Columna

En blanco y negro

En los años cincuenta, Madrid era una ciudad en blanco y negro con zonas grises y casi invisibles a la vuelta de cada esquina. Negros eran casi todos los automóviles que circulaban haciendo sonar sus desafinadas bocinas, y el luto o el medio luto uniformaban a los viandantes que no iban de uniforme; abundaban los hábitos religiosos y proliferaban los uniformes, sombríos policías de gris y cetrinos reclutas de caqui riguroso. El blanco lo ponían los cascos coloniales de los guardias urbanos, las gabardinas y trincheras de policías y maleantes, las chaquetillas albas de los camareros y los traje...

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En los años cincuenta, Madrid era una ciudad en blanco y negro con zonas grises y casi invisibles a la vuelta de cada esquina. Negros eran casi todos los automóviles que circulaban haciendo sonar sus desafinadas bocinas, y el luto o el medio luto uniformaban a los viandantes que no iban de uniforme; abundaban los hábitos religiosos y proliferaban los uniformes, sombríos policías de gris y cetrinos reclutas de caqui riguroso. El blanco lo ponían los cascos coloniales de los guardias urbanos, las gabardinas y trincheras de policías y maleantes, las chaquetillas albas de los camareros y los trajes de primera comunión; muchas novias se casaban de alivio de luto, la guerra incivil y la posguerra de hambruna y cárceles todavía teñían el paisaje de la ciudad vencida.

Aquel Madrid triste y ramplón en el que sólo se divertían, comían y bebían sin medida y sin racionamiento unos pocos, emerge en las numerosas fotografías que ilustran las páginas del libro Madrid en el cine de la década de los cincuenta, un excelente, documentado y ameno texto del historiador Luis Deltell recién editado por el Ayuntamiento de Madrid. Los fotogramas de los filmes de Neville, Bardem, Berlanga, Nieves Conde, Marco Ferreri o Carlos Saura retratan y revelan las sombras iluminadas por los rostros más expresivos del cine español, los rostros de un puñado de enormes actores no muy agraciados aunque tuvieran que incorporar a menudo papeles de improbables galanes, como Fernando Fernán Gómez, Fernando Rey o Adolfo Marsillach. En la portada del libro, FFG, con las manos en los bolsillos de su traje gris y el sombrero ligeramente echado sobre la nuca, aparece plantado en mitad de la calzada de la Gran Vía mirando desafiante a la cámara frente a un muro impenetrable de automóviles acharolados; al fondo, la torre moderna del edificio Capitol, que llegaría a ser icono de la posmodernidad en los años de la movida.

Fernán Gómez, José Luis Ozores, Tony Leblanc, José Luis López Vázquez y el imprescindible Pepe Isbert, hermosos feos, tratantes de ilusiones en tiempos desilusionados. El cine español de los cincuenta crea el sainete neorrealista y reivindica la picaresca como vía para salir de la pobreza; pícaros han de ser también guionistas, productores y directores para burlar a la censura y competir con los filmes oficialistas de Cifesa, productora especializada en temas patrióticos y religiosos.

Brillan por su ausencia las estrellas femeninas en las fotografías del libro y en las imágenes cinematográficas de aquellos años, que no daban para grandes galanes ni espectaculares vedettes, aunque el volumen se despide con una luminosa viñeta: Fernando Fernán Gómez, uniformado de sereno, toma del brazo a su recatadísima novia, la actriz Elvira Quintillá, con el pelo muy corto, la falda muy larga y la blusa blanca abotonada hasta el cuello. Cine de hombres, en el que el romance queda a menudo relegado a un plano secundario y la moraleja es obligatoria. Censores oficiales y críticos oficiosos predican los valores morales, la defensa de la familia, la religión y la patria, pero el público no está para más monsergas de las imprescindibles y apoya las comedias costumbristas y los dramas urbanos. En el cine de los años cincuenta emergen los pobres y barren los escenarios de las altas y falsas comedias de teléfonos blancos con sus harapos y sus miserias, pobres y por demás honrados, siempre, o casi siempre, ejemplares. Los escenarios serán Lavapiés y Cuchilleros, el Rastro y la Cibeles como punto de partida para un viaje a las corralas y a los pisitos, las buhardillas, tabernas y tenduchos.

En la parte final del libro, titulada 'Siete miradas a la ciudad', Luis Deltell analiza y glosa la relación entre el paisaje y el paisanaje madrileños con una ajustada selección de filmes, siete películas ejemplares que resumen una década difícil con pequeñas historias y poderosas imágenes. Una selección merecedora de un ciclo, a ser posible en una de esas salas de la Gran Vía que las vieron nacer y que hoy están a punto de morir: El último caballo, de Edgar Neville (1950); Surcos, de José Antonio Nieves Conde (1951); Esa pareja feliz, de Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga (1951); Historias de la radio, de José Luis Sáenz de Heredia (1955); Muerte de un ciclista, de Bardem (1955); El pisito, de Marco Ferreri (1958), y Los golfos, de Carlos Saura (1959).

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