que desde el momento en que se decidieron tuvieron aquellos asesinatos.

Cuando no se avanza en ese terreno, surgen memorias sectarias, grupales, parciales
Era funcional a sus propósitos crear un terror lacerante, un miedo atroz, en la retaguardia

Según todos los indicios, aquellas ejecuciones sumarias fueron decididas y ordenadas por el general Mola, comandante en jefe del ejército sublevado en el norte. Desde días atrás se venía preparando la que sería ofensiva militar definitiva sobre Vizcaya-Euskadi y todo el frente Norte. Dentro del operativo de unos mandos que, al consuno con las fuerzas vamos a llamarles nacional-corporativas, esperaban crear un nuevo orden para España, el orden nacionalcatólico, decidieron que era funcional a sus propósitos (conquistar el territorio y hacerse con el Estado), crear un terror lacerante, un miedo atroz, paralizante, que anulara cualquier instinto de reacción o autodefensa en la retaguardia que dejaban en Álava. Un método, por lo demás, idéntico al que los nazis utilizaban con los trasladados a los campos de concentración o con la resistencia francesa o italiana. Había que realizar un acto de escarmiento preventivo. Así es como, según todos los indicios, se decidió fusilar a dieciséis hombres de bien, cargos electos que se hallaban encarcelados desde que produjo la sublevación. Fue el asesinato con mayor carga y significación política producida entre 1936 y 1939 en toda Euskadi. Terror, supresión de cualquier capacidad de reacción del individuo, anulación de toda libertad de actuación, totalitarismo. Todo ello impuesto segando vidas y haciendo desaparecer físicamente a representantes electos de la ciudadanía.

Así fue y así conviene recordarlo. Y hacerlo en defensa de la democracia.

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La ciudadanía del País Vasco ha atravesado por al menos tres experiencias traumáticas en su pasado más reciente: la guerra civil entre 1936 y 1939, la experiencia de una sociedad sometida a la dictadura, y la implantación y arremetida del terrorismo de ETA. Cada acontecimiento ha influido de modo muy variado en cada individuo, pero los tres han dejado un mismo poso de amargura y dolor en el colectivo. Amargura, dolor y trauma en el recuerdo que sólo a través de su conversión en praxis, en capacidad de elección libre a través de la razón -tras una indagación historiográfica y un buen uso público de la memoria, antes ejemplar que literal, como dice Tzetan Todorov- hará que el poso de recuerdo se convierta en un elemento de ciudadanía. La guerra civil queda ya lejos. No resulta un factor activo para excitar emociones en la vida política (como desgraciadamente sucede con las víctimas del terrorismo). Sin embargo, sí puede convertirse en factor de pugna simbólica que puede conducir a una mala integración de la sociedad en valores de democracia.

Hoy el futuro y las utopías han decaído y el pasado se pliega sobre el presente como tradición. La incertidumbre acecha la vida social y nos oprime el miedo al vacío de referencias. Las identidades de arraigo (tradición) y comunidad (pueblo, corriente política, étnia, generación) empiezan a imponerse. Se quiere "saber la verdad" (sobre la guerra), una verdad que vaya más allá que la historia misma, se recuperan recuerdos que ya fueron recuperados, se denuncia una "política de olvido" que no existe -aunque aquello de la reconciliación hizo que cuando se debió, en los años ochenta y noventa, no se resarciera moral y económicamente a las víctimas-.

En ese estado de cosas, a pesar de las loas neoliberales a la existencia de multitud de memorias, a su libre trasiego, y a pesar de la parte de verdad que hay en ello, se impone una política activa, lúcida y racional en el uso público de a memoria.

Ése ha sido el propósito que ha guiado las políticas de memoria en distintos países europeos (no en todos: véase Polonia y su confusión de planos jurídico, político y propiamente de memoria) al promover museos, memoriales y centros de investigación y documentación con carácter institucional y no partidario (consejos de expertos, especialistas, investigación, recogida de documentación, y sin ningún ánimo normativo, debe subrayarse).

Pudiera parecer un intento fútil. Sin embargo, cuando no se avanza en ese terreno, surgen memorias sectarias, grupales, parciales, que concitan adhesiones en el grupo, pero que se enfrentan a otras posibles memorias también sectarias y parciales. Es terreno abonado para la pugna simbólica entre identidades que en nada benefician a la democracia.

Hoy mismo se celebra en Vitoria un acto de homenaje a Teodoro González de Zárate a quien se considera olvidado. (El Ayuntamiento le concedió en 2001, por acuerdo de toda la corporación, la medalla de oro de la ciudad junto a José Ángel Cuerda, y Alfonso Alonso la entregó a la familia). Los convocantes hablan de una dictadura que terminó con "una transición en falso" y dio paso a un régimen con "episodios puntuales de democracia discutible". No creo que esas palabras hagan justicia a las ideas de González de Zárate, demócrata convencido (como tampoco en su día se la hicieron a los muertos el 3 de marzo de 1976 quienes equiparaban aquellos sucesos con las cargas de la Ertzantza el 2006). Creo más bien que se sitúan en el ámbito de Batasuna.

Todo ello puede evitarse -y sólo así se puede evitar-, llevando una política, como digo, activa, lúcida y racional de uso público de la memoria. (El Gobierno vasco puede tener una mala experiencia el próximo 22 de abril, a pesar de las buenas intenciones, por faltarles lucidez y racionalidad en ese terreno de las víctimas del terrorismo).

Y pongamos que el 31 de marzo bien pudiera convertirse en el día en defensa de la democracia (sin aditamentos).

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