Análisis:

La pervivencia de los conflictos

Crear comisiones es una fórmula de aparcar conflictos sin solución. Muchas veces no hay más remedio que acudir a esas fórmulas de diálogo para ganar tiempo y esconder escozores. Pero los desacuerdos persisten, y son de imposible concordia. Nadie duda de que el Gobierno socialista sacará adelante los proyectos prometidos en campaña electoral (como los matrimonios gays o la reforma del divorcio, entre otros). Y tampoco cabe esperar que los obispos renuncien a sus campañas contra esos proyectos, porque está en su ser alzar la voz cuando el poder civil coge caminos contrarios a la doctrina romana...

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Crear comisiones es una fórmula de aparcar conflictos sin solución. Muchas veces no hay más remedio que acudir a esas fórmulas de diálogo para ganar tiempo y esconder escozores. Pero los desacuerdos persisten, y son de imposible concordia. Nadie duda de que el Gobierno socialista sacará adelante los proyectos prometidos en campaña electoral (como los matrimonios gays o la reforma del divorcio, entre otros). Y tampoco cabe esperar que los obispos renuncien a sus campañas contra esos proyectos, porque está en su ser alzar la voz cuando el poder civil coge caminos contrarios a la doctrina romana.

Al margen de las severas divergencias políticas (pasajeras:suelen durar lo que tardan en entrar en vigor las leyes en disputa), hay en la agenda del diálogo entre el Gobierno socialista y la Iglesia romana asuntos que no pudieron resolver los predecesores de Rodríguez Zapatero en La Moncloa, ni los del obispo Ricardo Blázquez en la Casa de la Iglesia. Ni con los Gobiernos de Adolfo Suárez (1976-1981), poco amigo de reunirse con prelados porque no entendía la sorna del cardenal Tarancón y tenía hartazgo de las exigencias de sus ministros democristianos, más papistas que el Papa; ni con Felipe González (1982-1996), al que siempre se acusó de no querer recibir al presidente de los obispos, pese a que se reunió protocolariamente con todos cada vez que la Conferencia Episcopal renovaba el liderazgo; ni con José María Aznar (1996-2004), porque, al menos en la primera legislatura del PP, en minoría, estuvo convencido de que ceder en demasía a las exigencias de los eclesiásticos restaba votos.

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Difícil acuerdo

Pero hubo un motivo principal moviendo la tradicional pereza de los presidentes ante el diálogo: las posiciones de las partes son de difícil acuerdo, por mucha buena intención que se ponga sobre la mesa. No sólo porque España es, constitucionalmente, un Estado aconfesional, sino porque un sector de la sociedad vería con malos ojos que, como pretende la jerarquía católica, los privilegios arrancados al tambaleante Estado español tras la muerte de Franco, no sólo no sufran recortes, sino que sean incrementados, tanto en materia financiera -la reforma del muy generoso y muy fracasado impuesto religioso- como en otros asuntos de casi exclusivo interés para el Estado de la Santa Sede.

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