Columna

La estafa europea

El minidebate sobre el futuro de Europa que estamos manteniendo Enrique Barón / Carlos Bru y yo, me compensa de la náusea que me produjo coincidir con las repulsivas extrema derecha francesa y holandesa, pues ese precio nos ha permitido evitar la jaula en la que amenazaba encerrarnos por 100 años Giscard d'Estaing. Alto precio gracias al cual podemos denunciar el proceso implosivo de la ampliación que amenaza con acabar con la Unión; gracias a él, finalmente, podremos intentar desmontar el tramposo calificativo competitivo añadido al modelo europeo de sociedad. Desviar el debate apelando a com...

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El minidebate sobre el futuro de Europa que estamos manteniendo Enrique Barón / Carlos Bru y yo, me compensa de la náusea que me produjo coincidir con las repulsivas extrema derecha francesa y holandesa, pues ese precio nos ha permitido evitar la jaula en la que amenazaba encerrarnos por 100 años Giscard d'Estaing. Alto precio gracias al cual podemos denunciar el proceso implosivo de la ampliación que amenaza con acabar con la Unión; gracias a él, finalmente, podremos intentar desmontar el tramposo calificativo competitivo añadido al modelo europeo de sociedad. Desviar el debate apelando a compromisos y legitimidades que no vienen de unos partidos europeos que no existen; o refiriéndose a una común gobernación de Europa que el Consejo Europeo y de Ministros se encargan de hacer imposibles; y menos aún invocando un pueblo europeo, empecinadamente ausente, y cuya participación en la vida política es casi nula, no es de recibo.

Comienzo por lo más urgente, la ampliación, al filo de una anécdota personal de la que he sido protagonista involuntario. El Instituto Cervantes de París nos invitó a Edgar Morin, a Jorge Semprún y a mí a participar en una mesa redonda sobre Europa. En mi intervención manifesté mis reservas sobre el modo en que estaba teniendo lugar la incorporación de nuevos miembros y puse de relieve la inconsecuencia de no habilitar los recursos para hacerla efectiva en mejores condiciones, ya que de otra manera estaban generando frustración y resentimiento. Un miembro de la audiencia, que resultó ser ciudadano polaco, se revolvió airadamente contra mi acusándome de haber participado en la estafa europea a Polonia al prometerle un futuro brillante que no se había cumplido. Máxime siendo yo un español, cuyo país se había beneficiado abusivamente de los fondos comunitarios y que ahora se negaba a contribuir a otros procesos de adaptación necesariamente costosos y difíciles. Mi interpelante remató la faena haciéndome corresponsable del genocidio que mi país había practicado, vía la inquisición, durante tantos siglos y por el que todavía no había pedido perdón ni pagado precio alguno. La sala, seríamos unas 150 personas, superado el desconcierto inicial, manifestó su solidaridad conmigo y yo le contesté largamente. Pero sin convencerle pues él siguió tratándonos a los viejos ciudadanos europeos de falsarios y de aprovechados.

La airada reacción del ciudadano polaco confirma mi constante preocupación por la manera como la Unión Europea ha ido ensanchando sus dominios. Ya que aplicar a una operación tan delicada la retórica demagógica propia de los ejercicios electorales -prometamos mucho aunque luego demos muy poco- tenía que traducirse en exacerbación del sentimiento nacional y en eurofobia. Como así ha sido. El análisis a este respecto de las opiniones públicas de los países incorporados no puede ser más desconsolador. Eso sin hablar del tropismo hacia la extrema derecha, del que los gemelos polacos Kaczynski son el paradigma, ni de las derivas mafiosas que sin llegar a los extremos rusos son cada vez más terribles. La cínica contradicción entre los fervores ampliadores de algunos países de la Unión Europea, capitaneados por el Reino Unido y su absoluta negativa a arbitrar los fondos que hicieran posible ese proceso; o el hecho de que los Estados más entusiastas en favor de la ampliación fuesen los más hostiles al avance de la construcción europea, delatan su verdadero propósito. Parar esta carrera suicida proponiendo una nueva arquitectura institucional con un marco amplio, de contenido especialmente económico y social, al que puedan incorporarse la totalidad de los actuales miembros de la Unión más los nuevos candidatos que vengan, y un círculo reducido al que se incorporen sólo aquellos países identificados políticamente con el proyecto. Y múltiples pasarelas para transitar de uno a otro. Todo ello, con un presupuesto acorde con la ambición del intento. Tal vez así podamos seguir, queridos Enrique y Carlos, manteniendo Europa en marcha y evitar que los ciudadanos de los nuevos países comunitarios nos traten de arrogantes estafadores.

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