Columna

Ponerle cátedra al Demonio

No falla. Cada vez que se empieza a hablar de contactos entre el Gobierno y ETA (o Batasuna) me acuerdo de un pasaje del Juan de Mairena. El pasaje es largo, pero no tiene desperdicio. "En una república cristiana, democrática y liberal", argumenta un discípulo de Mairena, "conviene otorgar al Demonio carta de naturaleza y de ciudadanía, obligarle a vivir dentro de la ley, prescribirle deberes a cambio de concederle sus derechos, sobre todo el específicamente demoniaco: el derecho a la emisión del pensamiento. Que como tal Demonio nos hable, que ponga cátedra, señores. No os asustéis. El Demoni...

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No falla. Cada vez que se empieza a hablar de contactos entre el Gobierno y ETA (o Batasuna) me acuerdo de un pasaje del Juan de Mairena. El pasaje es largo, pero no tiene desperdicio. "En una república cristiana, democrática y liberal", argumenta un discípulo de Mairena, "conviene otorgar al Demonio carta de naturaleza y de ciudadanía, obligarle a vivir dentro de la ley, prescribirle deberes a cambio de concederle sus derechos, sobre todo el específicamente demoniaco: el derecho a la emisión del pensamiento. Que como tal Demonio nos hable, que ponga cátedra, señores. No os asustéis. El Demonio, a última hora, no tiene razón; pero tiene razones. Hay que escucharlas todas". En la situación actual -o al menos en el momento en que escribo-, esas palabras pueden sonar a cobarde equidistancia o a cándida apelación al diálogo. No hay tal cosa: el Demonio sigue siendo el Demonio y asustarse de sus razones es no sólo una cobardía que revela el temor de que pueda acabar teniendo razón, sino también la mejor manera de permitirle seguir siendo el Demonio. Además, ninguna apelación al diálogo es en el fondo cándida, aunque algunas son torticeras. Ahí están, por ejemplo, las que hace de continuo el lehendakari Ibarretxe para que se discuta su plan; en circunstancias normales serían irreprochables, pero ahora mismo el lehendakari debería reparar en la viga descomunal que tiene en su propio ojo. ¿Qué clase de diálogo puede darse en una sociedad en la que todos los representantes democráticos de los partidos no nacionalistas -además de quienes públicamente se manifiestan en contra del nacionalismo- tienen que ir por la calle protegidos por escoltas? Hace algún tiempo, una profesora de la Universidad del País Vasco visitó la universidad donde trabajo. La profesora no ostentaba ningún cargo político ni militaba en ningún partido, pero al terminar la conferencia, en los pasillos, nos comentó que los radicales acababan de quemarle el coche, aún no sabía por qué. Naturalmente, quienes la rodeábamos nos pusimos a hablar de la situación del País Vasco; hubo opiniones para todos los gustos, pero, como la profesora permanecía en silencio, alguien le preguntó qué opinaba del asunto. "Lo que opino es que esta discusión es totalmente impensable en los pasillos de mi universidad", contestó. Nadie ignora que hoy por hoy esto es lo que hay en el País Vasco, y afirmar que la falta de libertad es sólo una coartada para impedir el diálogo constituye la apoteosis del cinismo: dialogar sin libertad es como darse un banquete sin comida. Y como el miedo es una enfermedad que corrompe y lo permea todo y tarda mucho tiempo en curarse, lo decente y lo justo, además de lo sensato, hubiera sido que, para empezar, el lehendakari pospusiese la discusión de su plan hasta que éste pudiera ser discutido de verdad por los vascos.

Pero no puede descartarse que, antes de que eso ocurra -mucho antes-, haya que ponerle cátedra al Diablo. Esto va a ser dificilísimo; cabe preguntarse si es justo. La respuesta es no, o no del todo, pero cabe preguntarse también si no es la única solución. Isaiah Berlin ha expuesto en diversos lugares su teoría de las verdades contradictorias o los fines irreconciliables; según ella, los más nobles ideales que animan a los hombres -justicia, libertad, paz, igualdad- son incompatibles entre sí, porque el triunfo absoluto de uno conlleva inevitablemente el menoscabo de otro: cuanta más igualdad, menos libertad; cuanta más libertad, menos igualdad. El dilema es desolador, pero más desolador es ignorar que existe; y más trágico. La única solución a él consiste en buscar un triste equilibrio entre los fines o ideales contradictorios. En ese ejercicio modesto y nobilísimo consiste acaso el arte verdadero de la política. Piensen por un momento en cómo se hizo la Transición: el proceso tuvo muchísimos defectos -muchísimos-, pero puede que esos defectos fueran sus virtudes, porque si hubiese triunfado la estricta justicia nadie garantiza que hubiese sido posible la paz democrática. No digo que la situación actual del País Vasco sea equiparable a la de la España de entonces, pero sí que tal vez habrá que acabar poniéndole de nuevo una cátedra al Diablo. La idea es sin duda repugnante, además de injusta, tan injusta y tan repugnante como la mera posibilidad de que algún día, por lejano que sea, vayan a cruzarse por la calle un verdugo y su víctima -como se han cruzado víctimas y verdugos en la España de la Transición y de ahora mismo-, pero me pregunto si ésa no es inevitablemente la vía de la solución. No lo afirmo ni lo niego; sólo me lo pregunto. Mientras tanto, sea o no cierto que hay contactos con ETA (o con Batasuna), no creo que sea malo seguir pensando en las palabras del discípulo de Mairena, ni tampoco en que, junto a los cobardes, los cínicos y los equidistantes, ahora mismo también hay que temer a aquellos contra los que nos advertía el maestro cuando escribió: "Te libre Dios de tarascada de bruto cargado de razón".

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