Cinco meses de batalla pública para acabar con 27 años de lucha privada

La muerte de Inmaculada Echevarría cierra un historial de padecimientos

"Me llamo Inmaculada Echevarría, tengo 51 años y os remito esta carta estando en posesión de todas mis facultades mentales". Así se presentó hace cinco meses Echevarría a las asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD). Era el 10 de octubre y una de las dos enfermas de la habitación 3.104 del hospital San Rafael de Granada había conseguido convencer a una amiga psicóloga para que le pasara a ordenador y echara en un buzón la carta que ella había escrito. Al final, envió seis, una por cada sede en España de esta asociación. Quería una respuesta, le daba igual de dónde llegara.

Aquella ca...

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"Me llamo Inmaculada Echevarría, tengo 51 años y os remito esta carta estando en posesión de todas mis facultades mentales". Así se presentó hace cinco meses Echevarría a las asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD). Era el 10 de octubre y una de las dos enfermas de la habitación 3.104 del hospital San Rafael de Granada había conseguido convencer a una amiga psicóloga para que le pasara a ordenador y echara en un buzón la carta que ella había escrito. Al final, envió seis, una por cada sede en España de esta asociación. Quería una respuesta, le daba igual de dónde llegara.

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Aquella carta fue el primer paso de un camino que acabó la noche del pasado miércoles, cuando los médicos que le atendían la sedaron y le retiraron la máquina de ventilación mecánica que necesitaba para que el aire entrara en sus pulmones. Ha tardado en conseguirlo cinco meses, aunque ella aseguraba que la espera fue mucho más larga: 27 años, el tiempo que hace que la incapacidad que le provocaba la distrofia muscular progresiva le obligó a dar en adopción a su hijo.

Desde que en octubre pidió ayuda para morir, Echevarría se afanó por demostrar que su decisión estaba muy meditada. "Asumo mi enfermedad, pero no los métodos artificiales para alargarla de manera inútil". Lo dijo en aquella primera carta de presentación, lo repitió ante los medios de comunicación, lo reiteró en cada folio que envió a los que se relacionaron con ella. Como si tuviera la impresión de que nadie la creía.

Sólo el respaldo de los órganos de expertos a los que pidió asesoría el Gobierno andaluz terminaron por convencerla de que su objetivo se iba a cumplir. Se preparó para el momento y, aunque en las últimas horas la presión de la Iglesia sobre los religiosos que gestionan el hospital en el que vivía le obligaron a cambiar de centro, se fue como eligió: sin sentir que se moría.

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