Tribuna:

El mito de Don Quijote en La Habana

Los que tuvimos la suerte de leer El Quijote siendo muy jóvenes sentimos a menudo la necesidad de buscar en sus páginas al más tierno, ingenuo y desocupado lector que fuimos. No en vano, en la odisea del noble y destartalado caballero -el que nos enseñó a respetar la oculta dignidad de la locura-, el entendimiento intenta reconocer los rasgos de nuestra propia biografía, preguntándose numerosas veces a lo largo del extenso relato si acaso no habría en este o aquel capítulo la revelación que nos metió en el camino que llevamos recorrido o la sentencia que nos hizo ser como somos. Otras o...

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Los que tuvimos la suerte de leer El Quijote siendo muy jóvenes sentimos a menudo la necesidad de buscar en sus páginas al más tierno, ingenuo y desocupado lector que fuimos. No en vano, en la odisea del noble y destartalado caballero -el que nos enseñó a respetar la oculta dignidad de la locura-, el entendimiento intenta reconocer los rasgos de nuestra propia biografía, preguntándose numerosas veces a lo largo del extenso relato si acaso no habría en este o aquel capítulo la revelación que nos metió en el camino que llevamos recorrido o la sentencia que nos hizo ser como somos. Otras obras de arte nos ayudan a emular el talento estético y a sofisticar la alambicada colmena de la inteligencia, pero muy pocas permanecen vigilando como un paciente maestro la confidencial conversación que mantenemos con nosotros mismos.

La primera vez que fui a Cuba, invitado por Ion de la Riva a dar una conferencia en el centro cultural que el diplomático había conseguido abrir en la fachada del malecón, fue para hablar de Don Quijote de La Mancha. Pocos meses llevaba Guillermo Cabrera Infante portando el galardón del Premio Cervantes y yo recordaba vivamente lo que había escrito en Exorcismos de esti(l)o: "Me gusta cómo algunos mitos reaparecen lejos de su sitio".

La sede del centro cultural español es un palacete de ribetes neoclásicos restaurado y pulido junto a la cochambre urbana de la vieja y vapuleada ciudad de La Habana. Por los amplios ventanales, abiertos de par en par, entraba en sucesivas oleadas de entusiasmo la pulverizada espuma del mar y la dulzona brisa del Caribe. Un público modoso y en manga corta me ofrecía su respetuoso silencio a cambio de lo que yo iba a presentar como un mito: la tristeza del caballero vagando en el exilio del mundo.

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Para ilustrar la vigencia que a mi juicio conserva intacta El Quijote y con ánimo de sugerir la lectura "contemporánea" de sus aventuras, elegí dos capítulos que expresan pulcramente el valor y la melancolía de esa conciencia arrojada a soportar la adversidad del mundo con el único auxilio de sus propias fuerzas. En la liberación de los galeotes y en el ocaso de la ínsula Barataria es donde adquiere especial consistencia la intuición que nuestros héroes comparten sin confesárselo, fraternalmente, hasta recibir cada uno el modesto consuelo que podía ofrecerles el mundo.

En el capítulo XXII de la primera parte, Don Quijote y Sancho ven por el camino a una docena de hombres "ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro". Sancho dice que es gente forzada por el rey y Don Quijote no cree posible que el rey pueda forzar a nadie. Con el permiso de los alguaciles que los llevan a galeras, Don Quijote los interroga y concluye que ningún delito han cometido para merecer semejante suerte. Como considera que "no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres", ataca a los guardias y deja en libertad a los galeotes, no sin antes pedirles que visiten a Doña Dulcinea del Toboso para contarle la hazaña de Don Quijote. Los condenados no parecen sentir tanta gratitud, y para librarse de la obligación la emprenden a pedradas y palos contra el caballero y su escudero. Una vez cesa la borrasca de piedras, el asno de Sancho queda "cabizbajo y pensativo" y Don Quijote "mohinísimo de verse tan malparado por los mismos a quien tanto bien había hecho".

En el capítulo LIII de la segunda parte, Sancho es gobernador de la ínsula Barataria. La aristocracia y el populacho español, unidos en su tradicional crueldad burlesca, acosan a Sancho con escarnios, palizas y ayunos hasta que el gobernador de la ínsula cae al suelo desmayado. Cuando despierta, Sancho se dirige en silencio al establo y, abrazando a su asno, "le da un beso de paz en la frente". Hablándole, recuerda los dichosos años que pasaron juntos hasta que "subido a las torres de la ambición y la soberbia se me han entrado por el alma adentro mil miserias". Al despedirse de sus falsos súbditos, les dice: "Dejad que vaya a buscar la vida pasada, para que me resucite de esta muerte presente".

