Columna

Guerra de nacionalismos / y 2

En esa pareja referencialmente indestructible que forman el Estado y la Nación, el primero funciona como desencadenante de su concreción y como argamasa y garantía de su persistencia. Lo que no quiere decir que en algunos casos no hayan tenido, incluso no tengan ahora vida propia y separada. Basta con pensar en la organización internacional de Naciones sin Estado, cuyo número supera hoy los 100 miembros. Y aún más en las múltiples formas de pertenencia colectiva que pueblan el planeta: etnias, tribus, religiones, ciudades, agrupaciones profesionales, clubes deportivos, comunidades de género, e...

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En esa pareja referencialmente indestructible que forman el Estado y la Nación, el primero funciona como desencadenante de su concreción y como argamasa y garantía de su persistencia. Lo que no quiere decir que en algunos casos no hayan tenido, incluso no tengan ahora vida propia y separada. Basta con pensar en la organización internacional de Naciones sin Estado, cuyo número supera hoy los 100 miembros. Y aún más en las múltiples formas de pertenencia colectiva que pueblan el planeta: etnias, tribus, religiones, ciudades, agrupaciones profesionales, clubes deportivos, comunidades de género, etcétera. Espacios más ambiguos y difusos que los del Estado-nación, pero que dan cumplimiento suficiente a la pulsión primaria de incorporarse a un ámbito común, de pertenecer a una identidad colectiva, que para muchos tratadistas representa una necesidad tan imperativa como la de cualquier otro de los instintos básicos. Por lo demás, las relaciones entre los dos términos de la pareja son eminentemente interactivas, bien en simultaneidad, bien en una secuencia temporal insegmentable. El Estado da forma definitiva a cada nación, pero éstas nacionalizan el territorio nacional con los instrumentos propios del Estado: Ejército, educación, lengua, policía, burocracia, etcétera. El Estado, pues, productor de la Nación estatalizada y la Nación productora del Estado nacional y en esta inextricable y simbiótica coexistencia coproductora ha residido su fecundidad y sus servidumbres -Hans Kohn, The Age of Nationalism; Mancur Olson, The Rise and Decline of Nations-. Su divorcio, la modificación de la entidad de sus componentes o el trastorno de sus modos de concernencia ponen fin a su razón de ser.

Que es lo que ha sucedido en las últimas décadas, ya que ambos componentes se han visto profundamente afectados por las transformaciones que han tenido lugar. El Estado, por su pérdida de legitimidad derivada de su incapacidad para dar respuesta a las demandas sociales de los individuos y de la sociedad a quienes no les basta ya la ciudadanía, sino que piden antes seguridad y, sobre todo, trabajo que el mercado puede proporcionarles mucho mejor. Por su parte, la Nación invadida por la dimensión religiosa, recurre cada vez más a la religión tanto para su vertebración histórica como para diseñar la figura actual de su identidad colectiva. Es decir, el tándem no marcha y la bicicleta se cae. Pero, además, la fragilización de las afirmaciones grupales y comunitarias, exacerba la conciencia de los disfuncionamientos, exaspera los nacionalismos y radicaliza sus exigencias y antagonismos, dando lugar a la multiplicación de identidades histórico-mesiánicas que se producen frente al Estado y no a partir de él. Fundamentalismo en la concepción y populismo en la práctica política del nacionalismo han sido las consecuencias inevitables.

El prejuicio antifederalista de los responsables de la Constitución y la opción centralista de los partidos de la izquierda dejó abierto el tema de la organización del territorio condenándonos a la previsible demagogia autonómica y al viejo enfrentamiento del centro hispano-castellano versus las periferias atlántico-mediterráneas. El centralismo cuenta con el apoyo del jacobinismo de una parte importante del PSOE que coincide con los fervores del PP, sobre todo de los núcleos de extrema derecha que en él se han cobijado. La metralla ideológica de Jiménez Losantos, Lo que queda de España; Alonso de los Ríos, Si España cae; Jon Juaristi, El bucle melancólico; Pío Moa, Contra la balcanización de España, ha proporcionado armas abundantes a la masa de los neocons españoles para quienes el nacional-catolicismo, en directa filiación con el franquismo, es la medida de la patria española, incompatible con la esencialización de lo vasco y lo catalán de la que se ha hecho la sustancia de sus respectivas afirmaciones nacionales. De ese pozo no sacaremos agua y nadie quiere sin embargo entrar en el tema tan agudamente apuntado por Rubert de Ventós en su libro Nacionalismos sobre la inesquivable urgencia de repensar la Nación y el Estado desde los supuestos de hoy con el fin de proyectar una comunidad posestatal y de proponer una identidad posnacional. ¿Cuándo nos ponemos a ello?

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