El estado de la nación

Las frustraciones del PP

Si el debate entre Zapatero y Rajoy pareció esta vez menos duro que en ocasiones anteriores fue por dos cosas. Porque los dos contendientes tuvieron el buen sentido de evitar cualquier enfrentamiento sobre el proceso de fin de la violencia en Euskadi, pero sobre todo porque al PP se le ha agotado su proyecto de oposición.

El PP ha querido ganar una carrera de fondo con un sprint y se ha desfondado. El discurso catastrofista y alarmista tiene este problema: la realidad lo desmiente con suma facilidad. Si un partido utiliza como argumento central de su oposición que España está a p...

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Si el debate entre Zapatero y Rajoy pareció esta vez menos duro que en ocasiones anteriores fue por dos cosas. Porque los dos contendientes tuvieron el buen sentido de evitar cualquier enfrentamiento sobre el proceso de fin de la violencia en Euskadi, pero sobre todo porque al PP se le ha agotado su proyecto de oposición.

El PP ha querido ganar una carrera de fondo con un sprint y se ha desfondado. El discurso catastrofista y alarmista tiene este problema: la realidad lo desmiente con suma facilidad. Si un partido utiliza como argumento central de su oposición que España está a punto de desaparecer como nación y que vamos al precipicio porque el Gobierno es incompetente y no sabe adónde va, necesita ser creído por la ciudadanía y hacer tambalear al Gobierno inmediatamente porque, de lo contrario, pierde toda su consistencia. Pasan los días y España sigue existiendo, no hay ningún síntoma de que se levanten fronteras ni barricadas en ninguna parte, la economía sigue creciendo y los problemas se agolpan, como en todas partes, sin que haya la sensación de descontrol. Zapatero tiene razón. El PP sufre el problema de las falsas profecías: cuando no se cumplen, el profeta, tarde o temprano, tiene que esconderse si no quiere convertirse en el hazmerreír del lugar. Esto es lo que le está pasando a Rajoy. Y el desconcierto empieza a habitarle.

En un mundo en cambio, los problemas generan ansiedad en la gente, desconcertada por la velocidad con que evolucionan los referentes, que, a veces, les añade un plus de gravedad. Un problema político es lo que es más la percepción que la gente tiene de él. Y en este sentido el papel de los medios es decisivo. La inmigración y la delincuencia organizada son dos de las cuestiones que cíclicamente generan alarmas. Pero ni siquiera en estas dos materias el PP está en una oposición cómoda. En inmigración, los 700.000 trabajadores regularizados tienen empleo, su situación se ha normalizado sin crear ningún desastre y posibilitando su integración. ¿Puede contraponerse a ello la estrategia de Aznar, que hacía de la ilegalización la única bandera? En materia de delincuencia organizada, donde la derecha siempre aparece con el prejuicio favorable de la mano dura, el PP también tiene los pies de barro: nunca tomó en serio el delito organizado cuando gobernó, porque creía que en España era algo accidental, y, además, redujo sensiblemente la plantilla de policía, uno de tantos efectos del mito insuperable del aznarismo: el déficit cero.

Dado que en política exterior el PP lleva el pecado original de la guerra de Irak, de la que Aznar ya es el único protagonista que no ha esbozado ni una sombra de autocrítica, sólo le queda al PP la cuestión territorial para hacer ruido. Con dos problemas: su discurso sobre España es una manta demasiado corta para la extensión de la piel de toro, de modo que cada vez que la mueve deja territorios sin abrigo en que se le crean verdaderos agujeros negros electorales: en Cataluña, pero también en el País Vasco y ahora en Andalucía. Y además mientras los días pasan sin que las catástrofes profetizadas se cumplan los argumentos se difuminan.

Con todo lo cual queda de manifiesto que a Rajoy le falta lo que él dice que no tiene su adversario: un proyecto. Un proyecto propio, no las obsesiones heredadas de Aznar. Este proyecto lógicamente debería cimentarse a partir de un discurso alternativo sobre la política económica. Pero precisamente Rajoy dijo en Sitges que "la política económica del Gobierno no merecía excesivos reproches". Con este panorama no es extraño que las frustraciones del PP las pagara Manuel Marín. Da la sensación de que al PP se le ha agotado la legislatura: la pensó corta y ha perdido la apuesta. Ahora sólo le queda estudiar: cuando ha disminuido el ruido se ha visto que había pocas nueces. Al presidente le ha bastado hacer lo que podríamos llamar el discurso de la izquierda posible o, si se prefiere, liberal de izquierdas, ampliación de las opciones para todos, para pasar el trámite del estado de la nación. Ahora empieza la fase crítica del proceso de fin de la violencia. Y esto ya es otra canción.

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