Columna

Más razones para no aspirar a ser un gran hombre

"¿Cómo se llaman esas personas que creen que todo el mundo las persigue?", pregunta un personaje de Woody Allen. "Perspicaces", contesta otro. Si el personaje de Allen tiene razón, entonces uno de los individuos más perspicaces que conozco es Paranoico Pérez, ese escritor ágrafo inventado por Vila-Matas que cada vez que se publica una novela de Saramago comprende que el escritor portugués le ha robado de nuevo la idea. Confieso que me identifico del todo con Paranoico, y que cada vez que se me ocurre una buena idea -lo que sucede más o menos cada medio siglo-, enseguida descubro perspicazmente...

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"¿Cómo se llaman esas personas que creen que todo el mundo las persigue?", pregunta un personaje de Woody Allen. "Perspicaces", contesta otro. Si el personaje de Allen tiene razón, entonces uno de los individuos más perspicaces que conozco es Paranoico Pérez, ese escritor ágrafo inventado por Vila-Matas que cada vez que se publica una novela de Saramago comprende que el escritor portugués le ha robado de nuevo la idea. Confieso que me identifico del todo con Paranoico, y que cada vez que se me ocurre una buena idea -lo que sucede más o menos cada medio siglo-, enseguida descubro perspicazmente que alguien se me ha adelantado. El proyecto más ambicioso que he concebido nunca fue el de compilar una antología de las últimas palabras de los grandes hombres, cuyo propósito consistía en recoger todas las necedades solemnes con que estos señores se sienten obligados a arruinar en el último momento -y sin que nadie se lo exija- una existencia no siempre inútil. Tuve la idea siendo casi un niño, cuando vi en su lecho de muerte a mi abuelo -a quien yo consideraba un gran hombre- pidiendo un cigarrillo a grito pelado ante la consternación de todos los circunstantes, ninguno de los cuales le había visto fumar en su vida. Pues bien, en cuanto me puse manos a la obra con mi proyecto, mi perspicacia me permitió averiguar que, al menos desde que Montaigne planeó una obra de este género -animado por la idea peregrina de que, en el momento de la muerte, los hombres siempre dicen la verdad, y de que, por tanto, sus últimas palabras son una suerte de cifra de su vida-, libros como el que yo planeaba no son infrecuentes.

El último es obra de Werner Fuld y se titula Diccionario de últimas palabras (Seix-Barral). Aunque me reviente reconocerlo, el libro no es sólo entretenido, sino sobre todo instructivo y provechoso. No siempre es fiable, desde luego, porque proliferan las leyendas contradictorias sobre las últimas palabras de los grandes hombres, y no siempre uno está de acuerdo con el autor. Por ejemplo: Fuld lamenta que, después de haberse pasado años buscando una palabra que fuera un digno colofón a su vida, a Walt Whitman sólo se le ocurriera ésta: "¡Mierda!". A mí me parece, en cambio, que ése es un modo razonabilísimo de despedirse del mundo, sobre todo si, como Whitman, uno se ha dedicado a cantar en versos memorables la plenitud radiante de la vida. Por otra parte, Fuld deshace algún molesto equívoco. Siempre habíamos creído, porque nos lo transmitieron sus acólitos, que Goethe murió pidiendo "¡luz, más luz!", como si su obra aclamadísima no hubiera arrojado ya la suficiente sobre su siglo; pero ahora resulta que lo último que dijo se lo dijo a su nuera Ottilie, y fue también una tontería, pero al menos una tontería afectuosa: "¡Mujercita, mujercita, dame tu querida patita!". En cualquier caso, el libro de Fuld confirma mi hipótesis: los grandes hombres -sabios, artistas, científicos, estadistas, hombres de negocios, papas- tienen una tendencia irreprimible a soltar unas memeces monumentales en el instante de la muerte. Ahí tienen al gran Descartes, que creía que el cuerpo y el alma eran entidades separadas, y que se despidió de la última diciendo: "Ha llegado la hora de abandonar tu prisión y desprenderte de las cadenas de la muerte. ¡Mucha suerte!"; o al gran Conrad Hilton, fundador de la cadena homónima de hoteles, a quien le preguntaron si deseaba transmitir un postrer mensaje a sus empleados y contestó: "¡La cortina de la ducha hay que ponerla por el lado de dentro de la bañera!". Las excepciones a esta regla humillante son contadísimas, y la mejor sin duda es la de Karl Marx, que cuando fue requerido por un amigo para que legase una última frase a la posteridad lo mandó a la mierda: "¡Fuera! ¡Las últimas palabras son cosa de tontos que no han dicho lo suficiente mientras vivían!".

Pero quizá lo que más llama la atención en la antología de Fuld es el hecho, no por esperado menos asombroso, de que la forma menos indigna de despedirse del mundo sea con un buen chiste, como si reírse fuera la mejor forma de plantarle cara a la muerte, igual que es la mejor forma de plantarle cara a la vida. Y lo curioso es que, casi sin excepción, los únicos que se atreven a hacer chistes son delincuentes, asesinos, pistoleros, espías y, en general, gentes poco recomendables: a punto de morir, el asesino ruso Vladímir Keroukian fue instado a abjurar del demonio por un clérigo, a quien contestó: "No es el mejor momento para hacerse enemigos"; y antes de tomar asiento en la silla eléctrica, Jimmy Glass opinó: "Hoy me hubiera gustado más ir a pescar". En el libro de Fuld figuran pocos españoles, pero no es porque nosotros no nos muramos, sino porque, como es notorio, aquí nadie escucha a nadie, ni siquiera en el instante de la muerte. De todos modos, merece figurar en él la réplica que le dio el general Narváez al sacerdote que, antes de morir, le aconsejó que perdonase a sus enemigos: "No es necesario", contestó, "los he hecho matar a todos". Lo dicho: un libro sumamente edificante. Tanto que, después de leerlo, a cualquiera se le quitan las ganas de aspirar a la estupidez de ser un gran hombre. Incluso las de morirse.

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