Editorial:

No basta el carisma

Parece claro que nuevas acusaciones de corrupción entre prominentes miembros de su Gobierno o su partido acompañarán a Lula hasta el mismo día de la primera vuelta de las elecciones presidenciales, el próximo domingo. Pero también lo parece que la aglomeración de sinvergüenzas en el entorno inmediato del líder brasileño (cinco altos cargos del Ejecutivo o del Partido de los Trabajadores, PT, han sido apartados de sus puestos en días) no dañará decisivamente sus probabilidades de reelección. Un sondeo divulgado ayer le da vencedor holgado en la primera ronda, 18 puntos por encima de su más inme...

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Parece claro que nuevas acusaciones de corrupción entre prominentes miembros de su Gobierno o su partido acompañarán a Lula hasta el mismo día de la primera vuelta de las elecciones presidenciales, el próximo domingo. Pero también lo parece que la aglomeración de sinvergüenzas en el entorno inmediato del líder brasileño (cinco altos cargos del Ejecutivo o del Partido de los Trabajadores, PT, han sido apartados de sus puestos en días) no dañará decisivamente sus probabilidades de reelección. Un sondeo divulgado ayer le da vencedor holgado en la primera ronda, 18 puntos por encima de su más inmediato rival, el socialdemócrata y antiguo gobernador de São Paulo Geraldo Alckmin.

Los brasileños, saturados por las alegaciones de corrupción (más de setenta miembros del Congreso implicados desde mayo pasado), han venido digiriendo con apatía y amplísimas tragaderas los sucesivos escándalos que cercan al jefe del Estado. El último de ellos, que ha arrastrado a su jefe de campaña y presidente del PT, Ricardo Berzoini, implica un intento de altos cargos del partido de Lula por comprar documentos falsos que comprometerían a Alckmin y a José Serra, candidato socialdemócrata a la gobernación de São Paulo. Los oponentes de Lula, sin embargo, han sido incapaces hasta ahora de transformar en expectativa de votos el clima que impregna Brasil desde que, hace año y medio, se conocieran los sobornos sistemáticos en el Senado con los que el Partido de los Trabajadores se aseguraba votaciones a favor. Aquello causó un severo impacto en la popularidad del presidente, al que hasta hace poco muchos consideraban ya un cadáver político.

Lula ha sido capaz de distanciarse personalmente de este magma de corrupción, aunque sus explicaciones resulten poco o nada convincentes. El primer presidente izquierdista de Brasil desde la restitución de la democracia, en 1980, sigue contando con el apoyo de muchos de sus conciudadanos, sobre todo los más pobres, a los que ha hecho objeto preferente de una política económica. Su moderación política ha hecho de Brasil un lugar aparentemente al abrigo de los vaivenes que sacuden otros países iberoamericanos.

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Pero se equivocaría profundamente si hace oídos sordos a quienes, como la senadora y rival Heloísa Helena, consideran al PT como una "sofisticada organización delictiva". Pese a su carisma aparentemente a prueba de escándalos, el presidente brasileño está obligado a atajar con mano de hierro el clima de vale todo que impregna la política de su país, en el que, por otra parte, tanto está por hacer. Un sistema que se llama democrático, a cuyo timón figura un antiguo sindicalista comprometido, es incompatible con la corrupción institucionalizada y el descrédito político. Como lo es con el atraso educativo, la desigualdad rampante o la influencia y poderío de redes criminales que se enseñorean con frecuencia de sus grandes ciudades. A una semana de su desenlace, la cuestión no parece ser si Lula ganará o no las elecciones; sino cuánto estará dispuesto a arriesgar y cuál será la potencia de su aliento reformista en un segundo mandato.

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