Editorial:

Conquista democrática

La ley de matrimonio homosexual, aprobada ayer en el Congreso por 187 a favor y 147 en contra, delimita mejor que ninguna otra el campo escogido por el Gobierno para actuar con la mayor urgencia en su primer año de legislatura: el de los derechos civiles, ampliándolos y favoreciendo su ejercicio a las minorías y a los colectivos que más dificultades encuentran a su reconocimiento en la práctica social. Los sectores políticos y religiosos opuestos a esta ley la tildan de sectaria, de ajena al interés general y de impropia de una sociedad ordenada, para restarle legitimidad. Olvidan que un rasgo...

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La ley de matrimonio homosexual, aprobada ayer en el Congreso por 187 a favor y 147 en contra, delimita mejor que ninguna otra el campo escogido por el Gobierno para actuar con la mayor urgencia en su primer año de legislatura: el de los derechos civiles, ampliándolos y favoreciendo su ejercicio a las minorías y a los colectivos que más dificultades encuentran a su reconocimiento en la práctica social. Los sectores políticos y religiosos opuestos a esta ley la tildan de sectaria, de ajena al interés general y de impropia de una sociedad ordenada, para restarle legitimidad. Olvidan que un rasgo de las sociedades democráticas y racionalmente ordenadas es procurar a las minorías los mismos derechos, con igual grado de protección legal y de amparo institucional de que gozan las mayorías.

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La ampliación de la institución matrimonial a las parejas del mismo sexo supone un acto legislativo audaz, como lo han sido en la historia los que han abierto espacios de libertad personal y social, rompiendo tabúes y prejuicios erigidos, en muchos casos, en modelo normativo y moral único para toda la sociedad. Hoy eso no es posible, pues la sociedad española es plural: en lo político, en lo religioso, en lo sexual y en las formas de convivencia. El matrimonio homosexual no menoscaba al heterosexual ni ataca a la familia tradicional. Amplía ese derecho a un colectivo de ciudadanos hasta ahora excluidos del mismo en razón de su orientación sexual, algo prohibido por la Constitución, más allá de la cuestión del nombre, en la que se atrincheran quienes combaten la ley.

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Si el Partido Popular, como dice ahora, está a favor de la plena equiparación legal de las parejas homosexuales, y sólo cuestiona su denominación de matrimonio, no se comprende muy bien que recurra al Tribunal Constitucional. ¿Cómo se puede impugnar, por vulneración de derechos constitucionales, una ley con cuyo contenido se dice estar de acuerdo, salvo en el nombre? El PP tuvo en sus manos lograr esa equiparación en sus ocho años de gobierno. No lo hizo. Se opuso incluso a la regulación estatal de las parejas de hecho. Ahora llega tarde.

Rodríguez Zapatero señaló ayer en el Congreso que la ley aprobada supone un paso en la construcción de "un país decente, porque una sociedad decente es la que no humilla a sus miembros". Los homosexuales españoles lo han sido con saña. Está en el recuerdo común la persecución legal y exclusión social que padecieron en el franquismo. Su derecho a contraer matrimonio tiene, pues, significado de desagravio. Y constituye ante todo una conquista democrática, de la que no sólo ellos deben sentirse orgullosos, sino la sociedad entera.

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