Reportaje:ESTILO DE VIDA

No se duerma en los laureles

Surgida a raíz de los coronados con laurel durante el Imperio Romano, la expresión se identifica con la complacencia. 'Dormirse en los laureles' es un mal que acecha a los países desarrollados, desde Estados Unidos hasta España. Propio de políticos y empresarios boyantes, aparece si los pies dejan de pisar el suelo.

En diferentes civilizaciones de la antigüedad se coronaba con laureles a poetas, emperadores y generales victoriosos como signo de reconocimiento a sus logros, ya fueran artísticos o militares. Tras este reconocimiento dejaban muchas veces de esforzarse y se llegaba a la conclusión de que se dormían en los laureles. Esta expresión es consecuencia de un rasgo inherente al ser humano y extensible a organizaciones, empresas e incluso a países e imperios. Se trata de la complacencia.

El diccionario arroja una doble definición para el término complacencia. La primera acepción la define como ...

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En diferentes civilizaciones de la antigüedad se coronaba con laureles a poetas, emperadores y generales victoriosos como signo de reconocimiento a sus logros, ya fueran artísticos o militares. Tras este reconocimiento dejaban muchas veces de esforzarse y se llegaba a la conclusión de que se dormían en los laureles. Esta expresión es consecuencia de un rasgo inherente al ser humano y extensible a organizaciones, empresas e incluso a países e imperios. Se trata de la complacencia.

El diccionario arroja una doble definición para el término complacencia. La primera acepción la define como "satisfacción y alegría que produce alguna cosa". Hasta aquí no se deduce que la complacencia sea nociva, pues ¿qué hay de malo en alegrarse de las cosas buenas? La segunda acepción va más allá: "Actitud tolerante de quien consiente excesivamente".

La complacencia más allá del objeto (mi satisfacción es excesiva, lo que -en caso de prolongarse- significa perpetua) la convierte en causante de las debacles de la historia. ¿Cómo puede comprenderse la agonía que duró siglos durante la caída del Imperio Romano? Muchos historiadores sólo encuentran una explicación: la complacencia, por la que este imperio fue víctima de su propio éxito.

La complacencia es universal y atemporal. La crisis económica que sumió al milagro japonés en una depresión de más de una década (y de la que aún no ha salido) es otro claro ejemplo. Tal fue la sensación de omnipotencia económica de los japoneses que llegaron a creerse invencibles. Los bancos nipones otorgaron créditos millonarios a países y empresas del sureste asiático sin sopesar los riesgos que corrían. Nadie pensó que algo pudiera torcerse: la autocomplacencia se instaló en su ánimo.

Algo parecido sucederá con Estados Unidos. Luis de Sebastián, economista y profesor de ESADE, ofrece en su libro Pies de barro, la decadencia de los Estados Unidos de América datos y cifras de los síntomas de un imperio en riesgo de adentrarse en la decadencia, antesala de toda caída.

No es sólo un asunto político, también empresarial. El 40% de las empresas que hace 25 años eran las mayores del mundo hoy ya no existen. Enron fue un fraude en toda regla, irrealidad de los que se sumen en la complacencia. Como la arrogante actitud que caracterizó a su cúpula directiva. Enron llegó a creerse tan indestructible como aquel decadente Imperio Romano.

La complacencia se detecta en el terreno empresarial mediante un inequívoco síntoma: siempre que un directivo dice "mi empresa va sola", sé que estará en crisis antes de cinco años. ¡Ninguna empresa va sola! Entre otras cosas, porque la competencia siempre acecha. En una ocasión preguntaron a un fundador de Intel cuál era el secreto de su liderazgo, que había conducido al éxito de su compañía de ordenadores. La respuesta fue: "Cada mañana me levanto y pienso en los miles de empleados que tengo. Así que estoy permanentemente asustado…". Eso significa no sumirse en la complacencia. Dirige su negocio bajo la posibilidad de que algún día las cosas pueden irle mal.

Los políticos forman otro colectivo dado a dormirse en los laureles. El poder acaba por confundir al que lo ejerce. La confusión se produce cuando se une cargo y persona en un solo ente. No es algo relacionado con un color de partido. Ideologías aparte, la complacencia contagia a cualquier mortal. Una vez, el presidente de un país -tras ser presentado como tal- corrigió: "No soy el presidente, sólo el hombre que ahora ocupa el cargo de presidente". El poder no es inherente a la persona, lo es al cargo.

En el Imperio Romano, el derecho de usar la corona cívica de laurel y roble se otorgaba sólo a generales victoriosos. La sostenía por encima de su cabeza un individuo que le repetía: "Recuerda, eres mortal, eres mortal, eres mortal…".

En el contexto económico actual, España también va camino de sumirse en la complacencia. Crecemos por encima de la media europea, y nuestras cuentas públicas son de las más saneadas. Pero debemos andar con ojo. Nuestro déficit de la balanza comercial (exportaciones menos importaciones) es, en términos relativos, uno de los peores del mundo; nuestra economía depende en gran medida de la construcción, sector recalentado y bajo riesgo de pinchazo; nuestra competitividad es cada vez peor; la productividad no hace sino bajar… Indicadores que, sin obviar otros que evolucionan bien, son suficientes para que recordemos que -como el emperador romano Octavio (y tantos otros) a los que se les permitió llevar la corona de laureles- somos mortales.

El peligro de la complacencia es que uno no es consciente de la misma. Como escribía Javier Marías en este suplemento, es inútil convencer a quien se cree en posesión de la verdad absoluta. Igual sucede con la complacencia: quien ya es preso de ella recibe la crítica como algo más grave que un insulto. Va más allá del conformismo. Es creer que el status actual forma parte de la naturaleza intrínseca de uno mismo.

Los agraciados con el premio gordo

La complacencia es, de hecho, la creencia en la que se sumen aquellos a los que les toca un premio gordo en un juego de azar. "Jamás me volverá a faltar dinero… Soy un elegido… El universo conspira a mi favor". El 90% de estos agraciados con un gran premio lo perderán todo en un plazo de entre cinco y siete años. El rasgo común del 10% que no lo pierden es que continúan viviendo como lo venían haciendo hasta ese momento. De acuerdo, cancelan su hipoteca y quizá compran un auto mejor. Pero poco más. Como el fundador de Intel, siguen levantándose por la mañana. Sin ser por ello pesimistas, son lo suficientemente sabios para decirse a sí mismos ante el espejo: "Quién sabe, quizá algún día las cosas puedan irme mal".

Fernando Trías de Bes es profesor de Esade, conferenciante y escritor.

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