No les resultará difícil -añadí a modo de colofón hermenéutico- ver representada en estas escenas la experiencia moral del hombre moderno. Como Don Quijote, niega al soberano la potestad de sojuzgar, rechaza ser verdugo de otros hombres y de un mandoble, aunque sea imaginario, los pone en libertad. Igualmente, Sancho habla por boca nuestra cuando abomina de la ambición y lamenta las miserias de la soberbia que ha padecido en la isla Barataria.

La distancia narrativa entre los dos capítulos es considerable, pero en ellos se ha insinuado el desvelamiento que tantas veces temen nuestros amigos durante su desventurado viaje. Sancho comprende que en el sueño prometido -la ínsula gobernada con justicia- sólo encontrará una "muerte presente". Don Quijote sospecha que quizá no haya nadie en condiciones de admirar la grandeza de la epopeya proclamada por el héroe triunfante con sus armas.

En ambos casos Cervantes coloca al asno en el centro de la escena, como si le correspondiera ser el testigo mudo del secreto que Don Quijote y Sancho descubren al rasgar el primer velo del mundo: la decepción es el consuelo del hombre honrado.

Las olas se rompían en las rocas del malecón, el viento entraba huracanado en la sala y el anfitrión esperaba moderar el coloquio que nunca tuvo lugar. No hubo preguntas y cada uno se fue por donde vino. Pero uno de los asistentes al acto se acercó para hacerme en voz baja una sorprendente confidencia: ¿Sabe usted que El Quijote fue el primer libro editado por la Revolución?

No, no lo sabía, y así se lo dije, sonriendo, como si hubiera comprendido, no obstante, lo que quería decirme.

Al día siguiente fui al mercadillo de libros de viejo, en la plaza de Armas, por si quedara todavía, treinta y ocho años después, algún ejemplar suelto de la valiosa e histórica edición cubana de El Quijote. Nadie, salvo uno, supo nada del libro. Un bibliotecario negro, alto y elegante -que me recordó al que Cabrera Infante describe en Vista de amanecer en el trópico: "parecía desenrollarse como un acordeón de huesos y armarse sobre sí mismo en el aire"-, dejó su puesto a cargo de un ayudante mientras iba a buscar -dijo- el único ejemplar del que tengo noticia. Tardó media hora y regresó balanceándose con los cuatro tomitos de la primera edición. Me costaron diez dólares. Sólo los bibliófagos conocen la emoción que uno siente en estos casos.

Número uno de la Biblioteca del Pueblo. 1960. Un dibujo de Pablo Picasso con la figura de los dos jinetes y las ilustraciones, muy empastadas, de Gustavo Doré. Una frase de José Martí dedicada a Miguel de Cervantes -"aquel temprano amigo del hombre"- y un prólogo sin firma: "nuestro pueblo hace revivir hoy el mito entrañable del caballero de La Mancha. Las descomunales batallas en que el noble hidalgo manchego quedaba vencido serán ganadas ahora por el pueblo de Cuba".

Con el remordimiento de verme hecho un expoliador, como si llevara bajo el brazo un tesoro nacional, intenté averiguar quién fue el autor del prólogo y el responsable de ofrecer a la Revolución, como libro de cabecera, el mito que ha elaborado de un modo magistral la melancólica decepción de los derrotados. Pero no hubo modo de saberlo. Nadie en Cuba lo sabe. Cuando preguntas por el autor del prólogo anónimo a la primera edición revolucionaria de El Quijote o cambian de tema o miran a otro lado.

Sólo al regresar a Barcelona se me ocurrió hojear Retrato de familia con Fidel, el libro de Carlos Franqui publicado por Seix Barral en 1981, y ahí estaba, el recuerdo, haciendo de las suyas: al fundarse la Imprenta Nacional Carlos propone "tirar como primer libro, a millones de ejemplares, una edición de El Quijote".

Carlos Franqui, el amigo íntimo de Cabrera Infante, fundador del diario Revolución en 1959, escritor y crítico de arte, el interlocutor con la inteligencia europea, embajador intelectual de la insurrección de los barbudos, organizador del Salón de Mayo, el Congreso Cultural y el Museo de La Habana; desterrado de Cuba en 1968. Néstor Almendros ha descubierto y retratado en su semblante la figura de Don Quijote que todos guardamos en la imaginación: recio, seco y enjuto, frente huida, nariz avanzada, barbilla estrecha, cuello flaco, y las comisuras de párpados y boca colgando por cada lado.

"Resulta curioso -escribe Cabrera en La Habana para un infante difunto- que este visitante ocasional llegara a tener tanta importancia en mi vida".

Los dos amigos, Cabrera y Franqui, al sospechar el derrotero que tomaba el mito de Don Quijote, viendo que no sería vengado por el pueblo de Cuba ni podría impedir lanza en ristre los duelos y quebrantos causados por la Revolución, ni deshacer sus entuertos ni liberar a los desdichados, tomaron la ruta del exilio, para dar un significado más profundo a la tristeza de la decepción.

Basilio Baltasar es director general de la Fundación Bartolomé March, de Palma de Mallorca.

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