Reportaje:La contaminación acústica

Fin de semana en el trastero

La mudanza, último recurso contra el ruido de una familia de El Carme

"Un día te das cuenta de que no oyes la tele, que no puedes abrir las ventanas... y luego dejas de poder dormir". La plaga del ruido se adueñó de la casa de Joan Boronat (56 años) y Roser Llobet (52 años) poco a poco.

Primero fue un bar, luego otro, después un restaurante, un pub más, con sus sillas, sus mesas, y al final un río de gente que convirtió su calle en entrada a la gran zona de ocio que es El Carme de Valencia y su casa en una caja de resonancia de la estridente banda sonora urbana.

Un piso comprado y reformado con ilusión a principios de los noventa se convirtió en po...

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"Un día te das cuenta de que no oyes la tele, que no puedes abrir las ventanas... y luego dejas de poder dormir". La plaga del ruido se adueñó de la casa de Joan Boronat (56 años) y Roser Llobet (52 años) poco a poco.

Primero fue un bar, luego otro, después un restaurante, un pub más, con sus sillas, sus mesas, y al final un río de gente que convirtió su calle en entrada a la gran zona de ocio que es El Carme de Valencia y su casa en una caja de resonancia de la estridente banda sonora urbana.

"Los hosteleros dicen que salvaron el barrio, pero no es así, porque al final echan a la gente que vive en él", asegura Joan
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Un piso comprado y reformado con ilusión a principios de los noventa se convirtió en pocos años en un hogar inhóspito en el que los nervios de la familia se alteraban al ritmo de los decibelios en cuanto anochecía.

El matrimonio, con dos hijos adolescentes, consultó el Manual del afectado por la contaminación acústica, capítulo primero. "Bajas y hablas con los del bar", cuenta Joan, "pero no sirve de nada". Capítulo dos: "Llamas a la policía, te vistes en mitad de la noche, bajas y firmas la denuncia delante de los del bar". Los partes se acumulan, no cambia nada, sigue el capítulo tres: quejas en el Ayuntamiento, visitas inútiles a concejales y funcionarios, abogados. El local del bajo del edificio ni tan siquiera tiene licencia de obra. Lo cierran hasta que "subsana las deficiencias", según el argot administrativo, y vuelta a empezar. Para entonces, el ruido ya es casi el único tema de conversación en casa. "Te obsesionas, no hablas de otra cosa", afirma Roser. Nuevo capítulo: recogida de firmas, contacto con la asociación de vecinos del barrio, protestas colectivas. "Una noche salimos en pijama y pedimos limosna, por un poco de silencio", rememora la mujer.

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Pasa el tiempo, medido en años, y la situación no deja de empeorar, con amenazas sin testigos de por medio, malas caras en la calle, y remedios caseros: "¿Tapones para los oídos? ¿te digo las marcas?". La hija se va a casa de los abuelos para poder estudiar, ahí está tranquila. Hasta que ellos enferman y deben mudarse a casa de la familia en El Carme, donde a sus dolencias suman durante cinco años los problemas para dormir hasta bien entrada la madrugada.

La marcha callejera continúa, se intensifica. Llega el exilio interior. El colchón del matrimonio acaba los fines de semana en la única habitación que no da a la calle. Es un trastero, pero da igual, los más de 60 decibelios medidos junto a las ventanas de la calle parecen menos. "Lo llamábamos 'el chalé", ironiza Joan.

Al manual del damnificado del ruido se le acaban finalmente las páginas, y Joan y Roser cortan por lo sano y venden su casa en 2003. "Los hosteleros dicen que salvaron el barrio, pero no es así, porque al final echan a la gente que vive en él", aseveran. "No todo el mundo puede hacerlo, no todos tienen un patrimonio que les respalde si quieren marcharse", subrayan.

Vuelve la calma, la familia experimenta eso que llaman calidad de vida. Roser no ha olvidado el momento: "La primera noche oí un grillo y me eché a llorar".

Joan Y Roser, en el comedor de su nueva vivienda.SANTIAGO CARREGUÍ

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