Columna

Bush, sin alas

Se acabó. Una tijera enorme pero discreta, casi silenciosa, le ha cortado las alas al hombre más poderoso del planeta, ese presidente que consiguió, después de los atentados del 11-S, situarse por encima de las leyes de su país, de las instituciones representativas en las que se sientan los legisladores y de las leyes de la guerra acordadas internacionalmente. Ha sido un tijeretazo contundente, lento pero inexorable, como suele ser la justicia, con sus idas y venidas, sentencias y recursos. El caso original es el pleito interpuesto por el chófer de Osama Bin Laden, el yemení de 36 años Salin A...

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Se acabó. Una tijera enorme pero discreta, casi silenciosa, le ha cortado las alas al hombre más poderoso del planeta, ese presidente que consiguió, después de los atentados del 11-S, situarse por encima de las leyes de su país, de las instituciones representativas en las que se sientan los legisladores y de las leyes de la guerra acordadas internacionalmente. Ha sido un tijeretazo contundente, lento pero inexorable, como suele ser la justicia, con sus idas y venidas, sentencias y recursos. El caso original es el pleito interpuesto por el chófer de Osama Bin Laden, el yemení de 36 años Salin Ahmed Hamdan, capturado en Afganistán e internado en Guantánamo, contra el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld. Hamdan se opuso en su demanda a los propósitos del jefe del Pentágono de llevarle ante una comisión militar especial -un tribunal de excepción sin garantía alguna que maneja pruebas secretas- creada en la prisión por orden del presidente Bush, para responder por crímenes de guerra; y su pretensión era que se le juzgara ante un tribunal militar regular, según las reglas del Código de Justicia Militar norteamericano, como corresponde a un prisionero de guerra.

Son muchas las cosas extraordinarias de este caso. Pero la mayor es que el mismo Departamento de Defensa que se ha labrado tan triste fama en Guantánamo es el que nombró en diciembre de 2003 al teniente Charles Swift como defensor de oficio de Hamdan. Este oficial jurídico de la Marina norteamericana ha demostrado una competencia profesional y un empeño cívico encomiables, hasta elevar el caso hasta la más alta y prestigiosa instancia jurídica del país, el Tribunal Supremo, y ganarlo. Las condiciones de la detención y del proceso que se le abrió a Hamdan no pueden ser más lamentables y discutibles desde el punto de vista de los derechos humanos y de las garantías jurídicas, pero al final de las cuentas el Pentágono aseguró algo tan fundamental y que se ha revelado tan eficaz como el derecho a la defensa.

Pero no es lo único extraordinario. La distribución de votos, cinco a favor y tres en contra, es también muy significativa, en un cóctel en el que se mezclan azar y necesidad. El nuevo presidente del Supremo nombrado por Bush, el juez Roberts, se vio obligado a excluirse de la votación, pues estaba contaminado por su participación en un tribunal que rechazó un recurso a Hamdan. El voto decisivo fue el del juez Kennedy, nombrado por Ronald Reagan, que en este caso decantó la votación en favor de Hamdan. Según el ponente de la sentencia, el juez Stevens, nombrado por Bush padre, la decisión de Bush hijo de crear las comisiones militares de Guantánamo viola la Constitución americana, el Código de Justicia Militar y la ley internacional, y en concreto los convenios de Ginebra sobre prisioneros de guerra.

Una institución tan conservadora como el Tribunal Supremo, cada vez más decantado hacia la derecha, ha limitado los poderes del presidente en una perfecta actuación de los checks and balances (controles y equilibrios). La sentencia impugna buena parte de las bases de esta presidencia. El presidente no está por encima de la ley. El Congreso no debe limitarse a darle un aval como comandante en jefe, sino que tiene la obligación de controlar al Ejecutivo. Estados Unidos debe someterse a las leyes internacionales. No tiene pase que la lucha contra el terrorismo sea una guerra contra el eje del mal en la que el eje del bien no aplique las reglas de la guerra. La monstruosidad no podía ser mayor.

La sentencia puede tener trascendencia para otras actuaciones basadas en los poderes presidenciales: la legalización de la tortura, las cárceles secretas y los vuelos clandestinos, las escuchas telefónicas o el espionaje bancario sin control judicial ni parlamentario. Constituye, además, una apelación a la Administración americana para que proporcione un trato humano a los detenidos que tiene dispersos por el mundo, en cárceles secretas en buena parte, con motivo de la guerra contra el terrorismo; termine con las prácticas que la legislación americana y las convenciones internacionales consideran ilegales, y proporcione a todos ellos un juicio justo.

Al admirable teniente Charles Swift pertenece esta frase: "Cuando presté juramento no juré obedecer al presidente, sino defender la Constitución". El error de Bush es Bush mismo como presidente imperial, y eso es lo que ha enmendado el Tribunal Supremo, esa institución venerable y conservadora de la que puede sentirse legítimamente orgulloso el pueblo norteamericano.

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