EP[S] EXTRA

Armani para pastor sin pesebre

La pérdida de unas maletas en el aeropuerto, el regalo de una cesta navideña y una madre y su hijo vagando por la ciudad de Madrid, desierta en Nochebuena. La escritora colombiana Laura Restrepo parte de estos condicionantes para elaborar un relato que habla de la ternura

Laura Restrepo

Nació en Bogotá en 1950 y se graduó en Filosofía y Letras por la Universidad de los Andes. Ha compaginado la militancia política con sus actividades como escritora y periodista. En 1983 fue miembro de la comisión negociadora de paz entre el Gobierno colombiano y la guerrilla M-19. Publicó su primer libro, 'Historia de un entusiasmo', en 1986. En 1998 ganó el Prix France Culture, premio de la crítica francesa a la mejor novela extranjera publicadada en Francia, y en 2005, el Premio Alfaguara de novela por 'Delirio', en el que explora el mundo del narcotráfico colombiano....

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Laura Restrepo

Nació en Bogotá en 1950 y se graduó en Filosofía y Letras por la Universidad de los Andes. Ha compaginado la militancia política con sus actividades como escritora y periodista. En 1983 fue miembro de la comisión negociadora de paz entre el Gobierno colombiano y la guerrilla M-19. Publicó su primer libro, 'Historia de un entusiasmo', en 1986. En 1998 ganó el Prix France Culture, premio de la crítica francesa a la mejor novela extranjera publicadada en Francia, y en 2005, el Premio Alfaguara de novela por 'Delirio', en el que explora el mundo del narcotráfico colombiano.

Ni qué hablar de las navidades. Tuvimos que acompañarnos en cada Navidad, mi hijo Pedro y yo… Cada una más disparatada que la otra, durante aquellos años de trashumancia sin posibilidad de regreso. Y es que en Navidad sí que aprieta la distancia, por más que pretendas hacerte el loco y armes el pino, así sea con una rama de eucalipto, mientras te desgañitas con el rom pom pom pom del Tamborilero o el ande ande ande de la Marimorena. Nada que hacer, puedes vestirte de pastor con todo y cayado, rodilla hincada en tierra y al hombro manso cordero, que la cosa no mejora ni por esas. Mi niño Pedro, que ya es un hombre, recuerda bien aquella que pasamos en Madrid, la del titiritero impostor, la inolvidable. Se lleva la palma esa Navidad condenada, más rara que un perro a cuadros. En el baño de aquel hotel había unos shampusitos y unas cremitas de esas que traen tapa de bola blanca -quién no las va a conocer, todo el que haya pisado un hotel sabe de qué estoy hablando-, y yo le propuse a mi niño que los usáramos para hacer nuestro pesebre. Como a él le pareció una idea brillante, les pintamos ojos y boca, y barba a San José, para que no quedara idéntico a la Virgen, y corona de papel plateado para diferenciar al Niño, que era del mismo tamaño que sus padres, porque vienen clonados los frasquitos esos, y luego los envolvimos en trajes de papel higiénico, aunque al Niño Dios no, porque Pedro dijo que siempre iba empeloto. De reyes magos pusimos a sus muñecos: He-Man, Skeletor y Aquaman, en vez de Melchor, Gaspar y Baltasar, pero mi niño no quiso dejar por fuera a su Serpentor, así que también lo incluimos; Serpentor hizo de cuarto rey mago, reaparecido en Belén después de vagar perdido muchos años por los caminos.

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Treinta horas antes estábamos en Panamá. Para mí eran tiempos de exilio, no podía regresar a casa, y en lo sorpresivo y atropellado de la partida se me había quedado atrás, en casa de mi madre, ni más ni menos que mi único hijo. Y yo ya no podía más sin él; necesitaba tenerlo a mi lado aunque eso significara alejarlo de su abuela, su colegio, sus primos y su perro, y es que para colmo se acercaba la Navidad, y cuando tienes un Pedro, te mata de melancolía la sola idea de pasarla sin él. Así que acordé con la Mamina un encuentro en territorio lo más cercano posible sin que yo tuviera que entrar al país, y escogimos Panamá porque queda en la frontera. Valiente y amorosa madre mía, cuántas veces no habrá accedido a hacerme favores de ésos. Allá los esperé y allá me llegaron, la Mamina y Pedro, una mañana que fue un alborozo de abrazos y besos, y los tres pasamos unos días de sol refulgente y fiero calor en una cabaña al lado del mar, sin que mi madre y yo mencionáramos siquiera las circunstancias forzadas de ese encuentro, y menos aún el hecho de no saber cuándo volveríamos a vernos. Por las noches, a escondidas de ellos dos, yo recibía del país llamadas telefónicas que me ponían al tanto de detenciones, asesinatos y todo el horror del que había logrado escapar, pero que a tantísimos otros los mantenía atrapados. Después de colgar, me sacudía de encima la desgracia para que Pedro no me la viera pintada en la cara mientras lo acompañaba a bañarse en la tina, ponerse el pijama y meterse en la cama, felices, él y yo, de haber recuperado ese ritual de cada noche, el más simple y dulce de los que conozco.

