Columna

El pasado

Hay personas a las que les parece muy mal que en España se hable del pasado. Ya sucedió, cuentan, y mejor no removerlo. Es el mismo argumento que se utilizó hace ya más de un cuarto de siglo, durante la transición. En aquel tiempo era peligroso hablar de los delitos del franquismo, tan inminente y abrumador entonces. Los militares no querían, muchos civiles tampoco, y tal vez fue inevitable pagar esa factura de silencio para que el frágil entoldado de la recuperación democrática no fuera desmantelado por los tanques. Y aún así hubo tanques.

Mucho tiempo después, a sesenta o setenta años...

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Hay personas a las que les parece muy mal que en España se hable del pasado. Ya sucedió, cuentan, y mejor no removerlo. Es el mismo argumento que se utilizó hace ya más de un cuarto de siglo, durante la transición. En aquel tiempo era peligroso hablar de los delitos del franquismo, tan inminente y abrumador entonces. Los militares no querían, muchos civiles tampoco, y tal vez fue inevitable pagar esa factura de silencio para que el frágil entoldado de la recuperación democrática no fuera desmantelado por los tanques. Y aún así hubo tanques.

Mucho tiempo después, a sesenta o setenta años de distancia de tantos hechos infames, parece ser que tampoco se puede hablar del pasado. Queda feo, dicen quienes sí pudieron honrar a sus muertos, pues bien cierto es que los crímenes fratricidas ocurrieron en los dos bandos. Entonces, ¿cuándo se podrá homenajear a las víctimas de segunda clase? Hablaré de una pequeña experiencia personal. En 1981 fui nombrado jefe de negociado de pensiones de guerra en la Delegación de Hacienda de Valencia. Mi trabajo consistía en gestionar expedientes de viudas de muertos en campaña y de paseados en guerra o en postguerra. Tuve que dedicar muchas horas a escuchar a aquellas viudas. Temerosas, inquietas por los despachos tributarios, fueron muchas las que, abrumadas de derrota y nostalgia, de hijos huérfanos y casas pequeñas, me llegaron a decir, mientras me traían papeles de sentencias atroces y certificados de defunción que disimulaban el motivo de tantas horrendas muertes, me llegaron a decir -digo-, si no irían ellas a la cárcel, las pobres viudas, por haberse atrevido a tramitar su condición de víctimas del franquismo. El pánico al régimen cruel, los tantos años de dolor, soledad y pobreza, de olvido y desprecio, habían tejido sus vidas y también fecundaban su desconfianza eterna. Ellas eran -son- las víctimas más indefensas de aquella barbarie. Admirables resistentes de un sistema vil. Pura memoria viva mientras el cuerpo se acaba. ¡Y que me digan ahora que remover el pasado es imprudente o malo! Es justo. Es imprescindible.

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