Columna

Qué risa, Marialuisa

En plena revolución rusa, León Trotsky declaró: "Tenemos que poner fin de una vez para siempre a las paparruchas cuáquero-papistas sobre la santidad de la vida humana". Poco más tarde añadió famosamente: "El terror es un medio poderoso de hacer política, y hay que ser un hipócrita para no comprenderlo". Esta última observación ha sido objeto de numerosos comentarios; el que más me gusta es filológico y es de Martin Amis, para quien "no comprender" es en esa frase un eufemismo por "no obrar en consecuencia", e "hipócrita" significa en realidad "sentimental", porque todo el mundo sabe que el ter...

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En plena revolución rusa, León Trotsky declaró: "Tenemos que poner fin de una vez para siempre a las paparruchas cuáquero-papistas sobre la santidad de la vida humana". Poco más tarde añadió famosamente: "El terror es un medio poderoso de hacer política, y hay que ser un hipócrita para no comprenderlo". Esta última observación ha sido objeto de numerosos comentarios; el que más me gusta es filológico y es de Martin Amis, para quien "no comprender" es en esa frase un eufemismo por "no obrar en consecuencia", e "hipócrita" significa en realidad "sentimental", porque todo el mundo sabe que el terror es antisentimental. En los años treinta, Iósif Stalin sacó la conclusión acertada de las palabras de su antiguo correligionario. "La muerte soluciona todos los problemas", dijo. "No hay hombre, no hay problema". Lo dijo y obró en consecuencia. El resultado fueron veinte millones de muertos, el hundimiento absoluto del valor de la vida humana en la Unión Soviética y uno de los regímenes políticos más brutales de la historia.

No hay que ser un analista político para saber que desde hace décadas la Administración norteamericana ignora impecablemente cualquier paparrucha cuáquero-papista y constituye un verdadero prodigio antisentimental. Un ejemplo ínfimo y reciente. El día 14 de enero del presente año un avión Predator del ejército estadounidense procedente de Afganistán lanzó al menos una decena de misiles sobre la aldea paquistaní de Damadola, en el distrito de Bajur. El objetivo del bombardeo era Ayman al Zawahiri, brazo derecho de Bin Laden e ideólogo de Al Qaeda. Según el diario paquistaní Dawn, esa noche Al Zawahiri estaba invitado a una cena en una de las casas bombardeadas, pero finalmente no acudió a la cita; resultado del ataque fallido: al menos 17 personas muertas, entre ellas seis niños, y numerosos heridos. En otro tiempo, en otras circunstancias, un ataque de un país soberano a otro país soberano hubiera supuesto la declaración inmediata de guerra por parte del país agredido. ¿Cuál fue la reacción de Paquistán? Presentar una protesta palaciega en la que Islamabad manifestaba su enfado por ese "incidente altamente condenable". ¿Cuál fue la reacción de la ONU, el organismo encargado de velar por el respeto a la legalidad internacional? Ninguna, que yo sepa. ¿Cuál fue la reacción de la Unión Europea, el único contrapeso posible al poder omnímodo de Estados Unidos? Ninguna, que yo sepa. ¿Cuál fue la reacción del Gobierno estadounidense? Ninguna, que yo sepa. Ni siquiera pedir disculpas. Repito: diecisiete personas muertas. No una ni dos ni tres: diecisiete. Es para morirse de risa. Tanto que hasta parece fuera de lugar -una cursilada sólo apta para progres hipócritas, sentimentales e irredentos que gustan de sacar en procesión su yo virtuoso- indignarse por una minucia que no extraña a nadie ni a nadie escandaliza. Después de todo, el Gobierno estadounidense, que es el único que puede en la práctica hacer cumplir la legalidad internacional -la principal garantía de convivencia civilizada del mundo-, la conculca cuando y donde quiere. No lo ha hecho la Administración de Bush: lo han hecho todas las administraciones norteamericanas desde hace sesenta años. Nos mata el guardia encargado de hacer cumplir la ley. El guardia es un monstruo y no tiene razón, pero tiene razones. La del ínfimo caso que nos ocupa es evidente: el asesinato de Al Zawahiri -o, mejor aún, el de Bin Laden- salvaría multitud de vidas, y la muerte de esas diecisiete personas es sólo un inevitable accident de parcours. El argumento es falso: dejando de lado la ilegitimidad moral incluso de un asesinato como el de Al Zawahiri -similar en teoría a un tiranicidio-, lo cierto es que ni Al Zawahiri ni el propio Bin Laden tienen ya mucha importancia más allá de su carácter simbólico: como ha venido a decir Robert Fisk, matar ahora a Bin Laden es como matar a los científicos nucleares tras la creación de la bomba atómica. La bomba ya está creada, amenaza a todo el mundo y lo que hay que hacer es desactivarla. Matar a Bin Laden y Al Zahawiri no es un acto de justicia: es un acto de venganza. Aun aceptando que alguna de ellas fuera miembro de Al Qaeda, matar a diecisiete personas es un acto de terrorismo.

Puede que yo sea un progre irredento, hipócrita y sentimental, pero no soy antiamericano. De hecho, no creo que haya nada más obtuso, más injusto y más inútil que el antiamericanismo. Como casi todo el mundo, adoro la literatura, el cine y la música americana; admiro su modo de vida y envidio muchos de sus valores morales y políticos; pero, como casi todo el mundo, procuro no ignorar la realidad, y la realidad es que el Gobierno de Estados Unidos practica asiduamente el terrorismo y está contribuyendo a convertir países enteros en polvorines. Puede que también Zapatero sea un sentimental y su Alianza de Civilizaciones una cursilada, pero tendrán que convencerme de que es peor que una política que usa por sistema el terror como instrumento, una política tan gloriosamente antisentimental que, pasándose por el forro esa bobada de los derechos humanos, está consiguiendo el hundimiento absoluto del valor de la vida humana en medio mundo ante la perplejidad impotente, el aburrimiento o la indiferencia del otro medio. No me dirán que no es para morirse de risa.

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