En los duty-free que pululan por Ciudad de Panamá, la Mamina le compró a Pedro los muñecos del Poder de Gracecol que faltaban en su colección, y yo, unos cuantos regalos que escondí en el fondo de la maleta, para colocárselos al lado de la cama, a nombre del Niño Dios, en la Nochebuena; tal es la costumbre por nuestras tierras. El 23 de diciembre la Mamina regresó al país, para pasar las fiestas con el resto de la familia, y mi niño y yo nos embarcamos en un avión rumbo a Madrid, donde nos instalaríamos provisionalmente en casa de amigos, y ya luego buscaríamos trabajo para mí, y escuela para él, y lugar donde vivir, e iniciaríamos una nueva etapa, quizá más llevadera, de aquel largo exilio. Con el avión pasó lo que tenía que pasar, que se vio forzado a hacer una escala imprevista en no se qué punto de la geografía, y vino a aterrizar en Madrid con muchas horas de retraso, hacia las nueve de la noche del 24, en un aeropuerto fantasmagórico donde no nos estaba esperando nadie, porque a los amigos que fueron a por nosotros les informaron, equivocadamente, de que no llegaríamos hasta el día siguiente. Pero lo peor fue que no llegó nuestro equipaje; se había trastocado en tierra, mar o aire, y en él venían nuestros abrigos, suéteres y bufandas. Pedro y yo habíamos salido del calorón del trópico vestidos con ropa liviana de algodón, porque para qué sofocarnos bajo una montaña de pieles y de lanas entre una cabina recalentada y atestada de pasajeros; total, no sería sino sacar los abrigos de las maletas tan pronto pusiéramos pie en Madrid. Sólo que no llegaron, las maletas. No hace falta describirles mi desolación a quienes han tenido que retirarse de una cinta giratoria ya vacía después de dejarla dar, por si acaso, otras tres o cuatro vueltas más, infructuosas y eternas, siempre con la esperanza de que esa boca de largos y negros dientes de caucho escupa por fin la tuya, ¡tu maleta!, glorioso momento en que te lanzas a abrazarla, y también a reprenderla, como lo harías con un perro, ¡qué susto el que me has dado, insensata!

Pero no, no fue el caso. Nuestro equipaje no llegó, y ni un cepillo de dientes habíamos traído a mano; ni siquiera la libreta con el teléfono o la dirección de quienes iban a alojarnos. Los últimos, rezagados pasajeros, corrían a sus casas a celebrar con los suyos, mientras que mi niño y yo no teníamos hacia dónde correr, cuales vendedoras de fósforos de Andersen; al parecer, Madrid bullía de visitantes, y no hubo un solo cuarto disponible, pese a que hice lo impensable, hasta rezar, con tal de pasar la Navidad bajo techo, ay, Jesusito bueno, hazme el milagro, tú que hoy naciste en pesebre, tírame por ahí cualquier hotelito, así sea de media estrella. Pedro, que había dormido durante todo el vuelo, ahora andaba eléctrico como una ardilla, y al grito de "¡Por el poder de Gracecol!" corría como poseso por los desérticos pisos de linóleo del aeropuerto, luciendo, igual que yo, su modelito playero, mientras afuera mordían los vientos del invierno. El empleado de un stand de información al turista, que no veía la hora de deshacerse de nosotros para poder largarse, logró por fin acomodarnos en un apartotel en la calle Juan Bravo, ¡gracias, gracias, chico, te besaría las manos!, pero no tuvimos igual suerte con las diligencias para recuperar el equipaje. Me hicieron llenar formularios con la descripción exacta de mis maletas, que por supuesto eran negras y rectangulares como toda maleta. Lo siento, ni modo de decir que tienen lunares o cicatrices que las distingan, nada de señales particulares que las hagan únicas en su especie. Y luego me mandaron de una oficina a un depósito, del depósito a otra oficina y nuevamente al depósito, mi niño cada vez más frenético y yo ya exhausta, hasta que el último funcionario, el que andaba con las llaves cerrando puertas, se armó del valor necesario para comunicarme que no había nada que hacer, pero nada es nada, porque las maletas nuestras ni habían llegado ni iban a llegar, y punto. Punto, cero, nada, chao. Debí poner tal cara de balserito, o de refugiado de Albania, que el funcionario, compadecido, me regaló una cesta de Navidad con todo y su celofán, su moño vistoso, su lata de duraznos en su jugo y su sidra El Gaitero, que sin duda le habrían regalado a él, a su vez, unas horas antes. Así que mi niño y yo nos lanzamos a las nieves ibéricas ataviados de panameños y sin otra cosa entre las manos que los héroes de Gracecol y la cesta navideña, que es el objeto más inútil y deprimente que puede haber en el planeta, aunque no, no es cierto, existe algo todavía peor, una sola cosa: una tuna universitaria. Y fueron justamente tunos, con su revuelo de capas de mal agüero y su escandola de mandolinas y panderetas, los únicos seres vivos que se cruzaron con nuestro taxi en el camino hacia el hotel, aquella noche santa y vacía en que la ciudad entera parecía haberse marchado a Belén, siguiendo la estrella de Oriente.

