Columna

Identidad ecuatoriana

Rafael Correa quiere llevar a Ecuador a "una segunda independencia". En algo más de una década, la Mitad del Mundo, como se conoce el país, ha tenido ocho jefes de Estado, varios de ellos derrocados o dimisionarios ante el fragor de la calle, y los demás, interinos sin base popular. Esta prolongada farsa cabe que estuviera tocando a su fin cuando el pueblo ecuatoriano elegía el pasado 26 de noviembre a quien se presentaba -otro más- como ajeno al mundo de la política, quien execraba el antiguo régimen de la corrupción, el expolio, y las recetas neoliberales.

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Rafael Correa quiere llevar a Ecuador a "una segunda independencia". En algo más de una década, la Mitad del Mundo, como se conoce el país, ha tenido ocho jefes de Estado, varios de ellos derrocados o dimisionarios ante el fragor de la calle, y los demás, interinos sin base popular. Esta prolongada farsa cabe que estuviera tocando a su fin cuando el pueblo ecuatoriano elegía el pasado 26 de noviembre a quien se presentaba -otro más- como ajeno al mundo de la política, quien execraba el antiguo régimen de la corrupción, el expolio, y las recetas neoliberales.

Correa obtenía entonces el apoyo indígena -según la Unesco, 45% de los 13 millones de ecuatorianos-, sin que eso significara que sus organizaciones entrasen en el Gobierno, porque la experiencia, como ocurrió con el presidente Lucio Gutiérrez en 2002, de quien el líder indio Luis Macas fue ministro de Agricultura, fue desastrosa.

Correa, criollo de presencia y palabra intensas, mediados los cuarenta, un año de experiencia en una comunidad india, formado en Lovaina (Bélgica) y Urbana-Champaign (Estados Unidos), pero sobre todo católico activo al que su derivación social lleva al humanismo y no al integrismo, propugna una extensa reforma agraria, la eliminación de la base norteamericana de Manta, se muestra comprensivo con Cuba, es amigo de Hugo Chávez, y reconoce algún parentesco con Evo Morales en Bolivia. Aunque, en apariencia, es el perfecto recluta para el presidente venezolano, su izquierdismo tiene mucho más que ver con Keynes que con Marx, y Bolívar no es un santo y seña en su discurso, como en el del líder radical de Caracas.

Pero el presidente parte de una grave imprevisión. Su fuerza política, Alianza País, amalgama más que movimiento o partido, no fue a las legislativas, por lo que carece de diputados en la Cámara. Y, así, se halla ante el dilema de que se le votó para barrer el pasado y es el presente el que le maniata. Podría haber tratado entonces de pactar con el Congreso, pero en ello habría consumido, con resultados siempre imprevisibles, su mandato. Y la opinión sólo sentiría que le habían vuelto a dar gato por liebre.

Correa elegía, en cambio, un camino que no puede gustar en Occidente, pero que era el único con el que empezar a gobernar: convocar un referéndum para aprobar la elección de una constituyente. Y como 57 de los 100 diputados del Congreso se oponían, lograba que fueran depuestos y reemplazados por suplentes. De ellos, 21 aceptaban el enjuague, con lo que el presidente esperaba ya contar con mayoría en la Cámara. Pero el Tribunal Constitucional ha intervenido esta semana y debería fallar incesantemente sobre la maniobra presidencial.

El pueblo, bien que contando con la movilización indígena y el consentimiento del Ejército, quiere esa constituyente por todo lo que significa de nueva oportunidad. Pero si el tribunal falla en contra, la legalidad hará inviable la pretensión de Correa, abocándole a lo que puede ser el recurso de la calle, en lo que ya ha demostrado que se le da muy bien. Chávez, por comparación, se ha comportado casi como un demócrata sin tacha.

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Ecuador ha ido perdiendo sustancia identitaria en las últimas décadas, o quizá es que la que tenía no resultaba muy convincente. En 2000 se implantó el dólar como moneda nacional; y problemas fronterizos discuten hasta el marco físico del Estado; con Perú disputa límites, lo que llevó a una guerra selvática en los años noventa, y con Colombia, forcejea acusado de tolerar o no impedir el establecimiento de las FARC en su territorio. La pelea se debate hoy entre la vieja política con su ir tirando, como si la composición étnica y social de las élites gobernantes expresara el país real, y la búsqueda de una nueva identidad.

Cuando la dolarización, un periodista ecuatoriano hablaba en La Paz de esa progresiva desnacionalización, e ironizaba con que ni siquiera la selección de fútbol podía detener el proceso. Y añadía amargamente: "La única seña de identidad que nos queda es Perú". El adversario secular. El presidente Correa, aunque aún lejos del indigenismo boliviano, sólo puede prevalecer tratando de construir una nueva identidad para su Mitad del Mundo.

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