Editorial:

Entreacto en Bolivia

El Parlamento boliviano ha adoptado la mejor opción posible -más bien la única en las convulsas circunstancias del país- al designar presidente interino, el tercero en menos de dos años, a Eduardo Rodríguez, un independiente que presidía el Tribunal Supremo, con la única misión de convocar elecciones generales lo antes posible. Rodríguez era el tercero en el orden constitucional para suceder al dimitido Carlos Mesa, pero el único que estaban dispuestos a aceptar los radicalizados movimientos que representan a la mayoría india, enseñoreados de las calles y carreteras hasta poner de rodillas al ...

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El Parlamento boliviano ha adoptado la mejor opción posible -más bien la única en las convulsas circunstancias del país- al designar presidente interino, el tercero en menos de dos años, a Eduardo Rodríguez, un independiente que presidía el Tribunal Supremo, con la única misión de convocar elecciones generales lo antes posible. Rodríguez era el tercero en el orden constitucional para suceder al dimitido Carlos Mesa, pero el único que estaban dispuestos a aceptar los radicalizados movimientos que representan a la mayoría india, enseñoreados de las calles y carreteras hasta poner de rodillas al país andino.

Bolivia necesita imperiosamente poner fin al caos devastador de las últimas semanas y aprovechar esta frágil oportunidad para la negociación y el compromiso. El nuevo Gobierno debe utilizar la tregua, decretada por los líderes de las movilizaciones populares, con Evo Morales a la cabeza, y la benevolencia de un Congreso desacreditado y que se sabe ya inoperante, para intentar forjar un acuerdo de mínimos. Se trata de devolver un gramo de cordura a la explosiva situación del país andino, en los últimos días bajo la cada vez más inquietante mirada de sus Fuerzas Armadas.

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No será fácil, porque Bolivia, una democracia balbuciente, es institucionalmente raquítica y está dividida como nunca antes por una serie de fallas étnicas, sociales y territoriales que amenazan con desintegrarla. Y, como han demostrado los acontecimientos, a merced de la presión de los heterogéneos grupos indígenas que han bloqueado el país y forzado la renuncia del presidente Mesa. Estos grupos se arrogan cada uno la representación de la mayoría, tienen orígenes diferentes y distintos grados de militancia y su bandera de combate es la nacionalización de los recursos energéticos y una nueva Constitución que otorgue poder político a los desposeídos indios. Si algo muestra la enésima crisis boliviana es el creciente poder de la calle en un Estado desarticulado.

Unas elecciones generales, unidas a las pendientes de gobernadores regionales, cambiarán previsiblemente el paisaje político del país más pobre de Suramérica. Pero subyacen como formidables escollos para la convivencia las enquistadas disputas sobre el control de los hidrocarburos, los privilegios de la minoría de ascendencia europea y los derechos de la preterida mayoría o la misma configuración de Bolivia. Santa Cruz, la región más próspera y dinámica -rica en latifundios, gas y petróleo-, planea su propio referéndum autonomista para agosto, antes de la prevista convocatoria de una Asamblea Constituyente. De ahí que esté en juego incluso la propia integridad del país andino.

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