"Creía que ya no vendríais, hace más de una hora que habéis llamado". Eso fue lo que me dijo la recepcionista del apartotel de Juan Bravo, así o como corresponda en ese vosotreo que a los latinoamericanos no nos nace sino en misa, la cosa es que cuando llegamos la mujer estaba ya en la puerta, a punto de cerrar el establecimiento para partir, como en una floja película de suspense, y por un segundo mi niño y yo nos salvamos del silbato. "Aquí tenéis las llaves de la puerta de la calle", me dijo la señora, "por si deseáis salir, a cualquier cosa". ¿Cualquier cosa? Cualquier cosa no, por favor, como se le ocurría a la señora, más bien cosas decisivas en una noche como esa, derechos elementales, aun para los no creyentes, como cenar a gusto, pasear bajo la iluminación navideña, celebrar la llegada del redentor con el resto de la humanidad agobiada y doliente. Pero, ante todo, yo tenía que comprarle al menos un regalo a Pedro, porque los que le tenía preparados se me extraviaron junto con la maleta. En algún lado tenía que conseguirle algo, a él, que por acompañarme andaba ahora tan lejos de sus primos, que al otro lado del mundo se habrían quedado dormidos en la alfombra junto a la chimenea, entre los envoltorios de colores de todos los paquetes que ya habrían abierto, mientras en la cocina la Mamina, mi hermana Carmen y mi cuñado Gonzalo guardarían en la nevera los restos de pavo, apagarían las luces del árbol y lavarían el montón de platos sucios.

Tras una serie de infructuosas diligencias telefónicas para conseguir las señas de mis amigos madrileños, y de improvisar el pesebre con los frasquitos aquellos, mi niño y yo nos preparamos para salir a la calle. ¿Pero en esas triscas? ¿Así, vestidos de verano, para enfrentar la rudeza de los vendavales? Todo, menos resignarnos a ir a la cama de tan triste manera. Y sucedió otro milagro, en esa Nochebuena que no dejó de tener su mística y su misterio: en el closet aparecieron dos albornoces, como les llaman los españoles, o batas de baño, como decimos nosotros; en cualquier caso, indumentarias para huéspedes, blancas y pesadas, largas hasta el suelo, de corte bíblico, material felpudo y cordón al cinto. ¿Qué más se puede esperar de un abrigo, cuando es un abrigo caído del cielo? A Pedro le quedaba enorme el suyo, por supuesto, pero pudimos cortarlo con una Gillete que encontramos en el baño, y con lo que sobró del ruedo y de las mangas nos organizamos bufandas, manguitos, par de gorros, polainas. El baño, inagotable proveedor, nos surtió con aguja e hilo para los ajustes indispensables. Y ya en ese trance, ¿por qué no lanzarse a fondo y reforzar la indumentaria invernal con unas buenas toallas, terciadas a la espalda a la manera de capas? Y yo, que me había burlado de las de los tunos… Ya estábamos listos, mi Pedro y yo: mezcla rara de monos de nieve y escapados de asilo. Armani look para pastores alaskanos. Nos miramos al espejo y creo que nunca en la vida nos hemos reído tanto. Ahora sólo faltaba una cosa: el coraje necesario para soportar la mirada ajena. Para Pedro eso no fue tema, e inspirada en su ejemplo yo resolví no ser menos, así que salimos a la calle, matados de la risa como dos borrachos, el uno grande y el otro pequeño. No había sino puro helaje y desolación por donde quiera que camináramos. ¿Los vecinos? Como en cuarentena. ¿Las tiendas y restaurantes? Clausurados con reja y candado, al parecer, para siempre. Lo cual, en medio de todo, era una ventaja; al fin y al cabo no asomaba nadie que pudiera mirarnos con ojo crítico. Una ventaja, sin duda, si no fuera por lo mucho que me preocupaba no tener nada que darle a Pedro.

