Columna

Escuela de robinsones

La exposición de la Sala Kubo se titula El cincel y la palabra y recoge esculturas de artistas tan relevantes como Eduardo Chillida, Antoni Tàpies, Manolo Valdés, Koldobika Jauregi, Hans Spinner o Anne Madden. Todas las obras tienen un tema común: el libro. Son libros-escultura de metal, tierra, madera o piedra. Sin quitarle nada ni a la belleza ni al interés estético de las piezas consideradas de una en una, llama la atención la armonía formal del conjunto, el parecido que las obras expuestas guardan entre sí, similar formato y rasgos librescos clásicos: portada, página, texto o ilustr...

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La exposición de la Sala Kubo se titula El cincel y la palabra y recoge esculturas de artistas tan relevantes como Eduardo Chillida, Antoni Tàpies, Manolo Valdés, Koldobika Jauregi, Hans Spinner o Anne Madden. Todas las obras tienen un tema común: el libro. Son libros-escultura de metal, tierra, madera o piedra. Sin quitarle nada ni a la belleza ni al interés estético de las piezas consideradas de una en una, llama la atención la armonía formal del conjunto, el parecido que las obras expuestas guardan entre sí, similar formato y rasgos librescos clásicos: portada, página, texto o ilustración. También los libros de carne y hueso se parecen por fuera; lo que les distingue es la sustancia interna. De todas formas, la exposición no engaña; presenta abiertamente libros que no son para leer, sino para ser contemplados, libros-objeto.

Poseemos una potente industria editorial y, sin embargo, nuestros índices de lectura no despegan, siguen a la cola de los países de nuestro entorno, lo que además de un contrasentido parece otra exposición abierta de que hoy los libros no son para leer, sino sólo para comprar. Libros objeto, no de reflexión estética como los expuestos, sino sencillamente de consumo, de consumo externo: mirar, tener, guardar en orden en una estantería. Hace unos meses, en torno al Día del Libro, se hizo público otro estudio sobre el tema. Me quedé con uno de los titulares de su presentación: "Ya casi no quedan hogares vascos en los que no haya libros". Otro dato revelaba, por cierto, que el 60% de esos hogares tienen menos de cien (las cursivas son mías). Este enfoque libro-posesivo seguro que se va a ir imponiendo, que las viejas preguntas del "qué lee usted" o "cuántas horas destina al día, mes o año a la lectura" van a desaparecer del mapa, para ser sustituidas por otras sin rastro ya de ingenuidad, disimulo o esperanza: ¿cuántos libros compra usted?, ¿cuántos estaría dispuesto a comprar, y en qué condiciones? Es decir, ¿a qué se tiene que parecer un libro para que usted lo compre? Porque ésa es o será la cuestión fundamental: qué aspecto, ingredientes y condiciones tiene que presentar hoy el libro para seguir vivo en el mercado, para no ser definitivamente erradicado como producto.

Los libros-escultura de El cincel y la palabra se parecen mucho entre sí, mucho más de lo que muchos artículos comercializados hoy bajo el nombre de libro se parecen a lo que se entendía por tal hace sólo unos años. Y hablando de parecidos, no me gustaría que esta columna sonara a pesimista, porque es todo lo contrario; la constatación de un naufragio sí, pero con supervivientes y un barco que, aunque destripado, sigue a flote, cerca de la orilla y con un montón de materia aprovechable a bordo. Yo estoy convencida de que la gente no lee porque la escritura y la lectura llevan mucho tiempo produciéndose y vendiéndose como ejercicios fáciles, amenos, divertidos, como pretextos para el entretenimiento o la evasión. Pero, claro, para evadirse, olvidarse o divertirse sin esfuerzo la gente prefiere otras opciones más sencillas: el sonido que te cuelgas de la oreja, la imagen que te pegas a los ojos, la marcha que te metes en el cuerpo, sin más. Y leer no es eso. Leer es una actividad compleja, seria, que requiere dedicación, esfuerzo, cultura (herramientas previas). Los buenos libros no apelan a tu bolsillo, sino a tu inteligencia; no te aturden, sino que te despiertan; no te invitan a conformarte, sino a formarte y exigir(te). Y eso es precisamente lo que buscas en ellos.

Soy optimista. Ese contagio de los libros auténticos cuando se hace, prende. Y está haciéndose y prendiendo, como tantas cosas al margen, en la periferia de la industria y el fallido fomento de la lectura (¿de verdad cree alguien que ver en la playa a actores disfrazados de personajes clásicos contagia el deseo de leer), haciéndose y prendiendo en actos, textos, intercambios o centros que podrían titularse como la novela de Verne "escuelas de Robinsones". Citándola termino: "Antes de reclamar la chimenea, esperad al menos que hayamos podido procurarnos el fuego".

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