El invernáculo
Hace poco más de un mes nos debatíamos en casa contra una legión de piojos. Entonces aplicamos champús, aceites esenciales y peines sofisticados de 17 euros y, cuando pensamos que la plaga había sido erradicada, nos subimos a un avión de Iberia y, luego de una tortuosa escala en Barajas y 13 horas efectivas de vuelo, llegamos a México a pasar el mes de agosto. Los piojos habían llegado a casa montados en la cabeza de alguno de mis hijos y gracias a la cercanía corporal que suele haber en las familias fueron colonizándonos a todos. La primera noche de las vacaciones, para no dejar colonizadas l...
Hace poco más de un mes nos debatíamos en casa contra una legión de piojos. Entonces aplicamos champús, aceites esenciales y peines sofisticados de 17 euros y, cuando pensamos que la plaga había sido erradicada, nos subimos a un avión de Iberia y, luego de una tortuosa escala en Barajas y 13 horas efectivas de vuelo, llegamos a México a pasar el mes de agosto. Los piojos habían llegado a casa montados en la cabeza de alguno de mis hijos y gracias a la cercanía corporal que suele haber en las familias fueron colonizándonos a todos. La primera noche de las vacaciones, para no dejar colonizadas las almohadas de nuestros anfitriones, nos hicimos una revisión exhaustiva y después, como no había rastros de la plaga y la escala en Barajas nos había dejado destruidos, nos echamos a dormir 36 horas a pierna suelta. Los piojos habían sido erradicados, o eso creímos, y sobre todo anduvimos todas las vacaciones con la soltura y el desparpajo de quien va sin piojos por la vida; es decir, arrimándole la cabeza a nuestros semejantes y echando a volar la cabellera cuando nos sobrevenía una carcajada o un saludable estertor de júbilo. Quiero decir que nos comportábamos como quien no tiene piojos, pero teniéndolos, una situación que, desafortunadamente, he venido a descubrir hoy, ya que la exportación a América de estos parásitos que hemos efectuado mi familia y yo es un hecho consumado. Mi madre, que fue nuestro anfitrión en México, preocupada por nuestra escala en Barajas, llamó anoche para enterarse de en qué condiciones habíamos llegado a Barcelona, y al final, como si se tratara de una inquietud periférica, soltó: "Y vosotros nunca habéis tenido piojos, ¿no?". "No, que yo sepa", mentí, y agregué: "¿Por qué?". "Es que tu padre no para de rascarse la cabeza", dijo. En fin, que por algún motivo misterioso, los piojos de Barcelona, al cambiar de latitud, altitud y medio ambiente, hibernan durante un tiempo indefinido y despiertan en cuanto regresan a la ciudad; por otra parte, y esto es todavía más misterioso, un piojo catalán hibernado da a luz piojos en estado de hibernación que despiertan en México en cuanto su progenitor regresa a la vida en Cataluña. Cada cabeza es un invernáculo. La metáfora que hay detrás de esta historia no podría ser más clara: el hijo comienza a vivir en cuanto el padre desaparece en un avión de Iberia. ¿Y cómo es que no hay vuelo directo de Barcelona a México?, nos preguntaba la gente durante las vacaciones de verano, y nosotros, que tampoco lo entendemos, no hacíamos más que mover nerviosamente el invernáculo.
Después de holgar, y tomar el sol, y nadar en piscinas durante un mes, nos subimos al avión de regreso a Barcelona con escala (¡ay!) en la terminal nueva que ha puesto Iberia en Barajas. El vuelo, en el billete, se anuncia como México-Barcelona, omitiendo la escala, pero la verdad (¡ay!) es otra. En 9 horas 50 minutos cruzamos el mar, nos dieron dos veces de comer y pasaron dos películas, una de boxeadores malvivientes y un culebrón sobre una mujer ciega que tiene parlamentos en catalán, supongo que para ir inoculando cierto ambiente antes de llegar al destino final. Llegando (¡ay!) a Barajas se nos informó que el avión de conexión a Barcelona salía por la sala K, y nosotros habíamos desembarcado cerca de la sala U. Para no hacer el cuento largo haré una breve lista de los puntos relevantes del desplazamiento de una sala a otra, en el que invertimos 40 minutos: presentamos los pasaportes, en la ventanilla correspondiente, a un oficial de migración que nos dijo "bienvenidos a España", subimos y bajamos en cuatro ascensores y dos escaleras eléctricas, cruzamos un arco detector de metales y nos desplazamos durante 10 minutos en un tren subterráneo. Llegando a la sala K, una señorita de cara larga y ojos extraviados, nos indicó que los planes habían cambiado y que el avión a Barcelona saldría de la sala U, así que tuvimos que desandar lo andado, con todo y ascensores, escaleras y tren y, un detalle inconcebible que, lo juro, es verdad: volvimos a pasar el arco detector de metales, y presentamos de nuevo el pasaporte ante un oficial que nos dijo, otra vez, "bienvenidos a España". Es decir, que en menos de dos horas, sin salir del laberinto de Barajas, entramos dos veces a España. A esas alturas nuestros piojos habían comenzado a desperezarse, todavía no había signos sensibles de su presencia pero, por el vigor con que despertaron al aterrizar en Barcelona, no es difícil suponer que mientras nosotros recorríamos pasillos, ascensores y escaleras eléctricas, ellos ya se habían percatado de que regresábamos a casa, la tierra de sus ancestros que deben remontarse hasta la enorme tribu que pobló en su tiempo el invernáculo de Guifré el Pilós. Llegando a Barcelona, desde luego con retraso, volvimos a presentar los pasaportes en la ventanilla correspondiente y así batimos el récord, nada despreciable, de entrar a España, sin salir de ella, tres veces en la misma tarde. En el taxi mi hijo comenzó a rascarse el invernáculo y cuando llegamos a casa cada quien comenzó a lidiar a su manera con los piojos que, llegando a su ciudad natal, dieron por terminada su temporada de hibernación.