Y entonces, al cruzar una esquina, ¡una tabaquería que nos sale al encuentro! La más modesta y desprovista de todas, pero con una virtud que la convertía en extraordinaria: estaba abierta. Como su nombre indica, en ella vendían básicamente tabaco, regalo por lo demás impropio para una criatura de siete años, pero rebuscando en sus anaqueles, a espaldas de Pedro, encontré algún que otro objeto que, contando con la buena voluntad de todo niño y con la dispensa que otorga una emergencia como ésa, a lo mejor lograba pasar por regalo divino. O algo parecido a eso: una caja de chocolates, una camiseta de I love Madrid, con toro y torero trenzados en tremenda verónica, y un juego de seis miniespaditas toledanas, de esas metálicas, que vienen en damasquinado y que se recomiendan para pinchar aceitunas. No era ni mucho ni bueno, pero era mejor que nada.

¡Asombrosa noche de revelaciones y presagios, que en una placita de aquellos rumbos librados a la niebla nos deparó además un titiritero! Un titiritero de carne y hueso. Aunque no se pueda creer, de la nada había salido un titiritero con todo y sus títeres, que se preparaba para montar su función frente a media docena de niños y a dos adultos, también salidos del silencio, y que debió alegrarse al vernos llegar a nosotros dos, que, aunque andábamos de orates, significábamos el veinte por ciento de su público. A continuación, su elenco, que constaba, a saber, de una Princesa, varios Conejos y un Mago, empezó a representar una historia navideña de lo más melancólica y deshilvanada, tanto que no logró conquistar a ninguno de los niños, que poco a poco fueron desapareciendo, ni qué decir de los adultos, que también emprendieron la retirada, y que no le iba gustando ni siquiera a mi Pedro, pese a que era muy descriteriado y propenso a entusiasmarse con cualquier cosa. Mientras el frío apretaba locamente, la representación aquella se alargaba y se alargaba, tal vez mientras el titiritero bregaba por inventarse la manera de obviarle a sus muñecos un inminente final de tragedia, cuando una ráfaga de viento helado con aguanieve vino a rescatarnos. "¡Nos vamos!", grité, dejando un buen poco de pesetas en la lata. "¡No sigas, titiritero, que ya nos vamos, se me va a mojar mi niño y en casa no quedó toalla con qué secarlo!" Ante mi advertencia asomó la cabeza, en medio de las dos alas de su telón mugriento, un muchacho muy joven y muy argentino, según me había podido percatar, porque tanto sus Conejos como su Princesa shushaban las "yes" y las "elles". "Pará, che", me rogó, "¡No me dejés aquí solo, en medio de esta shuvia!".

Así que acabamos el argentino -que se lla- maba Tano-, mi Pedro y yo en la recepción del apartotel de Juan Bravo, donde el desk, que llaman, funcionaba al pelo como teatrino, tras el cual se desempeñaba Pedro como titiritero, improvisando una representación muy violenta en la cual se cagaban a palos el Mago y los Conejos. Mientras tanto, el Tano y yo organizábamos una cena aceptable, yo hasta diría que agradable, y acierta quien diga que con salchichón Gran Montilla, lata de espárragos blancos, duraznos en su jugo, galletas surtidas y almendras rellenas; es decir, con el muy valioso contenido de nuestra hasta entonces despreciada cesta navideña, y aunque casi nos varamos por falta de abrelatas, logramos sobreponernos gracias a que el argentino se sacó de no sé dónde un cuchillo de considerable tamaño y acuchilló las latas, con tal destreza que alcancé a desear que no se le ocurriera arremeter contra nosotros con el mismo empeño. Mientras los Conejos, que ya habían dado cuenta del Mago, liquidaban también a la Princesa, el Tano me confesó, al calor de la sidra El Gaitero, lo que ya sospechaba yo desde hacía rato: que era la primera vez que trataba de ganarse un dinero con los títeres, porque en realidad el dueño del negocio era su primo hermano.

Despachadas las viandas y despedido el titiritero, mi niño y yo dormimos como lirones en nuestras camas calienticas y confortables, y ya debía estar bien entrada la tarde del 25 cuando me despertaron sus gritos de júbilo: "¡Verdaderas armas! ¡Espadas auténticas! Mira, Lalí, el Niño Dios me trajo espadas de verdad, que cortan y todo, para He-man y Skeletor! ¡Chuzudísimas! ¡Mira, Lalí, qué bien les quedan en la mano; hasta Serpentor las puede agarrar perfectamente con su garra palmípeda! Ya puedo tirar estas otras basuras de plástico, chao, metralleticas de porquería, ahora sí llegó armamento como la gente. ¡Qué berraquera de Niño Dios, por fin le atinó a una!".

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